Libro. No estoy seguro de que exista alguna palabra que contenga un significado tan amplio, que abarque tantas cosas, que promueva ideas y recuerdos tan variados y dispares como la palabra libro.
Siendo un objeto tan elemental —la Real Academia lo define acertadamente con sólo quince palabras—, la mención de la palabra libro suscita infinitas ideas, todas diferentes, formadas por el recuerdo de lo que cada uno hemos leído en ellos, lo que hemos asimilado, aprendido, disfrutado; o el lugar o momento en que determinados libros nos han acompañado; o por cómo estos han influido de un modo u otro en nuestras vidas y nuestras historias.
La sugerencia de escribir acerca de un libro que cambió mi vida o que nunca olvidaré me pareció, a priori, un ejercicio interesante, estimulante. Pero no es empresa fácil. He cerrado ya el primer párrafo de este texto y aún no sé cuál elegir de entre todos los que he leído.
Venía pensando en ello mientras caminaba por los muelles bajo la llovizna, cuando me detuve y me giré. Observé mi barco, del que había descendido hacía unos minutos y había dejado ya atrás, amarrado a los norays oxidados, silencioso. Las gotas de lluvia se deslizaban por mi cara, frías, mientras reflexionaba en que han sido los libros los que me han traído hasta aquí, hasta estos muelles lejos de la tierra en la que nací. Hasta estos muelles y muchos otros muelles en muchos otros lugares, en los que he amarrado los barcos en los que llevo más de dos décadas navegando. Mi vida ha sido como ha sido, y es como es, en buena parte por mis lecturas. Reemprendí mi camino y no tardé en llegar a casa.
Encendí una de las chimeneas y me di una ducha larga y caliente antes de sentarme y enfrentarme al papel en blanco. O pantalla en blanco, en realidad. Un libro. Un libro…
La isla del tesoro. Es uno de los pocos libros que he leído más de una vez en mi vida. Fue un libro que me maravilló cuando lo leí y releí de niño. He navegado una y mil veces a bordo de la Hispaniola, me he estremecido con Billy Bones, he amado y he odiado a Long John Silver; y decidí que algún día yo también me haría a la Mar y navegaría en busca de la isla del tesoro.
Bien podría ser éste el libro, me digo mientras me repantigo en mi sillón, y mi mirada va a posarse en las tres o cuatro decenas de libros que hay sobre la chimenea; algunos traídos de España, otros comprados o encontrados por el camino. Recorro sus lomos y me detengo en un volumen que suele acompañarme casi siempre en mis viajes: La Odisea. También podría ser éste, medito. La historia de Ulises me maravilló también de niño. Leí una y otra vez una edición juvenil ilustrada de La Odisea que me regaló mi querida tía Marta, y que aún conservo. Mucho tiempo después, pasados los veinte años, compré y leí la edición completa del libro y se reafirmó como uno de mis favoritos. La Odisea lo tiene todo. Mar, aventura, amor, traición, venganza, lealtad, engaños, astucia, heroísmo, villanía; vida. Y sigue siendo hoy, veintiocho siglos después de ser escrito, un libro perfectamente actual. Sin embargo, de cada vez que lo leo cambia el modo en que percibo la historia. La primera vez que lo leí quise ser Ulises y navegar viviendo aventuras; era un viaje de ida. La última vez que lo leí me sentí como Ulises, cansado, con sangre en las uñas, luchando por regresar a un hogar en el que descansar tras años navegando por el mundo con mayor o menor fortuna. La Odisea me ha influido hasta tal punto que estoy decidido desde hace muchos años a armar un velero y navegar por el viejo Mediterráneo siguiendo los pasos de Ulises, desde Troya hasta Ítaca.
También podría ser éste el libro. O Lord Jim, otro libro que me marcó profundamente y que percibo con distintos matices en sucesivas lecturas según pasan los años y la vida.
Me recuesto nuevamente en el sillón, un sillón incómodo y que desentona con el salón, y acerco los pies a la chimenea mientras miro absorto a las llamas. Quizás, pienso, no sea un libro el que marca una vida, sino una biblioteca. Un conjunto de lecturas que, entretejidas, nos hacen en cierto modo como somos. O influyen. Me mesé la barba, pensativo. Y de repente lo vi claro. Si tuviera que elegir un libro, que en realidad son muchos —veinticuatro— sería sin duda la colección de historietas de Tintín.
Fueron de los primeros libros que leí en mi vida. En la casa en la que me crié había una colección completa de Tintín, aquella primera edición en español con lomos de tela —excepto Tintín y los Pícaros, ya con lomo amarillo—. Los leí y releí una y otra vez. Y los sigo leyendo. Fui en busca de El Unicornio, la isla misteriosa se hundió bajo mis pies, recuperé el Cetro de Ottokar, observé la Tierra desde el Circo de Hiparco, rescaté al Profesor Tornasol cuando fue secuestrado, navegué en el Aurora, el Ramona, el Sirius y el Karaboudjan.
La lectura de las aventuras de Tintín en mi infancia me influyó decisivamente. No tardé en decidir que yo quería ser Tintín y ser amigo del Capitán Haddock. Pero, ironías de la vida, he acabado siendo capitán, teniendo en mi barba negra muchas más canas que el viejo Haddock, y descubriendo que no existen tintines.
Sin embargo todo lo demás es cierto. Existen piratas, contrabandistas, espías y perros fieles; hay barcos que te llevan lejos, hay islas misteriosas e incluso tesoros hundidos; hay enemigos peligrosos y amigos leales. Hay, en definitiva, aventuras por vivir.
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