Ignacio Camacho conoce el periodismo como nadie y con infinitas aristas, desde escribir un breve hasta pilotar un periódico centenario. Ha sido reportero, cronista social, mando intermedio en diarios, director de ABC, y sobre todo es columnista, uno de los más brillantes articulistas españoles de las tres últimas décadas. Pronto cumplirá 45 años de oficio.
Su artículo «Una raya en el agua», cuyo nombre mantiene desde la década de los ochenta en Diario 16 y continuó en El Mundo, donde fundó en 1996 y junto a Francisco Rosell la edición andaluza, cabecera ya por desgracia desaparecida, es referencia absoluta para todo lector que quiera en un artículo información, exquisitas formas y cuidado lenguaje. Y jamás un punto de vista plegado al argumentario o a lo fácil, lo evidente.
Ignacio Camacho apura un café en el Círculo de Labradores de la calle Juan Sebastián Elcano de Sevilla. Vive una mañana optimista de primavera de aroma a verso limpio de Cernuda. En la bulliciosa cafetería se agrupan jubilados que leen en papel, teletrabajadores que fijan la vista en su portátil, señoras que vienen del gimnasio y estudiantes universitarios que preparan exámenes. El periodista divisa la Torre del Oro, la Giralda y el Palacio de San Telmo de la “Ciudad inevitable”, un sintagma que utilizó como título de sección y que acuñó Manuel Vázquez Montalbán.
El periodista, nacido en Marchena (Sevilla, 1957), y que ha ganado prestigiosos premios de periodismo como el triplete de oro formado por el González Ruano, Julio Camba o Mariano de Cavia, acaba de publicar Retratos para la eternidad (Reino de Cordelia). El libro es una antología de sus mejores obituarios periodísticos publicados en ABC que vienen acompañados del prólogo apasionado de José Luis Garci.
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—Uno de los obituarios que tienen más fuerza es el de Umberto Eco. ¿Le conociste?
—Cuando era subdirector de Cultura de El Mundo estuve en su casa, con motivo de un viaje de prensa por la publicación de un libro suyo. Y vi su biblioteca, que no sé si era la misma que luego se hizo famosa en un vídeo viral.
—El obituario del intelectual italiano —Ecos, del 21 de febrero de 2016— conserva una serie de sentencias sobre lo que tú consideras que debe ser la cultura y la evolución de la memoria que creo que es una declaración de intenciones absoluta del mundo que te interesa más.
—Para mí era el sabio moderno total.
—Escribiste esto: “La sintaxis lineal del pensamiento exprés ha derrotado a las oraciones subordinadas y esa anorexia conceptual convierte el ejercicio de reflexión en un desafío de resistencia que suele recibir el estigma despectivo del anacronismo. La demagogia ya no es una técnica sino una mentalidad”.
—Sí, es exactamente lo que pienso. En el periodismo hoy en día también está pasando eso. Eco luego dijo que internet igualaba a los tontos y a los sabios. Creo que la vida y la obra, sobre todo de Umberto Eco y de muchos otros, es un esfuerzo contra la banalidad.
—Otro ejemplo es Milan Kundera.
—Es otra figura a contracorriente de la banalidad posmoderna. En el caso de Kundera, con una carga satírica muy interesante y muy divertida.
—¿Quién era realmente Umberto Eco?
—Un renacentista moderno. Le han acusado a veces de tener un poco de impostura intelectual, pero era científico, semiótico, escritor… y un literato que además es capaz de tomarle el pelo a la sociedad para crear un libro con la técnica de bestseller y llenarlo de trampas cultas y eruditas que a su vez son otra provocación. Hay otras cosas no le salieron tan bien como el resto de las novelas, aunque a mí me gustó mucho El cementerio de Praga. Y tiene una obra que para mi generación es un fetiche como es Apocalípticos e integrados. Este debate de la tecnología, las redes sociales, incluso hasta el del cambio climático y sobre el avance del progreso sigue abierto, pero reconozco que respecto al mundo digital soy más apocalíptico que integrado. También fue el propio Eco quien, como todo el mundo, abrazó al principio la enorme potencialidad del universo digital hasta que se dio cuenta de la deriva trivial del salto tecnológico. Le pasó algo similar a Alfred Nobel con la dinamita.
—Necrológica, obituario o incluso in memoriam.
—Son taxonomías académicas. Creo que todos son artículos. Seducen porque te permiten hablar de personajes que en general tienen que seguir haciendo ruido. Hay dos tipos básicos de necrológica: el obituario informativo, que es el que hace un resumen noticioso de la vida del difunto y su proyección en la comunidad. Es el de las grandes secciones de los periódicos anglosajones. Y luego está el obituario valorativo, que es un artículo de opinión, y que es el que compone este libro. Es un artículo de opinión publicado en la página de opinión, no publicado en la página de la noticia de los fallecimientos. Y, por tanto, de libre elección.
—Hay obituarios inevitables.
—Es obligado escribir si se han muerto Isabel II, el Papa Juan Pablo II, o Fidel Castro. Pero luego hay otros que he recogido aquí porque les quiero rendir un homenaje y un mensaje que ofrecer. A veces es un retrato de un personaje, a veces le han dado un gran galardón, otras es protagonista. Y escribes una especie de semblanza y piensas que te ha salido una necrológica anticipada. El obituario es un retrato que el periodismo cuelga en la pared de la historia, con el carácter efímero que tiene el periodismo, pero es el artículo que tiene más permanencia, o menos caducidad, por así decirlo.
—¿Siempre tenías interés en publicarlo?
—Alguna vez me han preguntado que por qué no me animaba a publicar una colección de artículos. Los que publico son muy perecederos, muy inmediatos y el análisis político lleva un sesgo ideológico importante. Hay un nicho de lectores que seguramente no se cansan nunca de que te metas con Sánchez, pero no me parece que eso sea objeto para un libro. En Retratos para la eternidad sí hay una galería de personajes.
—¿Era el título que habías pensado desde el principio?
