La silueta del cerro de los Siete Picos, el lugar más querido por Blanca Fernández Ochoa, elevaba sus puntas de granito sobre las casas y las colinas cubiertas de robles. Hacía un día limpio en la sierra de Guadarrama y los coches embotellaban la carretera M-602 que une Cercedilla con los pueblos de la cuenca alta del Manzanares. La Guardia Civil no daba abasto para organizar el tráfico de la gente que acudía a dar sus condolencias a la familia, tras el hallazgo del cadáver de la esquiadora, tras once días de búsqueda. Dolores, hermana de Blanca, explicaba a los más cercanos que sus cenizas serían depositadas en una urna biodegradable en algún lugar agreste de la sierra. “Lo haremos en familia, en una bonita excursión entre risas, que era lo que a Blanca le gustaba”.
“Mami, seré breve porque nunca tendré suficientes palabras para explicar el vacío que sentimos Olivia y yo en estos momentos”, escribía David, de 19 años. “Lucharemos todos los días de nuestra vida para que te sientas orgullosa de, como tú nos llamabas, tus dos medallas más valiosas. Estés donde estés, queremos que sepas que siempre estarás en nuestro corazón”, explicaba el muchacho. “Eres nuestro presente y serás parte de nuestro futuro. Te contaremos nuestras alegrías, penas, temores y proyectos, y formarás parte de nuestra vida para siempre”, añadía el hijo pequeño de Blanca. “Decirte, también, que jamás olvidaremos esa preciosa forma de mostrarnos tu felicidad, tu cariño, tu amor hacia nosotros y tu eterna sonrisa, que por suerte hemos heredado. Mami, todo lo bueno que nos pase será gracias a ti y te lo iremos contando por el camino”. Olivia, la hija mayor de la esquiadora, de 20 años, también quiso despedirse de su madre: “Te prometemos que vamos a estar siempre unidos y vamos a ser felices, para que tú también lo seas”. Y continuaba: “Nunca pensamos que este momento llegaría o, por lo menos, que no estaría tan cerca. ¿A quién le vamos a contar las cosas? ¿Qué harás ahora? Como tú decías: En mi próxima vida quiero ser ganadera de toros bravos. Seguro que sí. Solo queremos que seas tan feliz como lo eras con nosotros, estés donde estés”, concluye la hija de la medallista olímpica.
Blanca Nieves, así bautizada por la obsesiva fascinación de los ocho hermanos Fernández Ochoa por el esquí, fue hallada muerta, a los 56 años, tal y como vivió, en plena naturaleza, cerca de La Peñota, una de las cumbres cercanas a la localidad madrileña de Cercedilla. Guiños del destino maldito, a la misma edad a la que falleció su hermano mayor, Paco, en 2006, víctima de un cáncer linfático. De hecho, aquel sábado, 24 de agosto de 2019, un vecino de la localidad se la encontró delante de la estatua que su hermano Paco tiene en la plaza Mayor de la población madrileña. Parecía hablar con la escultura, y cuando el hombre le preguntó ella le explicó que tenía previsto pasar unos días en el campo, lejos de Aravaca, donde residía con su hermana Lola y su cuñado, Adrián Federighi. Su casa de Las Rozas había sido vendida tras el divorcio de su segunda pareja y Blanca atravesaba, por ello, una situación económica muy precaria. Sus hijos, David y Olivia, vivían con su padre.
Tras conocerse el desenlace, el diálogo de Blanca con la imagen de su hermano tomaba tintes de despedida o, quién dice que no, de una cita para el reencuentro.
