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Habitualmente coincido con la gente de mi calle en la panadería, el supermercado, el estanco y lugares así —en los bares no, porque ni los piso—. Nos cruzamos, nos reconocemos, y supongo que así se va creando la idea de pertenencia a ese espacio más o menos difuso y ficticio que es un barrio (lo que en términos más técnicos pero también más cursis los anglosajones llaman “una comunidad”).
No obstante, hay algo que no consigo entender, nunca coincido con nadie cuando voy a tirar la basura. Los contenedores, en teoría verdaderos puntos calientes y meeting point de cualquier calle, no solo están desiertos cuando los observo desde mi ventana, sino que cuando bajo y tiro la bolsa nadie la tira al mismo tiempo que yo; y lo que es más paradójico: echo una ojeada dentro y el contenedor está lleno. Me pregunto cómo llega esa basura a su lugar natural. ¿Teletransportada? Como si los contenedores de basura fueran objetos de una realidad paralela, de una calle que, desierta, está por encima o por debajo de la mía y nunca coincide con ella. O incluso a veces pienso que los contenedores son muebles de una casa, de una casa particular, precisamente la mía, por eso nunca coincido con nadie salvo conmigo mismo. Hoy recordé aquel tema de Golpes Bajos en el que Germán Coppini, refiriéndose a la basura, cantaba, “la misma jodida esquina donde amontonan las bolsas que recogen hombres de otros mundos”, e inmediatamente me he dicho que es exactamente lo contrario: los que somos de otros mundos somos quienes las tiramos.
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No sé si son imaginaciones mías pero parece bastante evidente que la comunicación a través de pantallas ha fracasado. De hecho, hablar a través de pantallas es algo que se conoce desde la segunda mitad del siglo XX, algo que se imaginó como moderno y que murió sin llegar a serlo. Salvo para su uso en reuniones de trabajo y similares, sospecho que a nadie le gusta ver y ser visto a través de Skype, Facetime y demás mecanismos de intromisión en la intimidad. Del ya mítico e-mail al incendiario Whatsapp, casi todos preferimos enviar un mensaje de texto. Las palabras no sólo son más ágiles sino que poseen la veracidad, propia al lenguaje escrito, de lo que queda en negro sobre blanco, y al mismo tiempo la capacidad de infinito fingimiento (figuras retóricas, metáforas, ironías, dobles sentidos, etc). Eso, es cierto, no deja de ser una fuente de malentendidos que rompen y unen a parejas y familias, como también es cierto que corres el peligro de recibir esas cadenas de mensajes compulsivos, casi histéricos, que como incomestibles chorizos acosan tu teléfono, pero no menos cierto es que alberga la capacidad de generar un espacio de intimidad nunca invadido, la conservación de aquello que consideramos propiamente nuestro.
Así las cosas, en torno a las comunicaciones personales a través de pantallas se ha creado una “especie de espacio” vacío, una zona casi clandestina en la cual, como ocurre en los contenedores de basura de la calle, nadie quiere coincidir. Y ahora se me presenta esta conclusión: ¿no es acaso nuestro domicilio un contenedor de toda clase de intimidades que para el resto del mundo son cosas inservibles, al fin y al cabo basura? Es esa íntima basura lo que construye nuestra identidad. Y creo entender que es acerca de ese mundo de residuos muy nuestros de lo que escribimos. Tenemos la ilusión de que alguien, algún día, pase junto a nuestro contenedor, se atreva a abrirlo, y a través de la lectura intime con nosotros, escritores y escritoras, que tantas cosas inservibles acumulamos.
Foto: Metrópolis, de Fritz Lang, (1927)
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