—No, se iba a llamar Oficio de Difuntos. Me gustaba ese título, pero luego me di cuenta que ese título ya lo tenía registrado en la memoria: así se llama una novela de Arturo Uslar. Pero bueno, eso era igual, creo que se hubiera podido titular de la misma forma. Quizá lo de la eternidad es muy pretencioso, pero es la fracción de eternidad a la que puede aspirar un periódico.
—En los homenajes a Manuel Alcántara en vida, con motivo de sus cumpleaños en Málaga organizados por Teodoro León Gross para la Fundación que lleva el nombre del Maestro, él mismo decía que tenía el privilegio de haber leído sus propias necrológicas.
—En el fondo es lo que pasaba porque cuando tú estás escribiendo un perfil biográfico a una persona que tiene ochenta y tantos años. De alguna manera estás anticipando el obituario.
—En estos artículos no solo hay personajes conocidos por el gran público, sino otros para mí muy personales como el de Julio Manuel de la Rosa, quizá el más personal que tienes.
—Es el único personal, sí. También el de mi madre —se titula Memoria y se publicó el 5 de mayo de 2009—.
—O el de Carlos Cano, con el que estabas muy unido.
—El de Carlos Cano no me salió demasiado bien porque me agarrotaba mucho. De eso hace 24 años y uno va madurando en el estilo. Pero sobre todo porque me costaba distanciarme de la persona.
—¿En algún momento sentiste responsabilidad ante un artículo?
—La responsabilidad de un obituario de una figura importante o alguien con el que haya tenido una relación personal la he sentido y siento como con cualquier artículo. Uno se lo tiene que tomar muy en serio. Eso lo aprendí de Umbral: hay que vaciarse en cada artículo, como si fuera el último que vas a escribir. Siempre. El periodismo vale lo que vale tu último artículo. Y por tanto tienes que pensar que si te da de repente un infarto, te atropella un coche, la última imagen que va a quedar de ti para tus lectores es el último artículo. Y no les puedes decepcionar. Por lo menos que tenga dignidad.
—¿Siempre hay que tratar bien a los muertos?
—Soy partidario de ser piadoso. Incluso con los que no te gustan, con los que en vida no se merecieron un juicio crítico. A lo mejor tienes que decir alguna cosa que sabes que no va a gustar a su deudor, pero que es inevitable como cuando murió Fidel Castro, con él no tienes esa dimensión de proximidad. La oración fúnebre siempre tiene que resaltar un poco las virtudes del difunto, pero somos periodistas. Y aunque el resumen de su trayectoria vaya en otra parte, no escrito por un especialista que hace un perfil, en la valoración del obituario tú no puedes hablar de Santiago Carrillo y quedarte solo en su magnífico papel, en la Transición. Tienes que mencionar Paracuellos y viceversa. Sería sesgado decir «Se muere el verdugo de Paracuellos». No, se muere el tipo que facilitó la Transición en España de una manera crucial, con más importancia incluso que el Partido Socialista.
—¿Hay algún obituario con más claroscuros?
—Recuerdo, por ejemplo, que a Carmen Cervera, la baronesa Thyssen, no le gustó un pelo que yo contase que el barón bebía. Lo conté con cierto tono de humor, pero es que es evidente. No puedes soslayar esto.
—Me acuerdo que a mitad de los años noventa arrancaste una charla sobre el articulismo a estudiantes de Periodismo de la Universidad de Málaga diciendo: “Soy un umbralito”.
—De eso no me acuerdo. Desde el último cuarto del siglo XX, todos los columnistas españoles somos hijos putativos de Umbral. Todos. Incluso para negarlo, incluso para denostarlo, para combatirlo. Pero el canon del articulismo español contemporáneo lo fija Umbral. Porque antes no había un canon. Durante el franquismo estaban Ruano, Alcántara, Pemán, Camba y Campmany. Cada uno un poco de su padre y de su madre. Todos los articulistas de hoy han empezado queriendo ser umbralitos. Y hay Umbral por todas partes. Ahora que hay una cierta burbuja de articulismo a través de la proliferación de medios digitales, notas que hay una enorme influencia involuntaria de Umbral. Más los que tienen una influencia voluntaria que son casi epígonos.
—Con articulistas que ni siquiera han leído a Umbral.
—Así es. La irrupción de Umbral en el articulismo español para mí es al menos tan potente como la de Ruano. Es avasalladora.
—Umbral no solo crea escuela con el articulismo, sino también en sus crónicas y las negritas.
—Sí, sí. Todo, todo. Crea diversos géneros. A Umbral no se le puede imitar. Incluso, además, yo creo que Umbral tenía muchos defectos. Pero es su impronta general. La forma de hacer columnismo y las negritas, claro, que tomó de lo que hacía el articulista Alfonso Sánchez, primero en Informaciones y luego en ABC. Hacía columnismo de sociedad y de política. Que era, por cierto, de lo que menos entendía. Y los políticos se ponían nerviosos con una negrita. Era un tiempo en que una columna en El País o en El Mundo tenía una gran influencia y que ahora carecen.
—¿En qué momento «mataste» a Umbral?
—No hay un día que tú dices «lo voy a hacer». Es una tendencia que va evolucionando.
—¿Cómo valoras la figura de Manuel Alcántara?
—Alcántara es un periodista que suscitó, sobre todo en la etapa final, una devoción general en toda la profesión. Íbamos a Málaga a rendirle homenaje en peregrinación, como si fuera un santuario, a tocar al santo. Era como el gurú de nuestra secta. Pero nadie escribe como Alcántara, ni quiere escribir como Alcántara. Es decir, no deja un canon, la gente joven no sigue el canon de Alcántara, que lo tiene, un canon muy ruanista. Sin embargo, es Umbral quien reinventa el género.
—Incluso Alcántara podría ser más imitable que Umbral.
—No, no lo sé. Podría ser. Recuerdo una cosa muy curiosa. En el año 2001, El País le encargó a Sergi Pàmies una serie de verano que consistía en escribir un artículo a la manera de diversos articulistas como Manuel Vicent, Carmen Rigalt o Francisco Umbral, que entonces estaba vivo. A Vicent, por ejemplo, era relativamente fácil captarle los estilemas. Pero el que funciona menos es el de Umbral —«Madrid me pone», del 19 de agosto de 2001—.
