Este libro sigue con detalle el recorrido en las letras españolas del fenómeno estético y político etiquetado como «realismo social». Santos Sanz Villanueva realiza una lectura transversal de toda la literatura de posguerra en la que los escritores se implicaron en el debate acerca de cómo contar la realidad y de qué efectos utilitarios podían o debían tener las letras y el arte. Santos Sanz narra el auge y la caída de la novela social en España y cómo una nueva generación ha reivindicado este tipo de novela en la actualidad: Rafael Chirbes, Belén Gopegui, Marta Sanz, Daniel Ruiz, Alfons Cervera o Cristina Fallarás, entre otros nombres de hoy, han tomado el relevo de los Goytisolo, García Hortelano, López Pacheco, López Salinas, Marsé, Ferres o Caballero Bonald.
A continuación reproducimos un fragmento de Acoso y derribo. Pensamiento literario y disidencia política en la posguerra española (Punto de Vista).
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Narrativa y compromiso en la dictadura franquista: un apunte
La victoria franquista en la Guerra Civil sumió al país en una implacable dictadura cuyos tentáculos agarrotaron la realidad nacional al completo. Del pensamiento a la economía, todo quedó sometido a su férula. Los vencedores se encontraban como pez en el agua en aquel ambiente asfixiante. Los vencidos que no habían podido tomar el camino forzado del destierro sobrevivían su exilio interior en atemorizado silencio o disimulo. Poco a poco, sin embargo, se fueron viendo manifestaciones de distanciamiento o disidencia. Estas actitudes procedieron, aparte los restos militantes clandestinos implacablemente perseguidos, en su mayor medida de los hijos de los vencedores, los niños de la guerra que por su edad no habían intervenido en la contienda, la habían vivido como una experiencia a veces incluso lúdica en su infancia o primera adolescencia —así lo reflejaron en algunos textos narrativos— y habían recibido una herencia yacente paterna que les disgustaba. Se sentían herederos forzosos de una realidad hostil. Este fue un sentimiento muy vivo y punzante entre un sector de los jóvenes españoles de finales de los años cuarenta y de los cincuenta. Aquellos muchachos tenían una acuciante necesidad de renegar de quienes habían establecido un sistema político y un orden de valores de los que no se sentían partícipes. Lo repudiaban al punto de llegar al enfrentamiento. Lo explica la aclaración que recoge Laureano Bonet de boca de Esteban Pinilla de las Heras en su estudio y antología de Laye. Le comenta el reputado sociólogo que los colaboradores de esta revista barcelonesa que encauzó un movimiento universitario de disidencia con el franquismo solían firmar los artículos con el apellido materno para hacer ostensible la ruptura con el progenitor.
Uno de aquellos muchachos, el futuro ministro socialista Fernando Morán, nacido en 1926, sentía de forma tan lacerante el desencuentro con sus mayores que dedicó a dicha vivencia su primera novela, También se muere el mar, escrita mientras ejercía sus iniciales labores diplomáticas y publicada en Buenos Aires en 1958. En ella desarrollaba un auténtico alegato generacional sobre la necesidad de esa promoción suya de ocupar un lugar propio en el mundo, con personalidad distinta, y opuesta, a la de los mayores. Formuló con un feliz acierto expresivo la gravosa rémora de su hornada vital: se había quedado «huérfana de niñez».
Un sector pequeño de clase acomodada de aquella oleada biológica del medio siglo llegó a la Universidad a mediados de los años cincuenta. La Universidad española de la época se nutría de una clientela de origen acomodado apática y conformista nada más preocupada por obtener un título que le permitiera ocupar puestos privilegiados en la sociedad. Pero entre ella había también un núcleo minoritario de estudiantes discordantes con la falta de sentido crítico y con la hegemonía política de la Falange a través del SEU, el sindicato universitario de afiliación obligatoria. De modo que fueron protagonizando episodios de disconformidad y rebeldía, no tanto, en principio, por motivaciones ideológicas claras como por una difusa y vehemente contestación juvenil.
