Hay en esta novela una representación gráfica de la paradoja de la tortuga de Aquiles: dos amigos emprenden un viaje por la Panamericana montados en la parte trasera de un camión. En principio, ha de ser un recorrido corto, pero enseguida les invade la sensación de que nunca llegarán a destino.
En este making of, Ernesto Escobar Ulloa cuenta el germen de Horizonte tardío (Comba).
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Marzo de 2020. Necesito vacaciones. Desde hace años trabajo más de lo recomendable. Tras el fracaso de una novela en la que hipotequé demasiadas ilusiones, el trabajo representa una huida hacia adelante. Seco de mente, avaro de planes, encarno la extensión de un dispositivo iPad, programo agendas y me limito a cumplir. Hay días que llego a trabajar en cinco sitios diferentes. Salgo de casa a las 08:30, y a la vuelta, entre las 21:30 o 21:45, me acompaña hasta cierto tramo un viejo colega con el que comparto la locura del trabajo fijo combinado con la modalidad “freelance / falso autónomo / ni falta hace que me exploten que ya me exploto yo”. Universidades privadas que brotan como hongos con sus doctorados para estudiantes foráneos junto con el desembarco de empresas extranjeras eleva a la enésima potencia las posibilidades de dar clases de español. En cuestión de pocos años hemos pasado de las colas del INEM al pluriempleo. Es materialmente imposible hacer más horas pero las notificaciones de llamadas, mensajes y mails, aunque en silencio, insisten en reclamar mi atención. Le cuento a mi colega que me he convertido en una especie de agente de empleo, tengo en agenda a profesores jóvenes que recomiendo a mis jefes cuando no doy abasto. Empiezo a dudar si me buscan por mis servicios o por ahorrarse leer curriculums. Debería cobrar comisión, me aconseja. Nos preguntamos qué puede frenar la racha, qué puede parar este tren de alta velocidad en que se ha convertido nuestra vida robótica. Son testigos esas noches invernales, la rasca y las calles vacías. La única respuesta imaginable es que en una de esas caminatas uno de los dos se desplomará como un juguete roto. Presiento que yo no, que desconozco la fatiga y he trasmutado en máquina, incluso el alma se la he vendido al mejor postor.
Una semana antes de partir de vacaciones en el único trabajo fijo hay programada una reunión urgente. Las noticias inquietan cada vez más a la gerencia, que ya para esas fechas da el año por perdido: los estudiantes del gigante asiático (más de la mitad de la clientela) ya no vendrán al menos hasta el próximo año. El mensaje sin embargo es de calma. La escuela puede resistir. Somos una marca consolidada a nivel internacional. Se espera que las drásticas medidas tomadas por el gobierno de Xi corten la irradiación del virus y con ello vuelvan las matrículas.
Mi compañero y yo intercambiamos miradas de un extremo al otro de la sala: ¿será la respuesta a la pregunta que nos hacemos cada noche de qué habrá de frenar la racha? Covid 19 le dicen al cabrón. Entre incrédulo y optimista, cruzo el charco unos días después. Me desenchufo de la vida, consumo los días sin pena ni gloria o apagado o en pausa. Regreso el domingo 7, por la mañana no me da tiempo de ver las noticias, en el trabajo me dan el número de infectados. Por la noche, en el último trabajo, me dan otra cifra muy superior. El viernes siguiente Sánchez decreta el confinamiento que se hace efectivo el sábado. Suerte que no me agarró en Perú.
De un día para otro paso de no tener tiempo para nada a no saber qué hacer con mi tiempo. Me sobra. ¿Qué hago, aparte de encenderme para salir de la cama? ¿Qué solía hacer antes con mi vida? Mi memoria empieza a activarse. El pasado me demuestra que he sido una persona humana, un Homo sapiens sapiens bípedo parlante. Yendo más lejos alguna vez fui un niño, un adolescente, un joven, conocí la gloria y la miseria absolutas. Me doy cuenta de que he estado vivo todo este tiempo. No son cables lo que conecta mi circuito interno, sino venas, arterias, carne, hueso y un corazón, trajinado pero todavía late. La vida se me presenta como el bien más valioso ahora que corre peligro.
Se materializa la inusitada posibilidad de recuperar el territorio perdido de la lectura y la escritura de quien antes vivía en mí. La tan ansiada combinación cuarto propio y tiempo libre y otros dos milagros más: uno llamado ERTE (Expediente de Regulación de Empleo Temporal) que sacaron a flote a 50 millones de europeos, y otro seguir vivo, o sea que el corona no me lleve.
Primera fase de un plan poco ambicioso es leer algunos tochos pendientes, empiezo por Guerra y paz. Descubro una máquina de literatura rusa de casi dos siglos de antigüedad. Segunda fase del plan es descartar grandes proyectos. Ahora que he recuperado las emociones siento miedo, no a la página en blanco, sino a descarrilar antes de lo previsto. Nada de cantares de gesta escritos en español medieval ni de construir la última distopía partiendo de postulados borgesianos. Limitarme a corregir, editar páginas de diarios, pasarlas a limpio y poco más. El fracaso me acecha. A los pocos días decido que lo mejor es coger carrerilla con unas crónicas de viaje. En contados casos mis diarios pueden ayudar. En la lista figuran: Puerto Fiel, Hamburgo, Toulouse, Londres, Tokio y Seúl, entre otros.