—¿Por qué?
—Porque el truco, la construcción interior, no es imitable, aunque se intente. Puedes cogerle la voz, la semántica, puedes cogerle los “iba yo a comprar el pan, no sé qué, tal y cual”, pero eso no es Umbral. Su magia estaba en las tripas, en la arquitectura de los artículos, que además le salían como churros, porque era un letraherido y tenía una gran pasión por escribir.
—Quieres seguir hablando de Alcántara.
—En concreto hay que reconocerle a Teodoro León Gross el impulso que le dio a la Fundación que lleva el nombre del Maestro. Si no, hubiese sido imposible y Alcántara se hubiese quedado en una figura cada vez más residual y localista, sin proyección nacional. Teo fue quien rescató la figura de Manuel Alcántara para el periodismo moderno y joven. Fue tarea de la Fundación y de la Facultad de Ciencias de la Comunicación —Universidad de Málaga—.
—¿Intentaste fichar a Alcántara cuando dirigiste ABC?
—Nos teníamos mutuo respeto y sobre todo mucho afecto. Le hice la oferta, le sonó bien y quedó en contestarme. Esto me costó, no me importa contarlo, ciertos problemas internos con el resto de Vocento. José Antonio Frías, entonces director del diario Sur —falleció en 2018— creyó que se lo quería quitar. Mi oferta no era para el articulismo diario, sino para escribir en la Tercera de ABC o una columna semanal. Yo no quería hacerle la competencia a mi propio grupo, como es lógico. Esto lo tuvo que negociar previamente el entonces el consejero delegado, José Bergareche, hasta que obtuve el visto bueno de la presidenta Catalina Luca de Tena. Pero enferma Paula Sacristán, la mujer de Alcántara, y entonces no se siente con fuerzas o con ganas de añadir el trabajo. La enfermedad de Paula le exigía cuidar de ella. Declinó, y ya está. Yo creo que Alcántara tenía que haber fallecido escribiendo en Madrid.
—¿Te acuerdas del primer obituario que publicaste?
—No sé si fue en El Correo de Andalucía o en Diario 16 Andalucía. Seguramente fue en Diario 16.
—¿Por qué no aparecen en esta antología los de Diario 16 o El Mundo?
—Solo figuran los de ABC por comodidad, porque están digitalizados y son accesibles a la hora de localizarlos. También porque había que poner una fecha de corte y el 2000 era una fecha redonda. Con los cambios de ordenador se te van perdiendo los artículos y además porque cuando yo estaba en la redacción no los guardaba.
—¿Te hubiera gustado rescatar alguno de El Mundo?
—Alguno sí me hubiera gustado rescatar, como el de Mitterrand. Es un personaje que políticamente a mí me resulta muy fascinante, también lleno de claroscuros, desde luego que sí. Es poliédrico y lleva la obsesión del poder en estado puro y además hay una biografía extraordinaria de Franz-Olivier Giesbert que lo retrata de una manera poderosísima.
—¿Ves importante que el libro refleje un cierto equilibrio entre políticos, periodistas y escritores?
—Desde el principio pensé en que el libro no tuviera un orden cronológico. Es un poco un capricho porque no quería mezclar así abruptamente la muerte de un boxeador con la de un político o de una actriz de cine de entonces. En el cuarto capítulo, «Las hojas muertas» hay una carga personal mayor porque casi todos son personas que yo he tratado. Algunos son muy queridos y en casi todos hay una cierta deuda personal pues son maestros o gente de la que yo he aprendido y con la que he trabajado. Es un homenaje a Jesús Hermida, Jesús Quintero (El Loco de la Colina) o David Gistau, por supuesto. Pepe Oneto, Alcántara, como ya he dicho, o Santiago Castelo.
—Castelo fue un periodista fundamental durante décadas en ABC, pero no tuvo gran proyección mediática y sí fue una estrella interna del periódico.
—Me ayudó mucho en mi etapa de director. Teníamos una relación casi fraternal, era como el confesor de la redacción y un grandísimo poeta.
—Hay más, como María Teresa Campos.
—Con ella hice mi debut en las tertulias en la televisión. Y Hermida, claro, que es un tipo al que yo le profeso un cariño y una admiración; y un tipo muy grande como Pepe Domingo Castaño, que creó un género de publicidad radiofónica… con lo difícil que es.
—Y David Gistau…
—El primero que está obviamente es Gistau, que enlaza con Umbral. Con Gistau se ha producido un fenómeno parecido al de Umbral: suscita una unanimidad e incluso tiene ya una cierta escuela de epígonos y a su vez Gistau viene de Umbral claramente. Además, eran amigos y tal aunque Umbral siempre me dijo que el que él veía más parecido a él era Ángel Antonio Herrera. Ángel Antonio es muy umbraliano, él lo sabe, y yo se lo he contado pero da igual porque estaba muy cerca de Umbral y supongo que Umbral también se lo diría.
—A Ángel Antonio Herrera le puede faltar el interés por la actualidad política.
—Correcto. Le puede el poeta que lleva dentro. Suena a Umbral como en una especie de homenaje perpetuo, muy depurado en su propio estilo.
—Al final si quieres ser un columnista de referencia en España tienes o no te queda más remedio que escribir de política.
—Es inevitable: la temperatura de los periódicos es la política. Yo ya no creo en el periodismo literario puro. Hay que hacerlo de vez en cuando, pero yo creo que es un género que no es que esté en declive, pero que el periodismo digital sí está arrinconando. La gente no entra en internet para leer una hermosa glosa sobre los remeros del Guadalquivir que van pasando por ahí abajo —en efecto, en ese momento estaban pasando— y tú haces una metáfora y tal. No. Ahora hay gente que desgraciadamente quiere mensajes directos y a ser posible muy calientes.
—¿Es una pérdida para el periodismo?