Estos mozos inquietos fueron estableciendo relaciones personales sin más criterio, al comienzo, que el derivado de las afinidades electivas, sobre todo, en un grupo bastante activo, su afición por la literatura y el deseo de hacerse un lugar en la sociedad literaria. Llevaron a cabo algunos actos de protesta. En Madrid, en 1955, unos «jóvenes pirandellianos», según los tildaba ABC (16/3/1955), a cuyo frente iba el bullicioso Fernando Sánchez Dragó, armaron un alboroto en un teatro cuando la sala cambió la representación programada de una obra del italiano por una pieza convencional y lo interpretaron como un desdén a la modernidad. El caso acabó, con leves consecuencias, en comisaría. En la misma fecha, en Barcelona, José María Castellet soportó el primer interrogatorio de la policía con motivo de haber capitaneado a un grupo de conocidos que pateó un gran éxito de los escenarios, La muralla, comedia dramática de polémica carga ideológica de Joaquín Calvo Sotelo.
El sector universitario descontento supo también aprovechar el margen que ofrecían algunas revistas dependientes del SEU y de obediencia gubernamental donde se movía un falangismo crítico. Laye en Barcelona y La Hora en Madrid son publicaciones generacionales que acogen la efervescencia juvenil y buscan nuevos horizontes culturales coloreados de desafección, todavía no confrontación clara, con la política y la cultura del Movimiento. La revista madrileña Acento Cultural, de azarosa y breve vida por las injerencias políticas que trataron de amordazarla, hacía propuestas favorables a la literatura, el arte o el pensamiento comprometidos y debatía y estaba a favor de un testimonio en los límites de la denuncia clara.
En el segundo lustro de los años cincuenta se fue ahormando la idea de que la literatura debía manifestar una nítida conciencia social y adquirir una dimensión utilitaria para sacar al país de la miseria provocada por la autarquía económica, además de inducir un cambio político e incluso ilusoriamente la derrota del Régimen. En el decenio anterior, ya se había producido en la poesía un movimiento rehumanizador («desarraigado», en la etiqueta de Dámaso Alonso) que alcanzó, en la revista Espadaña, niveles de alegato político. Se trataba de una reacción contra la poética oficial, contra la propaganda ideológica, la evasión y el formalismo garcilasista dominantes. Esa inclinación seguía uno de los impulsores de la publicación leonesa, el poeta Eugenio García de Nora, militante entonces del PCE, quien dio a luz en el temprano 1946 un revulsivo libro clandestino («obra de un poeta sin nombre», dice el colofón) que inauguró las ediciones de la proscrita FUE (Federación Universitaria Escolar), Pueblo cautivo, en una línea de testimonio y denuncia que abonarían otros poetas de su generación, la primera de posguerra, Gabriel Celaya, Blas de Otero o, en parte y en menor grado, José Hierro.
Sin mucho tardar, más allá de vagas apelaciones a lo social, la literatura crítica utilitaria y de denuncia tuvo formulaciones programáticas. En 1958, el militante comunista Alfonso Sastre presentó en Acento Cultural el subversivo manifiesto «Arte como construcción». El dramaturgo y activista asentaba que «lo social es una categoría superior a lo artístico». Aseguraba que «Preferiríamos vivir en un mundo justamente organizado y en el que no hubiera obras de arte, a vivir en otro injusto y florecido de excelentes obras artísticas». Y sostenía que «precisamente, la principal misión del arte, en el mundo injusto en que vivimos, consiste en transformarlo».