El cuerpo fue hallado en la zona denominada del Pino Solitario, al final de una de las rutas de senderistas que parten desde el merendero de Las Dehesas, donde ella había aparcado su coche, un Mercedes negro clase A encontrado días después por la Policía Nacional. En su interior se hallaba la documentación de Blanca, unas chanclas y 15 euros. Tras alejarse del vehículo, Fernández Ochoa solo se llevó consigo una pequeña mochila, hallada igualmente junto al cuerpo, que contenía distintos medicamentos antidepresivos y antipsicóticos y el resguardo de la compra de un poco de queso que adquirió en una charcutería de un conocido centro comercial de Pozuelo de Alarcón. El cadáver, identificado por las ropas y las zapatillas, no presentaba ninguna suerte de golpe o contusión que pudiera considerarse causante de la muerte, por lo que los investigadores, más pronto que tarde, se alejaron de la hipótesis del fallecimiento accidental. Junto al cadáver, en avanzado estado de descomposición, se encontraron, además de los medicamentos, las llaves del coche, restos del queso que había comprado el día de su desaparición y una botella de vino.
El operativo de búsqueda fue el más importante en medios técnicos y efectivos jamás desplegado en la historia de la Comunidad de Madrid. 100 agentes de Policía, otros tantos de la Guardia Civil, 25 bomberos, 60 voluntarios de Protección Civil y 11 agentes de la Policía Local. Drones, helicópteros, perros de rescate y caballería. “Es un terreno muy complicado, escarpado, de vegetación espesa, ríos, rocas, mucho helecho que impide la visibilidad incluso a corta distancia. Hay lugares del sotobosque impenetrables incluso para los drones”, declaraban agentes del GEO de la Policía Nacional tras subir hasta la mitad de uno de los Siete Picos, la montaña más emblemática de Cercedilla y la preferida de Blanca.
Pero viajemos en el tiempo a la España de los 60. Blanca nació en Madrid el 22 de abril de 1963, cuando su familia vivía en el barrio de Carabanchel. Fue la primera niña, tras cinco varones seguidos, hija del matrimonio formado por Dolores Ochoa y Francisco Fernández. Pero muy pronto, junto a sus padres y sus hermanos, se trasladó al puerto de Navacerrada, donde el cabeza de familia regentó una tienda de material de montaña, para después ejercer como conserje de la Escuela Española de Esquí del Puerto de Navacerrada. Allí, la infancia de toda la prole transcurrió en libertad y en plena naturaleza, entrando en contacto inevitablemente con la nieve que, en aquellas décadas, cubría el puerto casi la mitad del año. Hay pocas imágenes que escenifiquen mejor la felicidad que los ocho hermanos bajando las montañas, esquiando libremente. Se les podía ver desde los telesillas, en un espectáculo impresionante. Cantaban juntos, se jaleaban y gritaban. La que más, Blanca.
Esa era la cara amable de su deporte y de su familia. Luego estaba la otra, la de la competición. La de los madrugones. Se levantaba a las 4,45h para entrenarse. Y se dirigía hacia la montaña cuando salía el sol, en una liturgia de disciplina cotidiana que acababa con el último rayo y sin perder su permanente sonrisa, marca de la casa.
El jugador de baloncesto Juan Antonio Corbalán, muy cercano a la familia, con la que aprendió a esquiar, declaraba que “Paco fue hijo de la posguerra española pura y dura, de aquella España en que había poco y lo poco era malo. Vivíamos de espaldas al resto del mundo y Paco encendió una llama que calentó a Blanquita. Los dos tenían una inteligencia natural. No eran gente de estudios, aunque sí capaces de sacar a la superficie las capacidades más dignas que pueda atesorar una persona sin necesidad de un maestro. Eran inimitables. Salieron de la heterodoxia”.
