La caída del imperio extiende el marco externo de la acción novelesca entre el 13 y el 16 de mayo de 2011. Ese trecho temporal se divide en tres partes de enunciados alegóricos que implican una valoración en principio negativa de lo sucedido en dicho breve trayecto cronológico: “El Imperio romano”, “La guerra de los Treinta años” y La decadencia de Occidente”. A nadie se le escapará el aviso que manda el autor, Javier Gallego: la novela recoge el antes y el después inmediatos de la fecha central del relato, el 15M, día ya establecido como emblemático del movimiento ciudadano de los “indignados”. La manifestación y la acampada multitudinarias en la madrileña Puerta del Sol de aquel 2011, aunque todavía cercanas, han generado ya un puñado de narraciones objeto incluso de estudio en medios universitarios. Aunque el libro de Gallego se sume a ellas con el claro doble objetivo compartido con las obras que lo preceden, ofrecer tanto la crónica como el balance de aquel momento ilusionante para muchos, se distingue por una acusada impronta personal.
Basta con hacer unas calas al azar en el libro, con abrir aquí y allá unas cuantas páginas, para comprobar dicha pasión experimental. A golpe de vista se encuentra un largo repertorio de variedades tipográficas, diversas familias de letras, o el mecanoscrito característico de las antiguas máquinas de escribir. Lo mismo ocurre con el tamaño de las letras, desde medidas minúsculas que requieren lupa hasta tamaños enormes, tanto en palabras u oraciones aisladas como en pasajes de fuerte impacto visual. No falta el relato a doble columna que busca reproducir la simultaneidad. Ni el texto que se diluye en la página y aboca en la página en blanco.
No saltan a la vista, pero la lectura pronto descubre otras querencias del autor. Tanto las onomatopeyas como las anáforas se convierten en recurso corriente. Se divierte con una amplia paleta de figuras retóricas. Le gusta también la rebeldía contra la ortotipografía académica. Los diálogos suprimen la marca del guion, aunque en esto sigue un hábito reciente ya convertido en moda. Más algo original, y no tentado hasta este momento, que yo sepa: los diálogos suprimen el signo de punto final. Este recurso no evita la contradicción: ¿por qué se liquida el punto en el diálogo compuesto por una única oración y sí se utiliza para separar sintagmas seguidos? Todo ello produce la impresión de abocarse a un concurso de ingenio, con fogosidad un tanto infantil.
La pregunta es si estos procedimientos, todos ellos o cada uno por separado, aportan algún valor expresivo. Mi respuesta es negativa. Además, su originalidad suscita reservas. Casi nada de lo que realiza Gallego resulta nuevo. Se halla en la prosa de la vanguardia clásica o en la fiebre formalista española de finales de los sesenta. El autor hace un despliegue técnico impresionante y revela un trabajo esforzado muy meritorio por la exigencia de romper con la escritura narrativa rutinaria. Pero obtiene magros resultados, si no contraproducentes.
Ocurre esto último sobre todo con una técnica fundamental del libro. Me refiero al ocultamiento del narrador. La anécdota se desarrolla mediante secuencias más bien cortas que cambian de punto de vista; cada una se debe a un narrador en primera persona que se alterna. Sucede que ese narrador se especifica solo en pocas ocasiones y en las restantes corre por cuenta del lector identificarlo. Por supuesto que existen indicios para hacerlo. Pero ello obliga a una lectura sacrificada, a un auténtico sufrimiento. Desaparece el placer de la lectura. Y ello mata la carga emocional de la historia, la cual, por otra parte, la tiene, y muy intensa. A uno se le pierde el fondo dramático de la novela en la carrera de obstáculos que se encuentra.
Bajo este abultado aparataje técnico Javier Gallego aloja una densa historia colectiva de actualidad, una especie de colmena celiana de dicho momento emblemático, la barojiana lucha por la vida de un grupo de jóvenes desnortados que buscan darle sentido a su existencia. Qué haga este pequeño grupo de chicos y chicas, a quienes reúnen el azar y las afinidades electivas, media docena de personas a las que se van agregando unas pocas más a lo largo del relato, se convierte en la base de una crónica. Se juntan en unos pocos sitios, públicos o privados, bares o domicilios particulares. Consumen droga y alcohol sin tasa. Se abisman en un torrente musical que canaliza sus desazones. Se entregan a relaciones afectivas complicadas. Pelean con la sombra del padre. Encarnan el precariado laboral. Participan en la asamblea de Sol y dan testimonio de las pancartas que expresaron aquella rebeldía. En suma, una imagen colectiva que pivota sobre algunas buenas historias personales: la periodista recién despedida, el hijo de papá que se libra del calabozo, el policía represor que se asocia a los reprimidos…
En cierta manera, Javier Gallego le da una vuelta de tuerca veinte años después a Historias del Kronen, aunque ampliando el puro desaliento existencial de Ray Loriga hasta enmarcarlo en determinantes económicos y materiales que condicionan los destinos individuales. Los jóvenes de Gallego se enfrentan al capitalismo. Muestran rebeldía, insatisfacción, desesperación. Hacen proclamas violentas. No encuentran alternativas. Algo les vale la amistad y el amor, pero es la droga su solitario cobijo. Al final, la novela muestra un fracaso absoluto.
Hay un fondo de verdad conmovedor en La caída del imperio. Y un alegato franco contra un sistema que produce dolor, angustia y desaliento. Que trunca las legítimas esperanzas de un concreto grupo social, y, por extensión, de la sociedad entera (para ser exactos, de la clase media urbana, pues no hay huella del proletariado). Al servicio de esta causa despliega Javier Gallego unos enormes recursos, un trabajo de una exigencia infrecuente. Todo ello debe celebrarse en tiempos en que la novela literaria, por así decir, no es la más común. Los resultados, sin embargo, merecen una atenta valoración. La concepción de la novela como una ardua gincana enfría la carga emocional y le resta poder revulsivo. No estará de más recordar la advertencia que Miguel Delibes solía repetir: los virtuosismos técnicos tienen efectos negativos y logran que el lector se desinterese por la novela.
El final pesimista de la novela en el que no se ve ninguna luz para el generalizado fracaso de los protagonistas invita también a la reflexión. La caída del imperio responde a un imperativo progresista. Sin embargo, nada más lejos del libro que mostrar el sentido progresivo de la historia que caracteriza a la literatura de izquierdas. Lo que nos deja es un horizonte muy negro, sin esperanza de mejora. Los personajes tienen su futuro cerrado. La denuncia, sostén de la amarga verdad que se cuenta, implica la paradójica consecuencia de desembocar en una mirada conservadora. No estamos ante un caso aislado en nuestra narrativa crítica de última hora. Coincide con el duro alegato de Rafael Navarro de Castro en Planeta invernadero contra los excesos del capitalismo, la especulación y el menoscabo de la naturaleza. También aquí, por cierto, la abundancia de droga y sexo se constituye en solitario refugio en una sociedad hostil. Quizás esta sea una generalizable percepción de época.
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Autor: Javier Gallego. Título: La caída del imperio. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros.
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