Al natural criticismo juvenil, se le sumaron pronto, además, influencias políticas o se vio impelido por la intervención del grupo político más activo y mejor organizado de la oposición, el PCE. El tenaz agitador Enrique Múgica había entrado en contacto con el Partido tras entablar relación con Gabriel Celaya en San Sebastián en 1952 y, estudiante de Derecho en la Central, maquinó una actividad literaria que juzgaba útil como caballo de Troya político. Poca documentación valiosa queda de aquel significativo episodio, pero podemos reconstruirlo a partir de los libros memorialísticos de algunos de sus personajes, los del propio Múgica y de Fernando Sánchez Dragó, a pesar de las imprecisiones de sus recuerdos. La convención literaria se denominó «Encuentros de la Poesía con la Universidad», se celebró en la primavera de 1954 en la Facultad de Derecho —no en el marco más lógico de Filosofía y Letras porque allí era donde estaba matriculado el futuro ministro socialista de Justicia—, contó con el apoyo del rector madrileño, Pedro Laín Entralgo, y se logró gracias a los buenos oficios de Dionisio Ridruejo, condimento de todas las salsas juveniles críticas o disidentes. Los Encuentros tuvieron dimensión política, pues, según las averiguaciones de Pablo Lizcano, su propósito era llevar a las aulas «distintos poetas de marcado carácter social, con el fin de que, tras una lectura de sus poemas, pudiera abrirse un coloquio» que habría de suscitar debates críticos y comprometedores. Enrique Tierno Galván dice en sus Cabos sueltos algo que debía de resultar subversivo; asegura —si bien su evocación de los rifirrafes universitarios de aquel momento contiene gruesos errores— que en los coloquios incluso se defendieron «paladinamente criterios democráticos».
El instigador de los Encuentros, Múgica, matiza en Itinerario hacia la libertad los objetivos señalados por Lizcano y precisa el claro «propósito» que guio la selección de participantes: «llevar a las aulas importantes poetas vinculados a la generación del 36 que habían estado en el lado de los vencedores, como Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, Luis Rosales, y a los hombres de la poesía social». Con ello perseguía «establecer un coloquio entre el poeta y el público a través del cual, pensábamos, como efectivamente sucedió, se expresarían actitudes críticas derivadamente políticas». Sin completo equilibrio, el plan se cumplió. Intervino el consagrado del 27 Gerardo Diego. La siguiente promoción tuvo una representación flexible. Poetas cómplices del Movimiento: Rosales, Vivanco y Panero. El ya políticamente distanciado del Régimen Ridruejo. El algo más cercano a la nueva estética testimonial José Hierro. Y el sí partidario de la denuncia Eugenio de Nora. La militancia en el compromiso de la nueva generación estuvo representada por Jesús López Pacheco, nombre luego emblemático tanto de la poesía como de la novela social.
La presencia de Múgica al frente de los «Encuentros» apunta una astuta intencionalidad de agitación al servicio de su militancia comunista de entonces. Múgica manipulaba las sesiones poéticas «sutilmente», según denuncia el intransigente semanario fascista El Español, para extender sus relaciones fuera y dentro del ámbito universitario y suponen ya un patente aprovechamiento de la literatura al servicio de una causa política. De ello era bien consciente el empecinado agitador guipuzcoano porque, como él mismo refiere en las citadas memorias, aquel foco, de escasa importancia en una situación normal, tenía, al estar organizado por primera vez al margen del SEU, «connotaciones de réplica y contestatarias muy fuertes». Por informaciones dispersas sabemos que, en las sesiones poéticas, también leyeron poemas o estuvieron presentes con los propósitos imaginables el poco más que adolescente Fernando Sánchez Dragó, infatigable revoltoso pero todavía no militante en el Partido, el futuro cineasta pecero Julio Diamante o el sociólogo y politólogo Ignacio Sotelo, más tarde en la órbita del PSOE. Y otros muchos anónimos. Así, los encuentros sirvieron para que se fuese ampliando el círculo de estudiantes disidentes. De los recuerdos de Múgica se desprende que a él la literatura no le interesaba nada. Todo era un subterfugio para la acción política.
