¿Qué tienen en común una ballena, una bacteria, un segundo, la batería de su smartphone, y los colores de una bandera cualquiera?
Monetizamos, convertimos lo intrínseco en una cosa perversa y retorcida que se conserva tanto en cuanto lo adjudicado a dedo, lo extrínseco, se mantenga. Somos especialistas en esto.
La capacidad de la especie humana para modificar —aniquilar— otras vidas se vio incrementada hace bien poco. Con la industrialización vinieron muchas cosas. Mayor producción. Mayor necesidad de combustibles y de materias primas. Movimiento económico. Mejora de técnicas y conocimientos médicos. Aumento del tamaño y distribución de grandes núcleos urbanos. Aumento del tiempo que cada individuo pasaba encerrado, dedicado a una labor especializada sin contacto con el mundo natural. Aumento de la tasa de nacimientos, y mayor supervivencia en el parto de madre e hijo. Mayor demanda, en definitiva, de recursos.
La población humana antes de la industrialización era de entre 500 y 1.000 millones. El despertar de las máquinas nos equipó para modelar la realidad, mucho antes de empezar a jugar con algo tan abstracto para nuestro cerebro tridimensional como la mecánica cuántica.
Queda claro que de recursos y del poder de una palabra va la cosa en su forma más reduccionista.
Cuando le arrebatamos a cuanto nos rodea su importancia consustancial y, no obstante, lo identificamos con una cifra que es, y solo será, potencial, cometemos un crimen no escrito.
Esto, no tan abstracto como quisiera que fuera, es fácil de entender si se hace el juego de identificar la primera imagen mental que viene a la mente ante términos como filete, árboles, tierra, hamburguesa, tiempo…
En estas líneas, una compañía llamada Edge Innovations diseñó un delfín robótico. El bicho es idéntico a uno real. Quizás ellos también se pregunten qué es un animal, qué es el aire, qué es y hay en la tierra. Por un segundo me convenceré de que su proyecto se vio creado como respuesta a la necesidad de entender.
Al fin y al cabo, diseñar algo así no es fácil. Hará falta más motivación que la de ganar dinero, ¿no? ¿No?
El robofín no es uno de esos robots a medio hacer que son fáciles de identificar como un postizo. Replica a la perfección los movimientos de un ser vivo. Los creadores dicen que el objetivo es introducirlo en zoológicos y acuarios como un sustituto de los más de 3.000 delfines que languidecen en sucias bañeras por todo el mundo. La idea parece perfecta puesto que ofrece una interacción al público con cetáceos, elimina la desmedida crueldad animal, los gastos médicos, de personal y tantos otros. Por no mencionar el precio medio un delfín nariz de botella entrenado. Animales que sufren, enferman, que desarrollan anomalías de comportamiento y, bueno, no dan muy buena imagen al negocio este.
Una alternativa más sostenible desde el punto de vista económico, social y ecológico debería suponer un atractivo para un negocio enfocado en, según dicen, a educar al público.
Pero no va a funcionar. Es una de esas iniciativas bien intencionadas, perfectas sobre el papel y la mente de sus creadores que no van más allá. Lo cierto es que no encuentro muchos argumentos racionales en su contra. Y desearía que el bicho de silicona y cables conquistara al asalto todos los inmundos delfinarios del planeta. Pero no pasará.
No sé por qué. ¿Cuál es la principal diferencia entre un delfín real y uno robótico si el último imita hasta el más mínimo detalle?
La vida, obviamente. Un atributo del que no somos capaces de extraer ningún beneficio directo en este contexto. Sin embargo, con la vida hay algo más que representa un beneficio, la capacidad de sufrimiento.
¿Es eso? ¿Hay algo pequeño e innominado en el interior de algunos que se agita con gozo cuando detecta que lo que está observando está vivo, sin importar que dicha vida sea una agonía?
No diré que todos los que disfruten de un animal en cautividad, sin que me importe mucho que sea un jilguero o un delfín, sean unos sádicos. Pero lo digo.
Y es que no entiendo bien la capacidad de la mayoría para blindarse ante el sufrimiento ajeno. Quizás sea yo el que falla. Quizás mi primer error sea pensar que otros necesitan blindarse. Tal vez tengan una inmunidad innata. De esas cosas que nos cuentan que son necesarias para la supervivencia de la especie. Como el miedo. Como el sentido común. Un set de herramientas del que no sé nada.
Llevo un tiempo pretendiendo escribir esto. Simplemente no encontraba el mejor enfoque. No creo que haya dado con él. Por tanto, puede que sea una de esas cosas en las que los números son más eficientes. Hay ciertos sentimientos que no perfunden bien a través del papel. Sin importar que este sea digital o analógico.
Vamos a hablar un poco de números, pues.
Cada año…
matamos 92,2 mil millones de animales de granja para consumo.
matamos 2,8 trillones de animales acuáticos para consumo.
cazamos 200 millones de animales. Para consumo o por crueldad onanista.
atropellamos 2 mil millones de animales.
matamos 60 trillones de invertebrados.
Un total de 62,9 trillones.
En el planeta Tierra hay 8,1 mil millones de humanos.
7,8 millones de animales mueren cada año por cada ser humano con vida.
Y ese cálculo no incluye animales “de compañía” que mueren también por millones debido a negligencia, ineptitud, crueldad o indiferencia de quien ha decidido poseerlos.
Y ese cálculo no incluye microorganismos.
Y ese cálculo no incluye algas.
Y ese cálculo no incluye plantas.
Y ese cálculo, en definitiva, no es capaz de añadir ninguno de los seres vivos que se encuentren fuera del reino Animalia. Ni siquiera es eficiente incorporando las muertes de los animales a los que es más sencillo seguirles el rastro, a los que nos comemos.
Porque esos números provienen sobre todo de fuentes que reportan los números.
Los barcos de pesca ilegal y no regulada no reportan números.
Los criadores para consumo propio no reportan números.
Los países en vías de desarrollo reportan lo que pueden y quieren.
Los furtivos no están completamente cuantificados.
Aquellos animales que no están gestionados por ninguna entidad gubernamental, debido a que no poseen un valor económico elevado (lo que llaman cinegético), no están cuantificados.
Los millones de peces capturados “por error” en las pesquerías no están bien cuantificados.
Los animales criados para experimentos de laboratorio están tan pobremente identificados, que no es posible dar una cifra, y hay que limitarse a afirmar que son cientos de millones.
Y sí, esos números están, seguro, bien lejos de la realidad. Y hay discrepancias. A pesar de todo, es conveniente no pecar de ingenuidad pensando que los números puedan reflejar menos seres vivos muertos cada año por la acción del ser humano de los que en realidad mueren.
El margen de error para la cifra de muertes de animales causadas por el ser humano (recordemos, 62,9 trillones) es de varios cuatrillones. Que vienen siendo millones de trillones.
Recursos iba diciendo. Palabra empleada para denominar todo aquello que el ser humano usa para su propio beneficio y sostener su vida. Desde el agua, pasando por la tierra, el tiempo, el oxígeno, hasta llegar a cualquier ser vivo, que pierde su identidad en aras de esta palabra, que lo convierte en una ficha y enmascara su sufrimiento con tal de satisfacer su fin como recurso.
Recurso, palabra usada desde los griegos y romanos, y deformada hasta abarcar todo lo que necesitamos justo en torno a los siglos XIV y XVIII.
Recurso. Instrumentalización de la vida y la muerte sin ningún fin claro. Aunque si hubiera un fin, este que firma estás líneas, a buen seguro, no lo entendería.
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