—Sin duda. Me reitero en que la temperatura de los periódicos la dan en los periódicos de información general la información política y no la cultural, ni la de ciencia, ni siquiera la información internacional. El columnismo contemporáneo es político y además, yo tengo la teoría, no sé si cierta o no, de que el columnismo literario surge en España durante una etapa en que no te dejaban hablar de política.
—Tampoco crees en el columnista de batín.
—No, ese es el señor que se sienta en su casa, ve la televisión, oye la radio y se pone a escribir, eso es igual que un tuitero pero con folio y medio. Un artículo de opinión no tiene que tener solo opinión, sino información y análisis. ¿Por qué? Todo lo que se publica en un medio tiene que estar anclado en la realidad. Nosotros lo podemos interpretar de la manera que queramos pero el anclaje epistémico es esencial.
—¿Y esta eclosión de los columnistas politólogos?
—Es otra burbuja. Los que son politólogos se equivocan incluso más que los periodistas: todos nos equivocamos.
—Volvamos a tus obituarios. Y en concreto al de Julio Manuel de la Rosa, alguien a quien debes tu carrera periodística o al menos el arranque.
—En toda vida hay un momento, en materia sentimental, profesional o en cualquier otro aspecto, en el que tienes una encrucijada. Esa encrucijada, según el camino que tomes te lleva por un camino o por otro. Cuando acabé Filología Hispánica y estaba en la mitad de la carrera de Periodismo, me estaba preparando oposiciones para profesor de instituto. Los exámenes eran en julio y Julio de la Rosa llegó en junio para preguntarme si me interesaban unas prácticas en El Correo de Andalucía. Si hacía esas prácticas no me presentaba a las oposiciones.
—Querías ser periodista, pero ¿tenías claro qué tipo de periodista querías ser?
—A mí siempre me ha gustado el articulismo.
—En el obituario que publicas en Retratos para la eternidad de Manu Leguineche dices que soñabas también con ser reportero de guerra. ¿O eso fue una moda pasajera?
—Todo estudiante de Periodismo sueña al principio con ser reportero de guerra, cubrir la caída del Muro de Berlín y montarse en globo como Miguel de la Quadra-Salcedo. La vocación del periodismo surge por la ansiedad por estar en los sitios, por cubrir las cosas en primera línea. Y esto cada vez se produce menos porque ya no te dejan llegar a primera línea en ningún sitio, pero no en la guerra sino en la toma de posesión de un concejal te ponen una batería de tíos delante. Han hecho mucho daño los jefes de prensa y la proliferación de medios: es que hoy hasta los futbolistas juveniles tienen agentes de prensa, ¡demonios!
—Sí, sí, eso es una cosa de locos.
—He viajado en el avión con un equipo de fútbol. Te sentabas allí y los futbolistas te contaban cosas y no sé qué… ahora tienen un aparato de comunicación, pero, de verdad, hasta jugadores juveniles tienen un agente de prensa porque hay una enorme burbuja. Eso hay que controlarlo de alguna manera. La batería de protección es tremenda y a veces el acontecimiento se ve mejor por televisión que in situ y, por desgracia, los corresponsales de guerra se siguen jugando el tipo porque en la guerra nadie conoce a nadie, pero ya es muy difícil acercarte al frente. El corresponsal de guerra se sigue jugando literalmente el tipo. Las fotos de Robert Capa se tienen que hacer empotrado en un bando.
—Volvamos a El Correo de Andalucía. Recalas en Nueva Andalucía, que era el vespertino de El Correo. ¿Ya empezaste ahí a hacer articulismo?
—Si tenías un cierto empuje, te daban mucha cancha. No me acuerdo cuál fue la primera. Supongo que sería un recuadro de política local o algo así.
—¿Desde el principio nombraste a tu columna «Una raya en el agua»?
—Sí. Me gustó el nombre por la condición efímera del artículo. En el agua tú tiras rayas y se cierran al segundo. Me pareció que era una metáfora. A lo mejor es un poco cursi, pero fue quedando.
—¿Qué es lo imprescindible para un columnista?
—La columna es talento. También es regularidad en el tiempo y en el espacio. Cuando me refiero al espacio estoy pensando en el espacio de papel. Porque yo todavía pienso en el periodismo de papel, pero también es el espacio digital, una localización, un lugar fijo. Mira, si coges a un periodista de talento mediano, publica con regularidad y en el mismo sitio para que la gente lo identifique y el tipo no es demasiado torpe acaba cuajando… por lo menos cuajando como un cronista decente. Si coges a un periodista con gran talento y lo dispersas y cambias todos los días de sitio… si su columna un día sale el lunes y otro día el viernes, un día se publica en Nacional y otra en Opinión. Si haces eso, desconciertas a los lectores, acabas con él y no crea ni una marca ni público. El título de columna que más me ha gustado siempre es uno que tenía Juan María Rodríguez: «La espuma de los días», que así se llamaba la novela de Boris Vian.
—Quizá hay muchos lectores que desconozcan que fuiste un grandísimo cronista y reportero aparte de entrevistador. “En mi época de reportero frívolo” es una expresión muy tuya de tu etapa en Marbella.
—Fue un encargo de Pedro J. Ramírez en Diario 16, cuando Carmen Rigalt dejó el diario para fichar por la revista Tiempo. A mí siempre me había gustado mucho desde joven leer a Oriana Fallaci y las crónicas frívolas de Tom Wolfe. Vi que ahí había una posibilidad de hacer un correlato similar de esto en la Costa del Sol. Al final fueron un par de veranos, luego ya llegó Jesús Gil a la Alcaldía de Marbella y aquello ya entró en otra dinámica más política. Ya en El Mundo volví unos veranos a hacer una mezcla de política y de frivolidad. Con Gil había estallado todo el escándalo de corrupción y algo tuvimos que ver en El Mundo con las denuncias periodísticas de José Carlos Villanueva y un servidor. En ABC también escribí crónicas de las regatas del rey en Mallorca.
—¿Cómo era la Marbella de finales de los ochenta?