Y llegó el triunfo de Paco, el hermano mayor, quien se hizo universal el 13 de febrero de 1972, cuando, contra todo pronóstico, se convirtió en el Houdini del esquí español, como lo eran Ángel Nieto en motociclismo, o en golf Severiano Ballesteros. Tipos únicos, espontáneos, en un país en barbecho deportivo. Y aún más si la gesta llegaba desde el lejano Oriente, con el eco de los Juegos Olímpicos de la japonesa Sapporo y el oro en eslalon gigante de Paco Fernández Ochoa. El trueno sonó de tal manera en el hogar de los Fernández Ochoa que despertó a la pequeña Blanca, que tenía entonces 9 años. Con 11, seleccionada para el equipo español de promesas, y tras el éxito de su hermano Paquito, Blanca se trasladó a un centro de entrenamiento con internado para deportistas de invierno en Viella, en el Pirineo leridano. Blanca lo pasó fatal, alejada de su familia, de sus amigos y de su Cercedilla del alma. “Lloré mucho. Fue una decisión impuesta. A mí no me gustaba esquiar ni pasar frío. Lo pasé fatal hasta que arranqué y empecé a vivir”, declaraba en una entrevista. Pero la nieve fue su destino irremediable: “Mi hermano Juan Manuel —olímpico en 1976— cuenta que me ponían el dorsal y me empujaban cuesta abajo».
Tras la gesta de Paquito, España se quedó en hibernación durante 20 años, los que tardó Blanca en conquistar su medalla de bronce en la francesa Albertville en 1992, sus cuartos y últimos Juegos Olímpicos. Pero la sombra de Calgary 88 seguía siendo muy alargada y sobrevolaba por encima de su cabeza mientras se preparaba para la última carrera olímpica de su vida deportiva.
Repasemos lo que ocurrió. En la canadiense Calgary, bajo una carpa, sentada en un banco de madera frente a su entrenador, Blanca cerraba los ojos mientras visualizaba el recorrido. Dibujaba con las manos los virajes de la segunda manga del eslalon gigante —pura concentración— y los abría cuando llegaba a la meta. Una y otra vez.
Nunca había estado tan cerca. Era la gran favorita después de haber marcado el mejor tiempo en la primera manga. A pesar de la diferencia horaria, la euforia se había instalado en España y todo el mundo se pegó al televisor.
Pero la suerte es tan resbaladiza como la nieve, y cuando llegó el momento de la verdad se quedó a tres puertas de la medalla. Al recordarlo aún parece resonar el grito de su hermano Paco ante los micrófonos de TVE: “Se ha caído, por Dios, se ha caído, noooooooo”. Igual de nítido se manifiesta el recuerdo de Blanca acercándose hacia los periodistas, hecha un mar de lágrimas. No hubo preguntas.
Después, Blanca le dedicó aquella camiseta a su hermano Paco, en la que escribió: “El destino ha querido dejarme a medio camino, pero jamás podrá quitarme el orgullo de ser tu hermana, la de un campeón olímpico. Con todo mi cariño, Blanca”.
La secuencia de aquella caída la persiguió durante los siguientes cuatro años, hasta los siguientes Juegos Olímpicos de Albertville, en 1992. Corría el 4 de septiembre y Blanca había confirmado sus aspiraciones ya en la primera manga. Hizo el segundo mejor tiempo, 48,25 segundos, tan solo tres centésimas más que la norteamericana Julie Parisien y el primero en el intermedio, 25,54. Arriesgó muchísimo en la parte alta, pese a que poco después de las diez de la mañana el sol aún no había derretido las placas de hielo que mantenían la nieve dura. Las condiciones eran ideales para nuestra representante, pero para ganar tenía que arriesgar. Doce esquiadoras estaban colocadas en menos de un segundo de margen.
Había calentado los músculos como todas las mañanas antes de ir a la pista, a las siete, para entrenarse. En el largo intermedio de cuatro horas entre las dos mangas, Blanca comió fruta y dulces que le permitieran tener rápidamente glucosa en sangre. Estuvo concentrada con entrenadores y psicólogo para soportar lo mejor posible la tremenda presión. El segundo trazado iba a ser aún más rápido que el primero y era fácil deducir que un ritmo más acelerado provocaría más eliminaciones. Así sucedió.
