Mérida, un pasar
Se detiene el autobús en Mérida a dejar y recoger viajeros —hemos salido muy temprano de Zafra, donde me despedí de Inma con un café rápido en la cantina de la estación, y hemos atravesado la provincia de Badajoz a paso lento, con paradas en pueblos grandes y pequeños que han ralentizado el viaje, pero a la vez lo han hecho más interesante— y reparo en que han pasado ya dieciséis años desde la última vez que estuve en la ciudad y vine a caer en estos mismos andenes. Fue un domingo de diciembre a eso de las cinco o las seis de la tarde, con el día anocheciendo en pleno invierno, y durante varias horas merodeé completamente solo por las calles de una ciudad aletargada que se mecía en ese tedio propio de los estertores de los fines de semana. No había un alma en el recinto del teatro romano, que visité aplicadamente antes de que cerrara sus puertas, temeroso de que al día siguiente no tuviese tiempo de acercarme, ocupado como estaría con los protocolos a los que obligaba el premio de novela que iban a entregarme, y apenas me crucé con nadie por los aledaños del templo de Diana, ni al pasar bajo el arco de Trajano, ni en los alrededores del museo con el que Rafael Moneo envolvió de ropajes modernos las resonancias de vestigios milenarios. No conserva mi memoria muchos más recuerdos de la ciudad, y éstos que enumero se han convertido con el paso del tiempo en postales desvaídas, diapositivas aisladas que no sé si obedecen a lo que realmente vi o si se componen con teselas de lo que creí haber visto, pero en cualquier caso ahora que miro la ciudad desde la periferia de este viaje fragmentado que me devuelve a casa no soy capaz de reconocer ningún rincón de los de entonces: la estación se alza en la periferia, al otro lado del río, y más allá los contornos de las últimas casas impiden vislumbrar siquiera una pizca del meollo. El premio que me dieron entonces tuvo poca vida después: al año siguiente se declaró desierto y creo que después dejaron de convocarlo; la editorial que lo publicaba, y con cuyo editor conservo una amistad que no ha agrietado el calendario, cerró un lustro más tarde. Apenas he vuelto a saber nada de la gente con la que compartí los días que pasé aquí ni he tenido requerimiento alguno que motivara mi presencia en estas tierras, que fueron muy importantes para mí aunque después de todo lo que ha llovido parezca que no significaron nada. «El premio más enjundioso que he ganado en toda mi vida lo gané aquí, en Extremadura», dije ayer en Zafra, cuando Inma y Jaime me presentaron en la tarima del parque de la Paz, y ni yo mismo me habría acordado si ellos, al repasar mi biografía, no hubiesen mencionado la novela que me lo deparó. Ha sido y es Mérida un pasar, pienso en estos pocos minutos en que la contemplo ajena desde la distancia, y le agradezco el trato que me brindó, y sigo rumbo.
Es ver vivir
Creo que fue Luis Rosales el que dijo que vivir es ver volver, pero en mi caso concreto, y en lo que se refiere a Salamanca, podría decir también que volver es ver vivir. Aunque haya cambiado la ciudad y no sean iguales los tiempos, aunque hayan variado algunas conductas colectivas y estudiar lejos de casa no se parezca a lo que era hace casi cinco lustros, no me cuesta reconocerme en cualquiera de los estudiantes que cruzan en diagonal y a toda prisa la Plaza Mayor, en los que entretienen las horas muertas en las cafeterías, en los que haraganean sin otro propósito que el de dejar transcurrir las horas por los bancos de Anaya o los laberintos domésticos que desembocan en las promesas pecaminosas de San Justo. Tengo la impresión, siempre que vuelvo, de que el regreso depara la posibilidad de observar desde fuera lo que una vez se contempló desde dentro, de asistir en primera fila al espectáculo en el que uno mismo tuvo la ocasión de participar como protagonista. Con todo, esta vez el prodigio se da a medias: es domingo, un día poco propicio aquí para las efusividades callejeras, y anda plomizo un cielo que rompe pronto en un diluvio espectacular que nos coge a Luis García Jambrina y a mí volviendo del puente romano, adonde hemos ido a pasear mientras nos contábamos nuestras respectivas andanzas. No me quejo demasiado, porque la meteorología ha sido clemente y me ha permitido cumplimentar algunos hitos privados. Me he acercado a ver el Cielo que una vez decoró la bóveda de