Conviene que hagamos ahora un espacioso paréntesis para dar mínima cuenta de unos festejos literarios, tres Congresos de Poesía, encadenados en años sucesivos desde 1952 y reunidos en Segovia, Salamanca y Santiago de Compostela, que manifiestan con claridad las interferencias y dependencias de política y cultura. Bajo los congresos subyacía el propósito de propiciar el encuentro de poetas peninsulares de diversas lenguas para favorecer el diálogo y romper las barreras elevadas por el franquismo más intransigente. Esa intención se aprecia en la primera convocatoria, se tomó un descanso en la segunda y tomó cuerpo en la última. Tal meta, del particular interés de su inductor en la sombra, Dionisio Ridruejo, en especial la aproximación entre catalanes y españoles, rebasaba el marco estrictamente literario y se inscribía en un plan político a largo plazo de cauteloso corte dialogante. Un ensayista no sospechoso de querencias franquistas, Albert Manent, hijo de uno de los congresistas, Marià Manent, ha dado en Tres escritores catalanes una visión sobremanera positiva y fructífera de aquellos encuentros. La presencia de los poetas catalanes fue «el acontecimiento más importante de los Congresos», escribe. La conferencia de Carles Riba en Segovia, añade, «fue un clamor sincero y enérgico que replanteaba una cuestión encubierta y no resuelta». Riba, que «representaba su papel de gran conciencia catalana», descubrió a los castellanos la cultura milenaria de Cataluña, facilitó que se estableciera el diálogo, y de este «nació la admiración, la amistad y el trabajo en común». La conclusión de Albert Manent no puede ser más rotunda: tales Congresos fueron «el inicio de una acción de apertura —dentro de la posguerra cerrada y prácticamente monocolor— para que en la polémica, tan viva entonces, entre “compresivos y excluyentes” ganaran los primeros». La prensa, explica también, no dejó de señalar el color político de los actos.
La operación política tenía, sin embargo, un trasfondo vidrioso, pues no todo consistía en la franca apuesta aperturista apreciada por Manent con no poca exageración. O, en todo caso, estaba muy matizada y no ocultaba una acción menos altruista, la de lavar la cara del Régimen desde ciertas instancias del propio Movimiento. Como quiera valorarse, Joaquín Pérez Villanueva, director general de Enseñanza Universitaria, persona de confianza del ministro de Educación, Joaquín Ruiz Jiménez, puso en marcha el I Congreso de la Poesía. No se pierda de vista con qué trazos caracterizaba por esas fechas el vespertino de los sindicatos verticales, Pueblo (25/5/1952), a Pérez Villanueva al aplaudir a modo de balance la iniciativa segoviana: lo define como «un auténtico falangista» y la atribuye a que «él sabe, al igual que José Antonio, que son los poetas los que mueven el mundo».
La empresa mostró, desde su arranque, notable envergadura. Contó ya en esta ocasión con un cuadernillo anónimo que daba cuenta del programa y propuestas. Se acompañó de un catálogo, de una cincuentena de páginas, Medio siglo de publicaciones de poesía en España. Madrid-Segovia, 1952, pionero del interés por las revistas poéticas. Y la Delegación Nacional de Educación del Movimiento, a través de la dirección general que ostentaba Pérez Villanueva, dispuso un buen sostén económico, cuantioso a la vista de la larga nómina de participantes y de las abundantes y costosas actividades lúdicas, turísticas y gastronómicas que englobó.
La primera singladura del Congreso se celebró con gran parafernalia oficial dentro de los Cursos de Verano de Segovia, de los que Pérez Villanueva era asimismo director. Desempeñó la secretaría alguien cercano a él, el crítico de arte y poeta represaliado por los franquistas en la inmediata posguerra Rafael Santos Torroella. Papel fundamental tuvo, como se ha indicado, Dionisio Ridruejo, quien alentó la convocatoria —no sería temerario atribuirle su paternidad absoluta— y fue muy activo colaborador y participante.