—Estaban los Albertos —Cortina y Alcocer—, Mario Conde, Miguel Boyer e Isabel Preysler. Veraneaba Steffi Graf y Adnan Khashoggi todavía daba las fiestas aquellas enormes en La Baraka. También se dejaba ver Jaime de Mora y Aragón. Todo eso lo arrasa Gil con su invasión hortera.
—En El Mundo publicaste una serie que se llamaba Marbella Vice. Fueron varias entregas en V, el suplemento de verano.
—No me acuerdo si el título se lo puse yo o fue en Madrid, pero sí sé que Gil se cabreó mucho, mucho con aquello de Marbella Vice.
—En mayo Movistar estrenó la serie Marbella, la gran sucursal de las mafias internacionales, la ONU del crimen organizado como relató Nacho Carretero. Marbella es una ciudad muy querida por ti. ¿Cómo ves su situación actual?
—Quizá Marbella se vende mal. Creo que en Montecarlo hay tanta mafia como en Marbella. Y en la Costa Azul no hablemos, o en Miami. Es verdad que ha habido una gran permisividad con la penetración de las mafias desde los años ochenta. Primero fueron los marselleses. Después vinieron los rusos y curiosamente los que menos jaleo formaron fueron los árabes, que eran muy ricos no tenían que robar a nadie, ni nada que esconder, ni dinero que blanquear: venían con el petrodólar ya de casa.
—Has dirigido grandes equipos de redacción y has sido director, pero supongo que esas no eran tus vocaciones.
—No, no era una vocación muy clara. En el periodismo no hay cosas menores y tienes que hacer de todo. Te gusta o no te gusta hacer gacetillas de espectáculos o la cartelera de los cines. A lo mejor te mandan a cubrir un partido de tercera el día de la final de la Champions pero te lo tienes que tomar como si fuera la final de la Copa de Europa. Nadie entra en un periódico sabiendo cómo funciona; lo vas aprendiendo. Diario 16 era una escuela magnífica y, además, muy rápida. Como la estructura de Andalucía no era especialmente numerosa, hacíamos todos de todo entonces. La plantilla que impulsamos en El Mundo de Andalucía, liderada en la dirección por Francisco Rosell, quizá sea de lo que yo me sienta más orgulloso en mi carrera. Creamos un equipo desde cero. Teníamos una afinidad muy grande. Se trabajaba bajo mucha presión pero era extremadamente brillante: con Rafael Porras, Javier Caraballo, Javier Rubio o Teresa López Pavón. Fue distinto cuando me nombraron director de ABC: el equipo estaba hecho y apenas pude hacer algún retoque. Hice movimientos internos, pero no una cosa exagerada.
—Al margen de un año como subdirector de El Mundo en la redacción central en 1991 y parte de 1992 (justo hasta el arranque de la Expo’92 cuando regresaste a Diario 16 Andalucía), en El Mundo de Andalucía estuviste desde sus inicios en septiembre de 1996 hasta noviembre de 2000. ¿Pensabas que tu carrera se iba a desarrollar en Andalucía o tenías la tentación de Madrid?
—Los que llegamos a El Mundo de Andalucía veníamos de una quiebra muy dolorosa de Diario 16 Andalucía. Crecimos muy rápido y estábamos bien. Lo que pasa es que hay momentos, como en los matrimonios, en que se queman las relaciones. El burnout se puede producir de una manera más lenta y bien de forma muy rápida. Nuestra estructura era muy pequeña y nuestro esfuerzo muy grande. Al final la percepción en Madrid no se correspondía con el trabajo que hacíamos.
—¿Siempre has dirigido tu carrera profesional?
—Sí, he tenido esa suerte excepto en el paso de la dirección de ABC que no estaba previsto y me lo ofrecieron. Al principio dije que no. Después lo calibras y dices que no puedes decir que no y que te vas a arrepentir toda tu vida. Dije que sí, me arrepentí de decir que sí y después ya me «desarrepentí».
—Antes de asumir la dirección de ABC, en el 2000 te dan la posibilidad de escribir columnas en ABC de Sevilla y también en la edición nacional que te dan proyección para toda España. Supongo que no querías quedarte solo como un columnista andaluz.
—A partir de una oferta anterior a ABC ya escribía regularmente en El Mundo en Madrid. Pedro J. Ramírez miraba Andalucía un poco como si fuera un patio trasero. Yo ya quería hacer otra cosa. Levanté la mano, encendí la luz y verde y hablé con ABC. Al principio la oferta era para ser un ejecutivo en la redacción de Sevilla. Renuncié pensando que esa etapa ya había acabado para mí. Fui un ingenuo porque luego me tocó dirigir ABC. Solo quería dedicarme a escribir.
—Supongo que también tendrías en cuenta la trayectoria histórica de ABC.
—Asumo la historia de ABC y sus contradicciones, que no son pequeñas. Saber que al frente de ABC de Sevilla estaba Álvaro Ybarra me producía confianza. El ABC contra el que yo había combatido profesionalmente, contra el que había rivalizado, no iba a ser el mismo con Ybarra al frente. Un poco más de la mitad de mi carrera me la he pasado en ABC y la otra mitad anterior dándole patadas, pisotones informativos.
—¿Quién te plantea dirigir ABC?
—José Antonio Zarzalejos era el director. Me cogió por un pasillo y me lo comentó. Le dije que si estaba de broma. “Te lo digo totalmente en serio, que soy vasco”, contestó. En principio le dije que no, luego que tendría que pensarlo. A la tercera llamada dije que sí. Hace tanto tiempo que me parece que le pasó a otro.
—Duraste 15 meses en el cargo. Más que los directores de El Mundo Casimiro García-Abadillo, David Jiménez y Pedro García Cuartango.
—Sí, sí. Tenía el récord de brevedad, pero en El Mundo me lo han batido inmediatamente. Es verdad que ahora los directores se queman muy rápido. Aquella fue una mala época, no había sintonías, y había ahí un choque de culturas.
—¿De qué te sientes más orgulloso de tu etapa de director de ABC?
