Nick Hornby por allí, Chuck Klosterman por allá, Kiko Amat por aquí, y tantos otros escritores envueltos en la nostalgia desmedida entre lo que se pierde a medias y lo que se pierde definitivamente han tratado de dar rienda suelta al ansia por narrar su lado pop. Si pudieran contar en tres minutos y medio lo que necesitan explicar, ya habrían rozado el cielo y dormirían tranquilos. Pero no, el pop se le escapa a la literatura: ni los microrrelatos se le acercan. El pop tiene eso tan macabro que consiste en enlatar ilusoriamente el mundo en tres estrofas y un coro. Lo peor es que lo consigue, con lo que el efecto de nostalgia se acrecienta y ya es imposible renunciar a sus malas tretas. Nos conduce al lugar de los sueños perdidos y nos muestra que el mundo puede ser perfecto. En el caso de Eric Spitznagel (1969), el mundo era el armazón de estanterías donde se preservaba la ilusión del Paraíso. Pero el Paraíso, que eran sus discos, se perdió aposta. Fue vendiendo sus vinilos por necesidad doméstica en la creencia de que todo fluye. Y no. El sentimiento pop se remansa en el ser hasta que se desborda, hasta el punto de que lo que sobresale y escapa cuenta con la misma dosis de melancolía que lo que permanece: son pecios del naufragio que es la vida, a los que se recurre para completar quiénes fuimos y hacia dónde nos dirigimos.
“¿Por qué tuvo que hacer lo que hizo?”, se pregunta Jeff Tweedy, el líder de Wilco, en el prólogo al libro. Pero lo que el autor de Heavy Metal Drummer (pop, pop, y sólo pop) se pregunta no tiene que ver con las razones por las que Spitznagel se deshizo de gran parte de su colección de vinilos, sino con los motivos por los que se ha empeñado en recuperar aquellos mismos discos de acetato que alegraban sus días y los del barrio. Y cuando decimos los mismos nos referimos exactamente a eso, a los mismos: los suyos, los que estaban en sus estanterías, no copias idénticas a precios abusivos (continúan tomándonos el pelo y no aprendemos). Resulta descabellado y empresa decididamente abocada al fracaso, pero el ejercicio de investigación y recuperación le sirve a Spitznagel para tantear las nuevas ambiciones del mercado discográfico, en particular el de segunda mano. El espectro de querencias se mueve de ABBA a Kiss, de Lou Reed a Bon Jovi, es decir, cualquier canción que alterara de un modo u otro el mapa hormonal de un adolescente ochentero, cualquier portada que valiera como bloc de notas donde apuntar el teléfono de una futura novia o cualquier álbum donde pudiera almacenar la provisión de marihuana fuera del alcance paterno.
Es cierto, los viejos rockeros nunca mueren, pero los viejos discos tampoco, así que el protagonista de esta epopeya moderna decide que no sólo rescatará aquellos vinilos de su juventud, sino que se hará acompañar por quienes solían frecuentar su habitación y compartían su dicha. Como si fuera una réplica pop de Los siete magníficos o una secuela cincuentona de Space Cowboys mezclada con The Blues Brothers, Spitznagel trata de reunir de nuevo a la banda. El lector decidirá si mereció la pena. De lo que no cabe duda es de que En busca de los discos perdidos acaba convertido en una suerte de brillante manual de cómo improvisar un libro sobre pop cuando parecía que ya no había forma de darle la vuelta al género del adulto-melancólico-persigue-su-pasado. Si Peter Pan regresase de Nuncajamás les daría una buena tunda a todos al aviso de “chicos, no sigáis mi ejemplo, que esto no tiene remedio. Ni Campanilla es quien dice ser, ni aquí hay tocadiscos.” Postdata: estúdiese la paradoja que consiste en comprar vinilos nuevos grabados con procesos digitales. Lo analógico va a misa. Todo lo demás es vanidad, y el resto es silencio.
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Autor: Eric Spitznagel. Título: En busca de los discos perdidos (Old Records Never Die). Editorial: Contra Ediciones. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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