El espíritu del primer Congreso de hacer convivir sensibilidades distintas estuvo siempre bajo control oficial y constituye, a pesar de ese propósito, una palmaria manifestación del nacional-catolicismo cultural: Iglesia y poder político del brazo. Claro quedó este extremo en los actos inaugurales. El encuentro lo abrió, la mañana del día 17, una misa en la iglesia de la Trinidad presidida por las autoridades y oficiada por Federico Sopeña, quien, en su plática, lo puso bajo la protección del Espíritu Santo. Los congresistas se dirigieron luego a la recepción en la Diputación Provincial, donde los acogió su presidente, que representaba al gobernador civil, ausente de la ciudad. En el desplazamiento de la iglesia a la Diputación, la comitiva hizo «un alto en la plaza de los Caídos, donde visitaron el monumento erigido a su memoria». En el acto protocolario, el anciano poeta Adriano del Valle, muy próximo a Falange, dio las gracias en nombre de los congresistas y acabó su parlamento «brindando por S. E. el Jefe del Estado, que con su obra de reconstrucción y de paz ha hecho posible esta reunión» de poetas cobijados por la bandera española. Como un dato significativo lo llevaba a titulares una de las informaciones de El Adelantado de Segovia (17/6/52): «Brindis en honor del jefe del Estado». Cariz más politizado no podía tener el encuentro.
Hubo una copiosa participación, medio centenar de invitados, con muchos nombres relevantes del momento. Aunque la lista resulte cansina, conviene detallarla porque indica la dimensión del empeño. Abarcaban la lírica de preguerra y la de la alta posguerra: Aleixandre, Adriano del Valle, José Luis Cano, Cela, José García Nieto, Ildefonso Manuel Gil, Leopoldo de Luis, José María Luelmo, Rafael Morales, Joaquín Romero Marube, Eugenio Montes, Alfonso Moreno, Luis Rosales, Ridruejo, José Suárez Carreño y Francisco Vighi. Junto con estos consagrados o veteranos, tuvo un hueco la joven generación que entonces tan solo despuntaba: José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones y Carlos Edmundo de Ory. Los catalanes aludidos fueron J. V. Foix, Manent y Riba. Asistieron los diplomáticos hispanoamericanos Eduardo Carranza y Eduardo Cote, ambos muy vinculados entonces con las letras españolas y frecuentadores de los colegios mayores madrileños donde en buena medida se fraguaba la contestación literaria. Figuraron en la lista varios foráneos: Aubert, Busuioceanu, Serpa, Vandercammen y Roy Campbell. Hablaron, en su condición ensayística, profesoral y crítica, los rectores Laín Entralgo y Tovar, Eugenio d’Ors y Ricardo Gullón. El músico Joaquín Rodrigo compartió una conferencia-concierto con el padre Sopeña.
La dimensión política señalada es lo verdaderamente importante del Congreso y lo que merece, en general, la mayor atención desde un punto de vista histórico. Pero debe resaltarse otro aspecto para los intereses de estas páginas. Me refiero a que la cuestión poética emergente y de moda se fijó como lema genérico del encuentro, «Validez general, y vigencia social del poeta en nuestro tiempo». Por si fuera poco, un subtema del programa se interesaba por la «Proyección del poeta en la vida social».
Sin embargo, a la vista de la separata anónima que dio cuenta del «convivio», no llegó a plantearse la pugna entre compromiso y creación. Ni se explayaron las interferencias entre política y literatura. Todo fue amable y descomprometido. Se eludieron las tensiones posibles entre participantes suficientemente diferentes en sus posiciones artísticas o ideológicas. Hubo un conato de conflicto. Se propuso enviar un mensaje de gratitud a Franco. Lo contrapesaría otro a Juan Ramón Jiménez, en su exilio puertorriqueño. Se resolvió salomónicamente: no se mandó ninguna misiva. Las diversas fuentes disponibles —dicho folleto, las crónicas de Eugenia Serrano, el amplio espacio dedicado en un par de números de Correo Literario y la puntual información del modestísimo El Adelantado de Segovia— indican que el Congreso anduvo por otros derroteros. Una vez más se aprovechó a Antonio Machado con una visita al domicilio donde vivió en tiempos, ahora proyectado como casa-museo por iniciativa del ubicuo Pérez Villanueva, donde se leyeron sus poemas «en homenaje emocionado». Hubo una vertiente mendicante del encuentro con diversas propuestas. Santos Torroella, Leopoldo de Luis y Cano instaron la creación de la «Casa de la Poesía». Fernando Quiñones imploró en su comunicación que las autoridades y centros oficiales echaran una mano económica a las revistas poéticas. Ildefonso Manuel Gil rogó con prosa administrativa nada lírica que en los pedidos trimestrales de las bibliotecas se incluyeran «obligatoriamente libros de poesía en proporción de un tanto por ciento (a determinar del pedido total) de cada biblioteca». Alfonso Moreno quería cátedras en los centros de enseñanza para la formación poética de la juventud.
