Jean-Luc Godard decía que el rostro de Jerry Lewis era la intersección donde se cruzaban el artificio elevado a su máxima potencia y todo el potencial de los mejores documentales. Ignoro qué quería decir con eso, aunque he hecho mis cuentas y supongo que se refería al hecho de que un cómico, para ser verdaderamente importante, debe hacernos reír pero también debe hacer «otras cosas». Pongamos entonces que la risa y el artificio elevado a la máxima potencia van juntos, y que los documentales y la capacidad de los grandes cómicos para hacer «otras cosas» además de hacernos reír también van juntos. La pregunta pendiente sería cuáles son esas «otras cosas». ¿Quizás hacernos ver o entender algo oculto tras sus chistes y muecas? ¿Vislumbrar el drama o la tragedia a partir de la comedia? ¿Darnos cuenta de la seriedad del humor? ¿Recordar acaso las palabras mágicas de Thomas Pynchon cuando dijo: «diviértete pero no te despistes»?
De Charlot aprendió mucho Jerry Lewis, entre otras cosas a potenciar las posibilidades de su cuerpo y a desinteresarse por sus posibilidades dialécticas, mantenidas siempre muy cerca de los balbuceos de los niños pequeños. Si Charlot fue siempre un personaje del cine mudo, incluso en Luces de la ciudad (City Lights, 1931) y Tiempos modernos (Modern Times, 1936), Jerry Lewis también puede considerarse un cómico de cine mudo, en su caso porque no permitió, desde que tuvo cierto control sobre las películas en las que intervenía y en las que luego dirigió él mismo, que las palabras tuvieran más protagonismo que las imágenes. Si tenía que hablar, era para decir tonterías; si tenía que cantar, era para hacerlo desafinadamente. Eso sí, solía encargarse de que ninguna de esas cosas pasasen desapercibidas, porque no concebía un solo plano, a partir de cierto momento, en el cual la puesta en escena se deslizase sin llamar la atención. Como Charles Chaplin, Buster Keaton o Jacques Tati, Jerry Lewis era un arquitecto de imágenes, como si fuese al mismo tiempo un coreógrafo y un cineasta, seguramente por eso hay muy pocas películas suyas en las que no se le vea bailar. No faltan quienes le asocian con Elvis Presley y con el rock and roll, dando por hecho que la revolución gestual y corporal de Jerry Lewis fue un precedente para el king. Ambos le entregaron a las jóvenes generaciones de los años cincuenta sus nuevos impulsos, sintetizados en «sexo, drogas y rock and roll». Convirtieron, por así decirlo, el cuerpo en un arma de destrucción masiva, con el suficiente impacto para no necesitar el apoyo de sus palabras. Era, no obstante, cuanto necesitaban los jóvenes de la época, a quienes iban dirigidas mayoritariamente las películas de Jerry Lewis en pareja y en solitario, e incluso más tarde las de Elvis Presley.
De todos los cómicos de la historia del cine, quizás Jerry Lewis sea uno de los más radicales. Por radical, me refiero a difícil de sintetizar, racionalizar o domar en cualquiera sentido. Eso explicaría, hasta cierto punto, los odios y amores que todavía hoy genera su obra. Mientras los estadounidenses condenan su egocentrismo (y nunca premiaron su obra cinematográfica, tan solo le dieron un Oscar honorífico por sus labores humanitarias) y la vulgaridad de los personajes que interpretó, los franceses le llaman poeta y alaban el lado más beligerante de sus chistes. Los estadounidenses le odian porque destaca y los franceses le adoran porque destaca. A los primeros les disgusta su ansia de protagonismo y a los segundos les maravilla su capacidad de protagonismo. Unos y otros tienen su parte de verdad. Sin embargo, resulta llamativo que el humor salvaje y provocativo de Jerry Lewis tenga más adeptos fuera de su país, como si solo pudiese aceptársele desde la distancia, sin entenderle por completo. En su país, no obstante, nunca vieron con buenos ojos su progresivo celo con el control en sus películas, que comenzó interpretando y muy pronto pasó a escribir y dirigir él mismo, como si nadie más fuese capaz de visualizar sus ideas o de hacerlo con su misma precisión.
Lo cierto es que en Estados Unidos nunca han gustado los cómicos que pretenden pasarse de listos y tampoco los que pretenden pasarse de tontos; allí, en materia de humor, siempre se han apreciado los términos medios. Por eso los cómicos demasiado radicales acaban prematuramente sus carreras o se les rechaza desde el principio. Jerry Lewis, por ejemplo, cayó en desgracia desde el instante en que comenzó a tomarse las cosas muy en serio, intentando que sus películas reflejasen los aspectos más absurdos y nocivos de la sociedad estadounidense: la banalidad de la clase media, la fiebre consumista, el miedo provocado por el sexo o la creciente adicción televisiva. Jamás le perdonaron que se tomase a sí mismo demasiado en serio y mucho menos que quisiera hacer películas con mensaje, en la medida en que lo había hecho Charles Chaplin con anterioridad. Su mayor frustración fue la película inconclusa El día que el payaso rió (The Day the Clown Cried, 1972), sobre el Holocausto judío. No llegó a terminarse y tampoco a estrenarse, aunque la Biblioteca del Congreso tiene una copia donada por el propio Lewis antes de morir, para que esté al alcance de futuros investigadores. Al parecer, el proyecto se malogró primero por la falta de financiación y segundo, cuando Lewis decidió invertir su propio dinero, por culpa del cómico y cineasta, que hizo cambios en el guión y convirtió el personaje que él mismo interpretaba en un ser tan abyecto como insoportable: era un cómico sin suerte ni carrera, incapaz de divertir a nadie, que solo consigue hacer reír a los niños judíos poco antes de que los maten en las cámaras de gas.