la biblioteca universitaria y que hoy se exhibe en un costado de las Escuelas Menores, donde me lo he encontrado inusualmente desierto a unas horas en las que imagino que los turistas andarían terminando la comida o iniciando la siesta, y me he detenido ante la fachada del Estudio en busca no de la rana en la que se fija todo el mundo, sino en el rostro cuya mueca burlona parece plantear una enmienda jocosa a la totalidad del mensaje. No he llegado a visitar la cueva ni he podido dejarme caer por Dominicos, pero me he demorado por las bajadas hacia el Tormes desde la catedral vieja y he cumplido con la visita al Lazarillo. También he podido recrearme en la estampa majestuosa que pinta la calle Compañía si se la contempla desde la perspectiva adecuada, que no por azar coincide con la que se observa desde las puertas de mi hotel, el mismo en el que nos alojaron la primera vez que estuve en la ciudad, cuando tenía trece años y me trajeron junto a mis compañeros del colegio en el viaje de estudios que rubricaba el final de la EGB, y contemplé en un amanecer esta suave pendiente que se pierde en un esfumado de campanarios —«alto soto de torres», escribió Unamuno, que vivió aquí cerca—; me pareció tan irreal que no pude acreditar su veracidad hasta que me avecindé en la ciudad y tuve ocasión de disfrutarlo a diario durante todo un año, el que pasé acudiendo a las aulas de la Clerecía, y muy frecuentemente luego, cada vez que mis pasos me acercaban por el centro de la ciudad. Hice en aquel primer curso muchas horas dentro del Alcaraván, en donde entro ahora para refugiarme del diluvio sobrevenido, y me reconforta encontrarlo igual que siempre. Me siento en una de las mesas de la entrada porque están ocupadas todas las demás. Delante de mí, unos profesores hablan de la tarea que les aguarda a partir de mañana; a mis espaldas, grupos de estudiantes repasan sus andanzas del sábado, juegan al ajedrez, leen libros o pasan a limpio los apuntes que en unas pocas semanas tendrán que estudiar en serio. Volver a Salamanca, ya lo he dicho, es ver la vida que uno llevó aquí y que se conserva intacta, pese a todo, en manos de otros. No es mala cosa.
Nosotros, los de entonces
La facultad donde estudié había echado a andar una década antes de mi llegada, y muchos de quienes se habían matriculado en sus primeras promociones optaron por hacer carrera dentro y mantenerse allí, una vez finalizados los estudios, como profesores. Quienes nos impartían las clases, por lo tanto, no eran mucho mayores que nosotros —compartíamos generación, prácticamente—, lo que propiciaba que a menudo nos encontráramos a horas intempestivas fuera de las aulas, en lugares más proclives a la gramática parda que a la disciplina académica, y que en esos nudos gordianos de la noche se fueran tramando complicidades o simpatías que trascendían los muros universitarios. Las coincidencias daban pie a situaciones que se debatían entre lo surrealista y lo hilarante, y sobre muchas de ellas cabe mantener un secreto de sumario que no estoy seguro de que vaya a levantar nunca el tiempo. Lo recuerdo en esta noche salmantina con Juanra, que fue mi profesor de diseño gráfico y uno de los invitados estelares a nuestra fiesta de fin de carrera. He satisfecho su antojo de paloma en el Cervantes y él ha hecho lo propio en La Viga con mis apetencias de jeta, y hemos venido a terminar la noche en los veladores del Niebla, una mezcla de café y cervecería con resonancias unamunianas que se abre frente a uno de los bares de copas que ya estaban de moda cuando viví aquí y que resiste, a lo que se ve, los embates de las modas. Me cuenta que ha cambiado todo mucho, empezando porque sus alumnos ya no tienen la edad que podrían tener sus hermanos menores, sino casi la que ya tiene su propio hijo, y merodeamos en torno a la cuestión de la autoridad docente en una época en la que el profesor ya no puede arrogarse la condición de depositario único del conocimiento. ¿Son peores ahora las cosas? No lo creo y él tampoco; son, sencillamente, distintas. Lo que ocurre es que no todo el mundo sabe asumir con la debida resignación que el tiempo pasa y envejecer seguramente consiste en ver cómo, poco a poco, uno va perdiendo el paso; en asumir que, lo mismo que nosotros, aquel mundo, el de entonces, ha ido dejando de ser el mismo.
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