Imagino que Puerto Fiel, al tratarse más de una excursión que de un viaje, no pasará de las diez páginas. No bien empiezo me doy cuenta de algo a lo que nunca le había dado importancia. ¿Quién era la persona con la que arrancó aquella aventura? Descubro que nunca he sabido de quién se trata. Era un viejo conocido del colegio, amigo de unos amigos, pero quién. En mi colegio éramos miles de estudiantes. Conformábamos una especie de clan, una gran familia, como gustaban decir los padres recoletos. Estaban los amigos y los amigos de los amigos, solíamos llamarlos por sus apellidos, a veces por su sobrenombre, a veces solo los conocíamos de cara. Sabía que era amigo de unos amigos pero no ubicaba de quiénes. A lo mejor me avergonzó preguntárselo. Tal vez lo hice. No lo sé, pero nos reconocimos en medio de la carretera y decidimos emprender viaje juntos. En realidad no era un viaje per se, pero la literatura lo convertiría en una odisea. Nos disponíamos a celebrar año nuevo, él en una playa en el kilómetro cuarenta y tantos al sur de Lima y yo en otra en el 122. Eran las doce del mediodía del día 30 y los autobuses pasaban llenos, ninguno paraba. Al día siguiente sería aún peor: o nos íbamos cuanto antes o caería la tarde y debíamos resignarnos a pasar el año nuevo en Lima. En eso se nos acercaron tres desconocidos, más o menos de nuestra edad, que nos propusieron “tirar dedo” juntos. Dijeron que los camioneros paraban si veían grupos grandes. Era verdad, no tardó nada en parar un camionero y su joven copiloto, en una carcacha que llevaba costales de arroz al sur del país a no más de 30 kilómetros por hora. Las cosas que pasaron en aquella travesía inspiraron esta novela tanto como las que ignoraba. ¿Quiénes eran todas aquellas personas con las que pasé esas horas interminables? Especular fue un regalo del cielo en esos momentos en que el mundo se sumía en el pánico, en que cada cual se protegía y protegía a los suyos de un enemigo invisible que se propagaba por el mundo.
Nada me inspira más que aquello que jamás tendrá respuesta. ¿Quién era mi viejo compañero de colegio y qué diablos hacía ahí? ¿Por qué iba solo, como yo, prácticamente de incógnito? ¿Cómo es que no conocía su destino, era una de las playas más concurridas del sur, de la que tantos recuerdos guardaba yo de la infancia? ¿Quiénes eran los otros viajeros? ¿Que sería de sus vidas? ¿Cómo es que congeniamos y nos caímos tan bien pese a que pertenecíamos a clases sociales tan distanciadas por una brecha enorme? ¿Quiénes eran el camionero y su sobrino, cuáles eran sus vidas, cuál era su pasado, qué les pasó después de dejarnos en medio de la noche, en ese país lleno de peligros, amenazado por el terror de la guerra subversiva de Sendero Luminoso y el MRTA, dividido en un complejo mapa de Zonas de Emergencia militarizadas y otras simplemente a punto de caer en esa categoría, infestado de rumores de un inminente golpe de Estado y la certidumbre de estar librándose una guerra sucia descarnada?
De pronto las interrogantes crearon el ruido incesante del teclado, ya no me dedicaba a apuntalar una crónica de viaje, ya ni siquiera escribía, me poseían voces ajenas que me dictaban cosas que ignoraba que escribiría en la siguiente línea. Deshecho de la máquina, me convertí en un filtro, en un embudo que vertía relatos ajenos en una pantalla, y que más tarde se veía simplemente recopilando, corrigiendo, acoplando, organizando. Me reencontré con el chico de 19 años que escribió su primera novelita en un rapto idéntico, y que supo que si eso era ser escritor no había nada mejor en la vida.
Tan fuerte era mi humanidad y mi temor a fracasar, a descarrilar de nuevo, que me engañé, llevaba 20 páginas y no había contado ni la quinta parte de la historia, pero me dije a mí mismo: «No es una novela lo que tienes entre manos, es solo un cuento largo, como mucho una nouvelle o un relato en dos partes, pon un punto final aquí y debajo del título escribes “primera parte”, en la segunda terminas». En la segunda parte, en vez de continuar y terminar, inicié una digresión, y me fui de viaje al pasado.
El resultado final fueron dos años de escritura y un año de correcciones y cuatrocientas treinta y tantas páginas. Tal vez nunca sabré quiénes son los verdaderos protagonistas del viaje, tal vez ellos tampoco lleguen a saber que escribí una novela inspirándome en ellos, que mi intención fue rendirles un homenaje, porque el tiempo y la edad me hicieron rescatar lo verdaderamente importante de aquella aventura, en plena pandemia, en plena soledad, en pleno desamparo: el hecho de vivir nuestra juventud cueste lo que cueste, de que no nos la robe la guerra, el terror, y en su caso, además, la falta de oportunidades. Nos hermanaron las circunstancias, nos descubrimos en el otro, en sus miedos, en sus esperanzas, fuimos compañeros pese a nuestras procedencias dispares, y gracias a todo ello aquella excursión quedó en nuestra memoria —estoy seguro— como una odisea irrepetible que, al ver la vida en peligro, rescaté.
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Autor: Ernesto Escobar Ulloa. Título: Horizonte tardío. Editorial: Comba. Venta: Todos tus libros.
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