En Estados Unidos hay muchos ejemplos de cómicos a quienes se censuró o se marginó desde el comienzo de sus carreras. Solo en el mundo del cine, hace unas décadas fueron Andy Kaufmann, Lenny Bruce o Elaine May; y en estos momentos son Albert Brooks, Joe Dante e incluso Woody Allen, a quien se aprecia más en Europa que en su propio país. Todos ellos cometen el mismo pecado: cuestionar la identidad y hacerlo cultivando la suya propia de una manera desproporcionada y desprejuiciada. Quieren hacernos ver lo complicado que es distinguir entre adultos y niños, entre bobos y listos, entre guapos y feos… También reivindican su ego y declaran su rebeldía hacia quienes pretendan aplastar su individualismo. Para muchos de ellos, cultivar su sentido del humor es el único medio de aumentar su autoestima; sin reírse de sí mismos y de los demás, les resulta imposible aceptarse. ¿Cómo no hacerlo en un país donde Donald Trump acaba de presidente y la gente y la justicia parecen que le tienen que reír todos sus abusos, delitos e instigaciones a la sedición, chistes todos ellos con muy poca gracia? El problema, en el caso de los cómicos de verdad, es que a veces van demasiado lejos y no suelen ser millonarios, como Trump.
Jerry Lewis, en ese sentido, acabó su carrera de mala manera, sin casi financiación para dirigir ¡Dale fuerte, Jerry! (Hardly Working, 1980) y El mundo loco de Jerry (Cracking Up, 1983), un poco como le sucedió a Jacques Tati con Zafarrancho en el circo (Parade, 1974). Es el precio que todo cómico debe pagar cuando se vuelve demasiado minucioso y elabora gags que desarman la realidad, poniéndola patas arriba. Por desgracia, a la gente le da miedo perder sus escasas pertenencias, sus escasas certezas, su débil seguridad. Y a los productores no les gusta tratar con personas de un ego tan descomunal como el de los cómicos, que creen ser capaces de transformar y controlar la realidad a su capricho; se creen, de hecho, más listos que nadie.
Aunque los primeros años de Jerry Lewis en el mundo del espectáculo no fueron precisamente fáciles, pues tuvo que ir dando tumbos por teatros de mala muerte y locales nocturnos, cuando encontró a Dean Martin su suerte cambió. Juntos formaron una de las parejas de mayor éxito de la historia del cine, aunque sus películas casi siempre resultaran tan poco inspiradas que, salvo Artistas y modelos (Artists and Models, 1955, Frank Tashlin), ya no se recuerden. A Dean Martin, no obstante, apenas le interesaba la calidad del cine en el que intervenía mientras le pagasen; pero Jerry Lewis era demasiado perfeccionista y ambicioso como para conformarse con el éxito. De ahí que los dos chocaran, separándose finalmente tras muchos rodajes plagados por las tensiones existentes entre ambos. En la década de los sesenta Jerry Lewis hizo sus obras más importantes, dirigidas por él mismo o por Frank Tashlin, uno de los pocos cineastas que supo sacar las mejores cualidades del cómico, sobre todo en Yo soy el padre y la madre (Rock-a-Bye Baby, 1958), El ceniciento (Cinderfella, 1960) y Caso clínico en la clínica (The Disorderly Orderly, 1964), una película donde ya se notaba más la mano del alumno que la del profesor, se notaba más el talento del actor que el del director.
Los cómicos suelen esforzarse por construir un universo formal en cada una de sus películas, para a continuación introducirse en él y, con sus estropicios, sembrar el caos. Si Jacques Tati prefería escenificar, Jerry Lewis prefería contrastar. El cómico francés tenía una concepción fílmica heredada del cine mudo; y el cómico estadounidense, que comenzó desarrollando estrategias propias de los cómicos del cine mudo (sobre todo de Charles Chaplin y Buster Keaton), acabó trabajando con registros ante todo televisivos, en los que su cuerpo pasó a ser parte del mensaje, envuelto en un mundo de objetos y colores propios del capitalismo consumista, pero no el único mensaje (como al comienzo de su carrera, cuando gracias a las atléticas contorsiones de su cuerpo y a sus sonoros balbuceos se le podía considerar algo así como un libertador de jóvenes).
A buena parte de los gags propuestos por Jerry Lewis en sus mejores películas, yo los calificaría como humor en contraplano, porque sus planteamientos fílmicos se basan en contraponer la actitud de alguien con el efecto que produce en el cuerpo del humorista. Esa metodología del plano/contraplano también la aplicaba Jerry Lewis cuando se presentaba en sus películas como un individuo de doble personalidad, capaz de tener actitudes adultas e infantiles, seguras e inseguras, tímidas y extrovertidas… El profesor chiflado (The Nutty Profesor, 1963) puede considerarse, con respecto a lo anterior, su obra más importante, una relectura de El extraño caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde que tiene tanto de trágica como de cómica, y en la cual se deja bien claro que casi nunca conseguimos ser quienes somos en realidad, ni siquiera quienes queremos ser, sino más bien una amalgama a partir de lo que los demás desean que seamos y de aquello en lo que la sociedad nos convierte.
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