—De haber potenciado El Cultural. Llegamos a publicar 60 y tantas páginas bajo la dirección de Fernando Rodríguez Lafuente. Quise recuperar de la tradición cultural de ABC y de haber promocionado a algunas personas que luego han resultado muy valiosas como Alberto Aguirre de Cárcer, actual director de La Verdad de Murcia, como Alberto Pérez Giménez —actual subdirector de Nacional de El Confidencial— o Mayte Alcaraz.
—¿No quieres seguir hablando de tu etapa en la dirección de ABC?
—No, fue muy breve. Digamos que no la disfruté.
—¿Fue una liberación tu despido de director ABC o lamentaste no desarrollar lo que querías?
—Me hubiera gustado estar un poco más de tiempo, pero da igual, oye. La cosa ocurre cuando ocurre y me plantearon seguir como columnista. Yo dije que sí si me lo pedía José Antonio Zarzalejos —antecesor y sucesor en el cargo—. Le pedí que fuera sincero, lo fue, y me quedé en ABC. Podría haberme buscado la vida en otro lugar y haber cobrado la indemnización. Yo me dedico a esto para trabajar, o sea, escribo porque me pagan. Que no te quepa la menor duda que si no me pagaran no escribiría o escribiría muy de vez en cuando.
—Tras dejar la dirección relanzas tu carrera y consigues los premios más importantes de articulismo como el González Ruano o el Mariano de Cavia.
—Llega un momento en el que te pones de moda y te van cayendo los premios. Siempre digo que tocan, no te los dan. He intentado tener en mi carrera una cierta visión estratégica. Cuando he entrado en un sitio siempre he procurado localizar la salida de socorro. Al llegar tenía que tener un plan B, la salida de emergencia, pero casi nunca la he usado. Normalmente te ofrecen las cosas. Mi base profesional siempre ha estado en el periódico escrito. Las otras cosas, como las tertulias, son complementos.
—¿Te hubiese gustado ser corresponsal en Roma?
—Sí, y de hecho se lo propuse a Bieito Rubido en el año 2014 o 2015, cuando yo creí sinceramente que este país se iba al carajo.
—¿Por qué pensaste eso?
—Por la irrupción de Podemos en las encuestas y su populismo desatado frente a un PP descompuesto.
—¿Y ahora?
—Ahora la política está degradada de verdad, pero entonces parecía como cuando los barbudos de Fidel Castro estaban en la puerta de La Habana. Y dije que una de dos: o esto lo cuento desde Portugal o me voy de corresponsal. Pero al final no hice ni una cosa ni la otra: le dije a Bieito que estaba disponible para una corresponsalía.
—¿En qué ciudades pensaste?
—Yo pensaba en París-Roma básicamente porque si no tenía que aprender inglés y no te vas a ir a aprenderlo cuando ya eres corresponsal. Hablo bien el francés y algo el italiano, pero París y Roma son justamente las ciudades donde hay corresponsales legendarios de ABC.
—¿Te hubiese gustado trabajar en El País?
—Para El País actual, el de ahora, no; pero para el de otras etapas, ¿por qué no? Alguna vez hubo una conversación abstracta en ese sentido. Tengo mucho respeto a todas las cabeceras, sobre todo a las que están consolidadas. Por cierto, a mí me gusta mucho la prensa local y regional, que son la sal de la tierra del periodismo.
—Las suscripciones de los periódicos. ¿Crees que es un modelo fracasado o es un modelo que tiende a ser cada vez más maduro?
—No lo sé, me gustaría que no lo fuese porque creo que es el único camino pero no sé si eso va a funcionar o no en España. En otros sitios está funcionando bajando mucho los precios. El director del San Francisco Chronicle, Emilio García-Ruiz, habló sobre el precio de las suscripciones. “Uno del que se avergüencen”. Podría ser un dólar al mes o incluso al año. Lo importante es captar a los suscriptores. Ellos tienen un millón en California. El precio en España no responde a decisiones periodísticas: son de gurús que llevan veintitantos años equivocándose sobre el modelo digital. A lo mejor es porque no hay modelo y no lo queremos aceptar. In my opinion, como diría Iván Redondo, el gran error de la prensa española en concreto es haber renunciado prematuramente al modelo print de papel, al modelo impreso. La más importante de todas las decisiones equivocadas fue abandonar el papel. Y, además, abandonarlo con mala conciencia, dejándolo caer.
—De hecho en alguna comunidad autónoma el ABC ni se distribuye.
—Te lo voy a decir de una manera más cruda: hay muchos editores que cada vez que cierra un kiosco descorchan o brindan con una botella de champán. Lo digo en sentido metafórico, para que se me entienda. Cada vez que se cierra un kiosco en las empresas no se mueve un músculo. Al contrario, se tacha una cruz en el mapa de la distribución: un recorrido menos y cien periódicos menos que editar.
—Hace 15 años decías que la diferencia es el hipervínculo. ¿Lo de un artículo, una idea sigue siendo válido en esta era de internet?
—Vamos a otro modelo. Creo que está todavía alguno a medio cuajar. Espero que resucite, como las metamorfosis de los gusanos. Insisto en que en 24 años todas las decisiones editoriales que he visto respecto a la migración de papel a digital se han revelado equivocadas: en este momento nadie sabe si se va a acertar.
—¿Qué valoración haces de la etapa de Luis Enríquez como consejero delegado de ABC?
—Ahí está su labor. Creo que ha sido uno de los mejores editores. También habrá quien lo cuente la película de otra manera. Tiene virtudes y defectos. Luis Enríquez ha sido un gran editor porque entiende el negocio. A lo mejor le gusta demasiado el periodismo y mantener la distancia es complicado.
—¿En general has tenido buenos editores?