Tras los primeros abandonos le tocaba el turno a la austríaca Petra Kronberger, que había obtenido el segundo mejor tiempo, 44,40, poniendo a la española en una situación difícil para el acceso a las medallas. Algo tuvo que pasar por su mente, porque Blanca esquió con precaución, demasiado tranquila, con un ritmo poco vivo, queriendo asegurar, y así se le acabó de ir el oro. La tensión pudo con ella. Con 45,10 hizo el octavo tiempo. Todo dependía del descenso de Parisien, que bajó aún más agarrotada que Blanca, superando su marca, a medio descenso, en veintiuna centésimas. Cinco centésimas salvaron a Blanca del desastre.
Mientras se confirmaba si era tercera o cuarta, Blanca se desgañitaba en la meta: “Cuarta no, cuarta no. Prefiero ser la última”. Y por fin llegó la medalla. Así que ya podía dejarlo. Porque ni bañada en bronce ni siendo la primera española con metal olímpico abortó sus planes de retirada a los 29 años. Ni siquiera el gurú olímpico Juan Antonio Samaranch consiguió convencerla de que aguantara cuatro años más. Lo tenía muy claro. No daría más prórrogas. Lo había decidido hacía mucho tiempo y con absoluta determinación.
Entró en el pueblo a hombros y la pasearon de una calle a otra como a una torera, a la par que gritaba: “Se lo dedico a Cercedilla”. Mientras, sus vecinos ondeaban banderas de España orgullosos de su heroína, la primera mujer medallista olímpica en la historia del deporte español. Y junto a las hazañas previas de su hermano Paquito, se celebró una de las mayores fiestas que se recuerdan en este pequeño municipio de la montaña madrileña, de siete mil habitantes.
Desde aquel momento, durante los 26 años siguientes, Blanca se calzó unos esquís apenas cinco veces. Todas ellas con ocasión de homenajes a su hermano Paco o para apoyar causas benéficas. Y hasta 2018 no volvió a ver competiciones de esquí en televisión. “Ya no conozco a nadie”, comentaba, pero la realidad es que estaba sobresaturada.
La primera vez que se quebró fue ante la muerte de Paco. En sus últimos tiempos, los hermanos se turnaban para estar con él. Le dijo a Blanca: “Ríe por mí al menos una vez al día, y a ser posible con una carcajada”. No fue fácil, y cuando le preguntaban si había podido cumplir el encargo, contestaba escuetamente: “No”.
Blanca dejó la nieve, pero la vida también le supuso un eslalon tras otro. No le fueron bien los negocios. Se apasionó por el golf, se dedicó a organizar circuitos verdes por la sierra y abrió un centro de buceo en Murcia, con su segundo marido, además de ejercer como entrenadora de electroestimulación. Pero de todas esas idas y venidas, lo que más sorprende fue su participación en las pasarelas televisivas de formato reality: La selva de los famosos, Splash, Famosos al agua o El conquistador del Aconcagua, en la televisión vasca. En los últimos tiempos se ganaba la vida como entrenadora personal a domicilio, aunque pasaba por serias estrecheces económicas: “No tenía tarjetas de crédito y solo tenía una cuenta con cero euros”, confirmaba su hermana Lola.
Tampoco dio con la felicidad familiar. El 17 de julio de 1991 se casó en el monasterio de El Escorial con el italiano Daniele Fioretto, al que había conocido con tan solo 14 años, mientras ambos se deslizaban por las pistas de Suiza. Aquel matrimonio no duró mucho y Blanca volvió a contraer nupcias con David Fresneda, el padre de sus dos hijos, de quien también se separó de forma no precisamente amistosa.
En un pueblo tan pequeño como Cercedilla los éxitos olímpicos de los Fernández Ochoa, bronce en eslalon para Blanca en Albertville 1992 y antes su hermano Paquito, oro en eslalon en Sapporo 1972, dejaron una fuerte impronta. Además de la estatua de Paco en la plaza Mayor, junto al Ayuntamiento, los dos hermanos dan nombres a calles y polideportivos. Toda una generación creció tratando de emular a los campeones, y la inspiración dio sus réditos. Un total de 29 campeones de esquí nacionales han tenido su origen en Cercedilla.
