Foto de portada de Eduardo Penagos.
Álvaro Colomer sigue empeñado en desvelar el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, indagar en los orígenes de su vocación, en el germen de su despertar al mundo de las letras, en el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más misterioso: la literatura.
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La pasión lectora de Kike Ferrari, y en verdad su vocación literaria, despertó el día en que su padre, panadero de profesión, le pidió que se sentara a su lado y prestara mucha atención. El niño de siete años que algún día habría de convertirse en escritor obedeció de inmediato y, aun así, su progenitor le puso las manos sobre los hombros y le insistió en la necesidad de que se concentrara al máximo, ya que se disponía a hacerle entrega del único objeto que diferenciaba a los seres humanos de los monos. El padre abrió entonces la bolsa y, en vez de una pelota de fútbol o de unos autos de plástico, sacó un libro. Impresionado por el hecho de tener entre las manos un artefacto de tamaña importancia, Kike Ferrari decidió en aquel momento dedicar su vida al noble arte de las letras o, lo que es lo mismo, a la no menos noble labor de diferenciarse de nuestros antepasados primates.
Pero en realidad Kike Ferrari sí que ha sido siempre un poco pirata. Pirata cultural, pero pirata a fin de cuentas. Realizó su primer abordaje a los trece años, un sábado mientras paseaba por la Avenida Corrientes, concretamente al pasar frente a una librería de viejo y entrever la portada de un libro en la que aparecía un guerrero blandiendo una espalda. Ferrari no tenía plata, pero sí las manos muy largas, y agarró el ejemplar, lo escondió en la chaqueta y echó a andar con la cabeza baja. Cuando se hubo asegurado de que nadie lo seguía, se sentó en un portal y se adentró en el mundo de Conan, el bárbaro, de Robert E. Howard. Y tanto disfrutó acompañando a aquel mercenario en su exilio cimmerio que ni siquiera se dio cuenta de que se le había hecho tarde. Tenía que regresar a casa y, como no podía hacerlo con un libro robado, abandonó el volumen en la calle. Y el siguiente sábado, ansioso por saber cómo continuaba la historia, regresó a la misma librería y robó un segundo ejemplar del mismo título. Repitió la operación hasta seis veces, una por semana, hasta alcanzar la última página y, aunque puede parecer un latrocinio demasiado doloso, por Crom que no se arrepiente.
Evidentemente, Kike Ferrari no ha sido ni el primer ni el último escritor que ha birlado libros en Corrientes. De hecho, hay tantas librerías en esa avenida que probablemente sea el epicentro de la bibliocleptomamía —o del «impulso librero», que diría Rodrigo Rey Rosa— cuando menos en Latinoamérica. Rodrigo Fresán, por ejemplo, ha contado en alguna ocasión que, siendo un jovenzuelo, desafió a un amigo a recorrer esa arteria para ver quién se hacía con los siete tomos de En busca del tiempo perdido en el menor tiempo posible.
Es cierto que Pío V instauró en 1568 un decreto de excomunión a quienes se agenciaran libros ajenos, pero todos sabemos que ese tipo de hurto, siempre que sea con fines culturales, es el más benigno de los pecados. Roberto Bolaño ni siquiera lo consideraba un delito, sino una actividad inherente al oficio, con permiso del alcoholismo y la siesta. En realidad, casi todos los escritores la han practicado alguna vez. Enrique Vila-Matas vio a Anthony Burgess hacerse ilícitamente con una edición en catalán de James Joyce en cierta librería barcelonesa, y Mónica Ojeda se agenció en su juventud de un ejemplar de El perfume de Patrick Süsking solo para saber qué se sentía al afanar un libro.
De cualquier modo, hay que reconocer que cuesta mucho reprender a un chaval que estira la mano. Se le puede coger de la oreja, echar una bronca y explicarle que existen lugares llamados bibliotecas, pero, ¡hombre!, luego hay que dejarle ir a ser posible con el libro debajo del brazo. Porque nunca se sabe si, en un futuro tal vez no lejano, ese mismo ladronzuelo escribirá una novela que encandilará a los lectores y, justicia poética, mejorará la economía a todos los agentes implicados en la cadena del libro.
PD: Este artículo está dedicado a los libreros que no me vieron o que hicieron la vista gorda cuando, siendo yo un estudiante de Filosofía —y en compañía de mi amigo Julio—, robé los Diálogos de Platón, las Críticas de Kant, las Tragedias de los tres griegos, la Poética de Aristóteles y algún que otro título más de esa colección tan cara, la de tapas duras, que tenía la editorial Gredos. A todos ellos, gracias y disculpas.
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La última novela de Kike Ferrari es El significado del fuego (Alfaguara).
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