—No me puedo quejar, salvo en la última etapa de D16. Y he tenido el privilegio de conocer a Guillermo Luca de Tena, al que todos llamábamos Don Guillermo, un ejemplo de respeto, liberalismo y liberalidad. Y un auténtico caballero. Su obituario está en el libro. Es importante que el editor tenga vocación, como es el caso de la familia Luca de Tena y los principales accionistas de Vocento, con una larga experiencia en el sector. También destaco la figura de Juan Tomás de Salas en Diario 16. Fue un editor magnífico, con unas ideas brillantísimas y además su prioridad siempre eran los periodistas, pero no le cuadraban bien la cuentas. Y al final este negocio es una industria. La clave de la libertad es la independencia financiera: si no te cuadran las cuentas, mal negocio.
—¿Cómo escribes el artículo? Háblame de tu proceso creativo.
—Esto es una cosa curiosa. Llevo 44 años de oficio y cada avance tecnológico misteriosamente te obliga a adelantar la entrega. Mientras más tiempo tenemos para hacerlo, más pronto hay que enviarlo: esto no se entiende desde la lógica analógica. Desde la lógica digital todo es mucho más inmediato. Me gusta escribir siempre lo más tarde posible porque creo que se tiene mejor percepción de la actualidad, pero la idea la tienes que empezar a rumiar desde primera hora de la mañana: te pones a mirar la prensa, escuchar la radio o hacer algún contacto a las 12 de la mañana.
—¿Tienes claro el tema de la columna de mañana?
—Tengo una opción, pero como hemos quedado muy temprano para esta entrevista no he visto todavía los periódicos. Cuando estoy bloqueado me meto en la ducha. Dicen que es porque el agua caliente activa el cerebro. Si publicas un artículo por oficio al final eso se nota.
—¿Te gusta sentarte en tu mesa propia de despacho y ponerte música clásica fumando en pipa?
—Sí, sigo con la pipa… ay… Me pongo una radio por internet que emite música clásica. No escucho mucho Radio Clásica porque hablan demasiado. Ponlo así. Entiendo que los periodistas tienen que hacerse notar para que no los metan en un ERE, pero dan mucho la lata.
—¿A qué hora empiezas a escribir el artículo?
—Yo antes era muy rápido y acabas estando cada vez más obsesionado con el lenguaje. Suelo empezar a escribir a las cuatro y media o máximo cinco de la tarde. De media entrego a las siete, pero hasta hace poco se entregaba a las ocho y media o incluso a las nueve. A mí me gustaba apurar.
—¿Notas ahora más el peso de las distracciones con el teléfono móvil y el WhatsApp?
—Ten en cuenta que yo me he hecho periodista en redacciones donde todavía se oía el trepidar de las máquinas, donde se gritaba. Escribía artículo entre reuniones y despachando asuntos. Me concentro muy bien en las redacciones. De hecho, cuando empecé en ABC pedí una mesa en la redacción porque el karma que circula en las redacciones es muy importante para inspirar el artículo. Luego, cuando dejé de ser director, Zarzalejos me llamaba a las reuniones de la mañana. No me importaba ir de vez en cuando pero luego ya vas desconectando tu forma de trabajar de la de ellos. Con internet ya es diferente, los horarios han cambiado y en las redacciones tampoco te dejan ya fumar.
—¿Le envías a alguien el artículo para que lo revise antes de mandarlo a la redacción?
—No. A veces es verdad que te obcecas y no ves que tienes un error o una repetición o una cosa que ya has dicho arriba. Lo termino, lo leo y a veces lo dejo un poco reposar, paso a otras cosas para separarme del texto y luego vuelvo.
—Se nota en tus artículos no solo la obsesión que decías por el lenguaje, sino por el arranque.
—Sí, el artículo, como decía Pemán o Ruano, o los dos, es una morcilla. Tienes que atar el principio y el final. Creo que por lo general sabes cómo vas a empezar el artículo. Porque si no sabes cómo… Hay novelistas que dicen que los personajes crecen a lo largo de sus novelas y que no se han planteado un esquema inicial. El artículo, más modestamente, te lleva de una idea a otra, a un ritmo, a una frase, y a lo mejor no es el final que tú querías.
—¿Empiezas los artículos sabiendo siempre cómo los vas a titular?
—A veces lo tengo pensado al principio, pero nunca lo escribo antes de que lo haya terminado. Cuando el artículo está terminado lo repaso y a lo mejor veo otra idea mejor y digo: «esto lo voy a poner aquí», y tardo mucho en dar con el título. Están más pensados para la edición en papel que para la digital. A veces el título puede ser un poco metafórico o incluso oblicuo, un prurito todavía de un cierto periodismo literario en internet.
—En el obituario de José Luis Alvite se habla muy poco de su vida.
—Quizá es más lírico, pero la atmósfera está reflejada. Quise que los personajes intervinieran de alguna manera en el obituario. Alvite era un creador de un universo propio y como la voz no la puedes reproducir, porque era inimitable, quise introducir a sus personajes en el obituario y que fueran ellos un poco los que relataran a su creador. Se trata de un juego metaliterario.
—Te autodefines como cronista y no como articulista en el obituario de Antonio Burgos. Es algo que se repite. Parece como si te costara definirte como columnista.
—Esto de las categorías es una cosa académica. Que si cronistas, periodistas, escribidores, gacetilleros. Te tengo que reconocer que el obituario de Burgos es de los que más me ha costado escribir. Me faltó distancia.
—Nunca adelantas artículos. Siempre vendes pescado fresco, como pregonaba Alcántara.
—Un día antes de morir Burgos empecé a escribir unas notas para su obituario, pero no me salía. Semanas antes de fallecer Alcántara, Sur me pidió un artículo y me negué. Lo hice cuando ya había muerto. No he escrito ni una sola necrológica por adelantado. El desenlace de Gistau estaba claro y tampoco lo hice. No podía escribirlo con la persona viva.
—¿Y de alguna otra persona con menos vinculación afectiva?
—El de Adolfo Suárez me lo encargaron con mucha antelación y podía haberlo hecho sin problemas porque es una figura histórica, pero ahí simplemente fue por procrastinación. Al final publiqué dos, como se reflejan en el libro: un obituario anglosajón, donde relataba su carrera política, y otro que escribí el mismo día de su muerte, una columna que servía como un homenaje más personal.