En el museo del esquí, un edificio de tres plantas, todo el piso superior está dedicado a los hermanos, y en una de las paredes están reproducidas las palabras de Paco: “Siento Cercedilla por los cinco sentidos. Mi pueblo huele a salud, guarda el sonido de una campana eterna, tiene el olor del otoño, el tacto de una flor y sabe a torreznos y vinito”.
Los vecinos aseguran que Blanca se dejaba ver muy a menudo por el pueblo haciendo la compra o tomando un café. Tan solo tres días antes de su desaparición almorzó con su madre y su hermano Juan Manuel en El Rincón, un bar de tapas de la plaza Mayor. Blanca adoraba el pueblo y su entorno, todas esas calles que desembocan en senderos que conducen a la montaña, y a ella le encantaba internarse por los caminos, en especial los que terminan en los Siete Picos. “Es mi montaña, mi referente, Es mi lugar de refugio, me calma. Allí están mis orígenes”, declaraba a una revista deportiva.
Es hora de concluir esta trágica historia con final dramático que, en opinión de muchos, se podría haber evitado. Porque al deportista de élite no solo hay que ayudarle cuando termina su vida deportiva, sino que desde el principio es fundamental prepararle para cuando llegue la retirada. Entrenarle para el día después. Una preparación previa que a cada uno le permita, de la forma menos traumática posible, su reinserción social. Y si para cualquiera es delicado, siendo mujer mucho más. La vida del posdeporte es difícil, dura, complicada por numerosos factores, mucho más allá de lo meramente económico. El cuerpo se resiente, pero más aún la mente, porque durante años se han generado unos niveles de adrenalina y unas sensaciones que nunca más se volverán a experimentar. Con 30 años se tiene la certeza de que hay cosas que ya no se sentirán, se haga lo que se haga. Desaparece de golpe el motor que impulsó la vida durante años, desde los ocho, desde los cuatro…
El éxito es algo bonito. Un momento que todos quieren vivir, pero después de esto vienen otras coyunturas que hay que saber afrontar. La planificación absoluta que lleva a los profesionales del deporte a plantearse al final de su carrera «¿y ahora qué?».
Mucha gente conocía la situación de Blanca Fernández Ochoa e intuía que nuestra medallista olímpica no pasaba por su mejor momento, lo cual conduce a los interrogantes lógicos sobre la responsabilidad de lo sucedido. Como revelaron sus hermanos, el diagnóstico llegó después de su primer intento de suicidio. Su amiga Cristina López-Ibor declaraba que la propia Blanca era muy consciente de su situación, de su enfermedad crónica y de las dificultades a las que se enfrentaba. Igualmente, la doctora recordaba que Blanca operó a su perro el día anterior, un indicio que no hacía presagiar el paso que tenía previsto dar.
Sirva, en definitiva, este humilde trabajo como retrato emocional de una leyenda que arrancó en su más tierna infancia, cuando lo que menos se le pasaba por la cabeza a Blanca Fernández Ochoa era ser esquiadora y menos aún pasar a la historia. Un homenaje a una mujer que supo derrotar al cliché de las comparaciones odiosas, que superó la soledad de los internados, las limitaciones de los medios con los que compitió al más alto nivel y el dolor de dos matrimonios fallidos, pero que supo dejar un legado vital fabuloso a sus dos hijos, grandes deportistas que continúan la estirpe de los Fernández Ochoa.
Aunque su figura sigue en el recuerdo de toda una generación de españoles, me quedo con las palabras de la periodista Olga Viza: “Diecinueve homenajes en un año y qué pocos en veinte… Lo hacemos mal”.
Sirva este recuerdo personal para seguir rindiéndole tributo…
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