El tema social estaba en programa, pero se olvidó por completo. Ni una sola referencia se hizo en las doce conclusiones. Muy lejos de esa inquietud andaría también —pues desconozco el texto— la intervención de Laín, nada menos que sobre «Acción sosegadora de la palabra poética». Y la única referencia concreta a lo social que he encontrado, en noticia de Eugenia Serrano, va en dirección bien alejada: Dionisio Ridruejo «definió al poeta socialmente como ser libre y creador». Que es lo mismo que no decir nada.
Al año siguiente, Pérez Villanueva llevó el II Congreso a un terreno que le resultaba familiar, a Salamanca, cuyo rectorado ocupaba Antonio Tovar, patrocinado del ministro Ruiz Jiménez y amigo cómplice de Ridruejo. De la importancia que se le concedió da cuenta el que se arropó con una Antología del II Congreso de Poesía, cuya estampación por las Publicaciones de la Diputación Provincial remarca su carácter oficialista. El generoso muestrario recoge cuarenta y siete presuntos participantes, aunque no todos estuvieron presentes en el encuentro. La selección abarca portavoces de todas la generaciones en activo, desde la del 27 y hasta la oleada más reciente. De aquella figuran Carmen Conde, Gerardo Diego o Antonio Oliver Belmás, junto al algo mayor José Antonio Muñoz Rojas. De la primera promoción de posguerra fueron seleccionados-invitados, entre otros, Ildefonso Manuel Gil —quien, elegido por sus colegas, ostentó un puesto en la presidencia del congreso—, Leopoldo de Luis, Rafael Morales, Blas de Otero, José María Valverde o Luis Felipe Vivanco. De los jóvenes, aparecen el activísimo falangista un tanto crítico Marcelo Arroita-Jaúregui, Caballero Bonald, Lorenzo Gomis o José Ángel Valente. En línea con el congreso anterior, andan representados los autores en lenguas periféricas Joan [sic] Perucho, Joan Teixidor o J. V. Foix, que cierra el librito. También figuran un puñado de extranjeros. De habla castellana, el colombiano Eduardo Cote Lemus. Y de países no hispanos, Roy Campbell, Charles D. Ley, Francis Ponge o Giuseppe Ungaretti.
A esta segunda convocatoria asistieron buena parte de los presentes en la anterior. Asistió el influyente Juan Ramón Masoliver, crítico de La Vanguardia Española y editor. Ungaretti se convirtió en la figura estelar de aquellas jornadas, según las crónicas. El congreso repitió la parafernalia oficialista de la ocasión precedente. Azorín mandó para la apertura un mensaje melifluo, de exacerbado intimismo y todo lo alejado posible de la inmediatez vital que reclamaba la nueva literatura del momento. «No seremos poetas si no nos recogemos en nosotros. ¿Cuál será el anhelo del poeta? Cada poeta tiene su anhelo; cada época tiene su fórmula. Aspiremos todos a la paz, la paz con los demás y la paz —la más ardua— con nosotros mismos. ¡Levantemos los corazones!», escribió.