—¿Cuáles han sido los artículos que más tiempo se guardaron en «nevera»?
—Los dos obituarios que han estado más congelados en la redacción de los periódicos han sido los Juan Pablo II y Salvador Dalí. En la introducción del libro cuento que en algunas ocasiones se ha muerto antes el autor del obituario que el difunto.
—Borges llegó a escribir su propio obituario. Supongo que a ti te daría repelús total.
—Absolutamente. Mi padre dejó escrito un soneto con su propia esquela. Era muy bonito. Yo espero que me traten bien los amigos.
—El artículo de tu madre, con el que acaba el libro, supongo que fue el más complicado de escribir.
—Es un artículo a modo de memoria personal escrito a la muerte de mi madre, a la que sólo menciono al final.
—¿Piensas jubilarte como articulista?
—No me voy a morir escribiendo columnas, con las botas puestas, no. No lo creo, vamos, si me muero pronto sí, pero no es mi intención. Le tengo dicho a Alberto García Reyes —director de ABC de Sevilla— y a Javier Rubio —articulista de este mismo periódico y con el que trabajó en Diario 16, El Mundo y ABC— que cuando me vean desbarrar me lo tienen que advertir. Porque tú no te das cuenta de que degeneras y eso ocurre cuando fuerzas demasiado las cosas. Tengo una fecha de replanteamiento como articulista que no te diré. A partir de ahí, veremos.
—¿Y cómo te imaginas tu vida fuera del columnismo?
—Uy, cojonuda. Eso de que no sabría qué hacer cuando no te suena el teléfono… te aseguro que sé qué hacer sin trabajar. Otra cosa es que tenga el dinero suficiente, pero seguiré leyendo los periódicos y estaré pendiente de la actualidad. Lo ideal sería retirarse parcialmente. Te retiras y de vez en cuando matas el gusanillo, escribes algún artículo o alguna Tercera.
—¿Piensas en una retirada gradual?
—Es posible ir dando pasos atrás en vez de pasos al lado. Eso también depende de quién te lo acepte. Pero, bueno, si yo pudiera planear eso, a lo mejor podría… pero en su momento: aún tengo cuerda.
—¿Por qué no te has planteado una carrera como autor de narrativa?
—Me hubiera gustado, pero no sé escribir novelas. De hecho siempre he tenido por ahí dos novelas desde hace 30 años a medio escribir. Bueno, tanteadas. Soy un lector muy exigente: cuando leo lo que escribo no me convence como lector. Creo que lo que yo escribo para los periódicos es aceptable, me convence, pero cuando leo un texto que yo haya escrito en otro rango me digo: «esto no funciona» o «si esto yo lo leyera… ¿lo compraría en la librería?». Y entonces lo dejo.
—¿Es por tu obsesión con el lenguaje?
—El lenguaje, claro, y la estructura. La novela tiene que tener una estructura narrativa. No puedes empezar a escribir una mala novela a los 60 y tantos. Saramago lo hizo a los 60 pero con una buena novela. O bien eres Saramago o ya se te ha pasado el arroz. Y, sobre todo, porque no me fluían y se me atascaban los mecanismos narrativos. Yo sé escribir, pero no sé inventar. Para que la invención sea creíble tienes que tener una estructura, una técnica y yo no la tengo por la razón que sea. No la tengo, pero me gustaría. Me hubiera encantado tenerla porque sí creo que tengo recursos de escritura para una vez que eso funcionara hacerlo razonablemente bien.
—Quizá podría haber destinado una parte de tu tiempo de columnista a la narrativa.
—El músculo del artículo se entrena para una cosa. Si te entrenas para correr los 100 metros, por citar el famoso símil de Alcántara, y luego corres una maratón te puedes quedar fuera de la carrera a los 200 metros. Cada corredor es especialista en una distancia. También están los escritores que son más versátiles, por supuesto.
—¿Qué tipo de autor hubieses sido? ¿Más Arturo Pérez Reverte o Javier Marías?
—Arturo es nuestro Dumas. Un narrador puro, de raza. Tiene un extraordinario mecanismo narrativo y con el tiempo ha desarrollado una evolución estilística notable. Creo que Javier Marías tiene más calidad de página que estructura narrativa. A veces se puede hacer pesado, difícil de seguir.
—¿Quién te hubiera gustado ser?
—De los contemporáneos, John Banville.
—Dime las razones.
—Por el fraseo de su escritura y su estructura narrativa. Tiene un aire a lo Chandler. Por eso se atrevió a terminar El largo adiós, aunque es verdad que últimamente insiste demasiado con las obsesiones de su infancia y la pederastia eclesiástica.
—¿Le sigues dando las buenas noches a la reproducción de Bogart que tienes en tu casa?
—Cuando estoy en Madrid le saludo. El día que me salude me daré la vuelta. Ja, ja.
—¿Te seduce tener un pie en Madrid y te despeja la mente también de Sevilla?
—Creo que hay que pasar por Madrid para defender una columna de ámbito nacional y política al menos diez días al mes. Procuro que sean dos semanas. Antes estaba en Madrid permanentemente y venía a Sevilla los fines de semana. La pandemia me cambió un poco.
—¿Qué serías si ahora tuvieras 20 años? ¿Quizá profesor de instituto si llegas a presentarse a esas oposiciones en vez de entrar en El Correo de Andalucía?
—No, creo que no. A mí me habría gustado ser médico, pero no tenía cualidades. Hay que saber para lo que uno sirve. Cuando ya has pasado un trecho de vida importante, si haces una reflexión honesta contigo mismo, tienes que sentirte mínimamente satisfecho y llegar a la conclusión de que has sido útil. Yo no estoy del todo seguro de que con el periodismo lo haya sido.
—El periodismo puede cambiar cosas.
—Cambia cositas.
—Denuncia a corruptos con el periodismo de investigación, por ejemplo.
—Sí, el periodismo es un agente democrático esencial y una parte del mecanismo de contrapesos que hace funcionar el sistema de libertades.
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