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Tim Gautreaux, música, violencia y pantanos recónditos

Tim Gautreaux, música, violencia y pantanos recónditos

El escritor norteamericano Tim Gautreaux, que acaba de publicar su novela Desaparecidos, cree que la historia de Estados Unidos de principios del siglo XX nada tiene que ver con las grandes ciudades y por eso su «América literaria no es una sola cosa ni una sola época; porque nunca lo fue y nunca lo será».

Desaparecidos (La Huerta Grande) se sitúa, como toda su obra, en su Louisiana natal, donde una niña es secuestrada en unos grandes almacenes, lo que atormenta al supervisor, Sam Simoneaux, quien, decidido a encontrarla, emprende un viaje que lo llevará a mundos de música y violencia y a pantanos recónditos que ocultan a quienes eligen vivir según sus propias leyes.

En ese marco, el autor, un escritor tardío que está considerado a la altura de James Salter, Cormac McCarthy o Sam Shepard, crea un espacio identificable y homogéneo, a la manera del Macondo de Gabriel García Márquez o del estado de Yoknapatawpha de Faulkner.

En una de las raras entrevistas que concede, Gautreaux ha dicho a Efe que las historias que explica nacen de la circunstancia de haber sido el menor de ocho hermanos: «De niño estuve rodeado de familiares de edades bastante avanzadas, muchos de los cuales vivían en Nueva Orleans, y en las reuniones familiares los hombres hablaban del trabajo en el río, el aserradero o el ferrocarril, mientras las mujeres se lamentaban de las dificultades de llevar una casa durante la Gran Depresión». Con esa premisa, para escribir sus novelas Tim Gautreaux (Morgan City, 1947) echa mano de su memoria.

Los años 20 norteamericanos son el escenario en el que se mueve la historia de Desaparecidos y también su novela anterior, El claro (2003): «Muchos lectores creen que los años 20 americanos son algo que sucedió en Nueva York, Chicago o Los Ángeles, donde todo el mundo tenía luz eléctrica, teléfono, redes de transporte urbano, pero nada más lejos de la realidad, pues las zonas rurales de los años 20 no habían cambiado apenas nada desde la década de 1870». El propio Gautreaux recuerda que, de niño, en los años 50, bebía agua de una cisterna que se llenaba con el agua de la lluvia que caía del tejado, y sus tíos más viejos seguían usando cocinas de leña.

Preguntado por su protagonista, indica que en Sam se combinan varios de los muchos hombres buenos que conoció en su niñez y que, como el personaje, todos sus tíos lucharon en Francia en la Primera Guerra Mundial, de los cuales algunos contaban historias sobre lo que vivieron y otros jamás dijeron nada. «A mi tío René, que desembarcó en Francia el día del armisticio, le encantaba hablar de la guerra; sin embargo, mi tío Clarance, presente en las ocho batallas más importantes en las que participó el ejército americano, nunca reveló nada de lo ocurrido. Su silencio era testimonio de la época más oscura de su vida, y las pocas cosas que me contó mi madre sobre sus padecimientos harían llorar a cualquiera».

Sam es, según el autor, más como el señor Almeda, un viejo isleño al que le encantaba hablarle de la pesca, o el señor Skeets, que en realidad se llamaba Elmo, un hombre de una bondad y una paciencia que siempre le conmovieron, con su impoluto sedán Dodge del año 1946, al que sacaba brillo con el pañuelo cada vez que lo aparcaba.

La música es una de las constantes de Desaparecidos, porque ha estado muy presente en la vida del autor: «En 1972 ganaba tan poco en la universidad como profesor de literatura que tenía que buscarme trabajillos para dar de comer a la familia y aprendí por mi cuenta a afinar pianos y luego a reconstruir pianolas, sobre todo para gente mayor que llevaba décadas con sus instrumentos estropeados». Con el tiempo se hizo con unos gramófonos de las marcas Edison y Victor para escuchar grabaciones de los albores del jazz y la música country, y en la actualidad, junto al escritorio, un receptor estéreo Pioneer de 30 kilos conectado a cuatro altavoces le sigue acompañando mientras escribe al son de Mozart o Bach.

En Desaparecidos planean temas habituales en su obra como el miedo, el sentimiento de culpa, la venganza, el racismo, la supervivencia, el clasismo o los asesinatos. El azar, otro tema recurrente, está también presente incluso con un punto de ironía, reconoce Gautreaux: «Sam llega cuando la guerra acaba, lo envían a matar gente y acaba encargado de destruir municiones». En literatura, continúa el escritor, el azar bien podría llamarse sorpresa, y «al lector le encantan las sorpresas y cuando la novela va a lugares inesperados, cuando los personajes eligen opciones difíciles, porque así son los humanos, eso gusta».

Gautreaux, que ha escrito tanto cuentos como novelas, no tiene un plan preestablecido para decidir en qué se convertirá una historia, todo depende del objetivo. «Si quiero escribir sobre un hombre que secuestra al perro de su exmujer, podrían ser unas 5.000 palabras; si es sobre un policía entrado en años en el contexto de la actual falta de tolerancia en Estados Unidos, una historia que abarca al padre, al abuelo y al bisabuelo del personaje, entonces serán un mínimo de 135.000», calcula.

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