Venir a Madrid, de cuando en cuando, es un modo de encontrarse los problemas sociopolíticos ya planteados; ya en su período emocional y confuso. Es como llegar a una comedia en el segundo acto: cuando desenlace se vislumbra cercano, y las fuerzas dramáticas presionan para que se desenlace sea de este modo o del contrario.
En esta ocasión me encuentro —¡otra vez!— el problema del idioma catalán revivido con ocasión de la enseñanza en las escuelas. Pienso que el primer problema del catalán como idioma es este de calificarlo como “problema”. En este caso, como en otros muchos, el problema es el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es. El catalán, en sí, no es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problemas cuando son manejados por políticos, ¡que eso sí que son problema!
Ahora el tema echa chispas, porque en las Cortes, con ocasión de discutirse la ley de enseñanza se ha dicho que se tuviera cuidado con el catalán que podía ser portador de virus políticos. Es otra vez la suspicacia renacida. Desde el día siguiente a la liberación de Cataluña se vio el camino que iban emprender algunos, reincidiendo en pasados errores. Estuve en Barcelona en los primeros días. Aparecieron calles y esquinas empapeladas de tiras o rótulos inoficiales con este texto: “¡no hables catalán, habla la lengua del imperio!”. Se iniciaba esa fórmula que había que emplearse en muchas cosas: contestar a los hechos con vocabularios. A mí me invitaron poco después para ser mantenedor de los “Jochs Florals”, que iban a reanudar la vieja tradición provenzal. La invitación iba acompañada de unas notas en las que se me adelantaba que no admitirían poemas escritos en catalán. También confidencialmente se me rogaba que no hiciera la exaltación de Juan Boscán, el primer poeta catalán que, a fines del siglo XV, escribió versos en castellano. Contesté excusándome, porque vi claramente que se organizaba un acto “separatista”: que de una raya o frontera tanto puede uno separarse de un lado como de otro; y por una ley de dinámica social el tirón hacia dentro es correlativo e inseparable del empujón hacia fuera.
Estaba claro que algunos estaban dispuestos a reincidir en la viciosa distribución arbitraria de buenos y malos. Para aquellos días, en el orden cultural se armó revuelo cuando D’Ors público una lista de las cosas que los griegos no tenían, en la que se enumeraba, al lado de las gafas o la bufanda, la confesión vocal. Ahora se redactaba la nueva lista de cosas malas con igual convencionalismo: los partidos, el Parlamento, la Prensa… el idioma catalán. Clasificadas así las cosas, se les aplicaban soluciones absolutistas: enmendándole la plana a Dios; que, por ejemplo, prohíbe el adulterio, pero no prohíbe, curándose en salud, que salgan las mujeres a la calle, que las puertas tengan llavines, que los hombres se suban el cuello del abrigo, y otra porción de cosas que indudablemente facilitan la consumación del pecado. Guillotinando al enfermo se cura evidentemente su dolor de cabeza. Prohibiendo aprender o hablar catalán, es seguro que en catalán no se dirá ninguna cosa desagradable o contraria al pensamiento del que hace la prohibición.
Para darse cuenta de que el catalán es una realidad evidente y biológica basta observar el actual episodio. Plantean el tema restrictivamente los políticos y les replican a coro la cultura, antropología, el romanticismo. Se cita la “Pacem in Terris” de Juan XIII, donde dice que hay que “promover el desarrollo humano de las minorías, con medidas eficaces a favor de su lengua, su cultura sus costumbres”. Se citan también parecidas consignas de la UNESCO. Está bien claro que el tema tiene raíces trascendentes muy por encima de la pura política. Si se anuncia un proyecto de ley económico, mercantil, financiero, acuden a opinar, convocados o espontáneamente, las cámaras profesionales, las empresas, los sindicatos. Pero cuando lo que se plantea, como ahora, es el tema de la lengua catalana acuden con una ensordecedora espontaneidad los ateneos, los clubs de fútbol, los catedráticos, los teatros de aficionados, las parroquias, los grandes almacenes… Está bien claro: es la vida en su totalidad espiritual y física que se ha sentido convocada.
Todas estas realidades vivas se sienten dolidas al ver que, como se propone cachear a los viajeros en las líneas de aviación, previendo la piratería aérea, se propongan algunos cachear al catalán por si lleva virus escondido. No se comprende que estamos ante hechos biológicos que se escapan de las manos. El día en que Menéndez Pelayo fue mantenedor de unos “Jochs Florals”, pronunciando en catalán parte de su discurso; y en el que el poeta premiado con la la “englantina” de oro era Jacinto Verdaguer, que declamó parte de su “Atlántida”; desde ese día había un hecho irrevocable que la política no podía desconocer: porque no era de la familia de las leyes ni los decretos, sino de la familia de la biología y la física como la montaña de Monserrat, el Llobregat o el Mediterráneo.
Todavía son muchos los que escriben preguntando si el catalán son lenguas o dialectos. Creen que ésta es una jerarquía administrativa que se dictamina desde fuera. Se es lengua cuando se tiene alojada con sus palabras una gran literatura. Nadie puede votar contra Curros Enríquez, Rosalía de Castro, Verdaguer, Maragall o Sagarra. Hay pueblos bilingües, eso es todo. Son muchos los catalanes que, aunque hablen perfectamente castellano, piensan en catalán. No vale dar distinto valor al hecho de pensar en una lengua, cuando hay dos, según el enfoque polémico del tema. En Puerto Rico cada día más, es hablado el inglés por personas que piensan en español. Le puede salir el tiro por la culata y herir la Hispanidad al que no valore en el pleito catalán lo que es ser la lengua del pensamiento.
Hay que superar esa tendencia muy española enfocar las cosas en un sentido pasivo y resignado, en vez de creador y activo. Es el caso de los beatos y escrupulosos que cuando el Papa decretó el permiso de beber agua, sin límite de tiempo, antes de la Comunión, encaraban el hecho como una condescendencia melancólica a la que había llegado el Papa porque no tenía más remedio. Sin entender que el episodio tenía un valor positivo; y lo que el Papa hacía era ensanchar las posibilidades de los convocantes contra las dificultades y limitaciones de la regla del ayuno: que es a lo que el Papa quería poner remedio. Lo que nos asombra no es que lo hiciera así, sino que durante tantos años y siglos se mantuviera suspicacia de impureza frente a una criatura tan limpia y transparente como el agua.
Del mismo modo, el catalán no es un hecho que se “conlleva” o al que se resigna uno. Es un hecho, no pasivo, sino activo, que significa enriquecimiento y aumento para España. Transparente contenido y el cristalino continente, nada hay en este tema que sea resignación o componenda. Hablar o leer o aprender catalán es un hecho simplicísimo. Se trata de beber un vaso de agua clara.
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