El congreso conectó en realidad con la evasiva actitud de Azorín. Sería una casualidad, pero el planteamiento salmantino se formuló con criterio diferente al segoviano y se distanció de este. Subrayaba el puntual cronista anónimo de Correo Literario (77, 1/8/53) que los objetivos del encuentro segoviano se habían visto colmados: «dio sus mejores frutos en la incorporación definitiva a la poesía española de la poesía catalana». De modo que se imponía un cambio de rumbo. Ahora se buscaría poner el foco en lo «humano, en lo cordial», «un punto de comprensión por encima de escuelas o de tendencias». En realidad, más que eso ocurrió otra cosa, que el congreso salmantino terminó por ser un encuentro con trazas académicas y profesorales. No hubo en esta ocasión un temario y se desarrollaron ponencias, conferencias y mesas redondas dentro de las costumbres universitarias: se analizó la obra de Unamuno (en cuya tumba Ridruejo depositó un ramo de flores «en nombre de los poetas españoles»), diferentes comunicantes expusieron sendos panoramas de la poesía contemporánea catalana, mexicana e italiana, se abordó la lírica de fray Luis… En fin, no hubo lugar para tratar la cuestión señera del momento. El tema por antonomasia, lo social, quedó en el aire.
El III Congreso se desplazó en el verano siguiente a Santiago de Compostela. Los ritos fueron iguales a los vistos en las dos ocasiones anteriores, y la participación, muy nutrida, con más de setenta invitados, semejante en nombres, y con la ya tradicional presencia significativa de catalanes: Carles Riba, Clementina Arderiu, Maurici Serrahima, Joan Perucho, Antonio Comas. Se cumplía de este modo holgadamente la desiderata política que había impulsado los Congresos. En cambio, disminuyó la nómina juvenil, casi reducida al heterodoxo Carlos Edmundo de Ory.
El planteamiento general del capítulo gallego del congreso recuerda mucho, y la cercanía de las fechas afianza el nexo, al de los Encuentros universitarios en la Central: confrontar en público a escritores del ámbito oficial con disidentes políticos. La continuidad de Dionisio Ridruejo con un papel eminente en la reunión compostelana avala esa relación genérica entre ambas actividades. El enfrentamiento se visualizó en Santiago. En la ácida crónica de la reunión que el valenciano Joan Fuster hizo en sus Diari refiere la denuncia de Celaya contra el ausente Panero por su todavía cercano Canto personal, lo cual motivó un serio enfado de Luis Rosales.
Aparte de esta vertiente más político-ideológica, a los efectos de nuestro relato hay que subrayar que la reciente preocupación por el testimonio sí se recuperó y se dejó notar en la ciudad gallega: justo uno de los apartados temáticos se dedicó a lo social. Sabemos que Fuster estuvo en contra de la poesía social y que en su ayuda acudió Xosé Filgueira Valverde (entre los detractores del Régimen estuvo el republicano represaliado Julián Andúgar, pero no conocemos qué actitud adoptó, si bien cabe imaginarla). Lo significativo, para nuestro propósito, son un par de aspectos de esta tercera y última convocatoria de los congresos. Por una parte, lo social, ya presente en Segovia, había alcanzado notoriedad y enjundia suficientes como para inducir una deliberación específica. Por otra, la literatura figuraba en el argumentario del enfrentamiento político, se utilizaba para finalidades espurias. Ello en unas fechas que indican un madrugador florecimiento de la idea del compromiso.
Volvamos a las veladas literarias de Derecho. Rápido dejaron testimonio escrito, en el mismo 1954, en un sencillo y pulcro librito ilustrado, Presencia poética universitaria, un muestrario generacional que recogió unos pocos poemas de trece estudiantes y de un ayudante de Cátedra nacidos entre 1927 (el profesor) y 1936. Los alumnos cursaban desde el primer al quinto curso de la carrera. Algunos contaban con alguna mínima publicación previa en revistas o libro, pero en su mayor parte se trataba de aspirantes inéditos. Casi ninguno logró recorrido posterior reseñable. Nada más hizo carrera el activista, poeta y cineasta Julián Marcos. También la hizo Sánchez Dragó, pero no entró en la antología porque solo fue capaz de presentar un poema y se requerían varios.
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Autor: Santos Sanz Villanueva. Título: Acoso y derribo. Subtítulo: Pensamiento literario y disidencia política en la posguerra española. Editorial: Punto de Vista Editores. Venta: Todostuslibros.
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