El nombre de Frankenstein suele evocar la imagen de un ser monstruoso, un puzle animado construido con piltrafas ajenas que despierta compasión o se nos acerca con instintos asesinos. Esa imagen deformada no es sino la prueba de su triunfo, de su éxito a la hora de robar el fuego sagrado de los dioses. Frankenstein no es sino el apellido de su creador, un joven científico que da vida a un ser para luego abandonarlo sin darle siquiera un nombre. Al final, el pobre ser ha robado el de su creador, devorándolo en la ficción de igual forma que ha eclipsado la figura de su autora. Este monstruo engendrado por el sueño de la razón en la mente de una joven de 18 años pertenece ya al escaso y selecto grupo de personajes literarios que han hecho sombra a las plumas que les dieron vida: D’Artagnan, Lolita, el conde Drácula, el doctor Jekyll, Sherlock Holmes…
A todos nos marca el pasado, las sombras familiares, el legado de los que vivieron antes. Los románticos son herederos del siglo XVIII, el siglo de las luces y del racionalismo más radical, del fin de la superstición y del ascenso de la ciencia, del colonialismo y el progreso. Y se sienten huérfanos. Perdidos. Frustrados. Les rodea un mundo que no entienden. Enjaulado por la moral aristocrática y las convenciones burguesas, el romántico se siente insatisfecho, infeliz, alejado de sí mismo y encorsetado por los rígidos límites de la razón. Sus padres creyeron que los problemas de la humanidad tendrían solución, pero ellos sienten que bajo esa lógica sólo yacen revoluciones fallidas, injusticia, guerras, muerte y los eternos demonios del ser humano. El pueblo es ajeno. Para que haya tiempo para los ideales, la estética, la imaginación… se precisa de un estómago lleno. Unos están hambrientos de arte, libertad y transgresión. Los otros, de pan. Los vampiros de las fábricas chupan la sangre del proletariado y Lord Byron o Shelley no pueden ser Marx. Y sin embargo, pese a ser una rebelión de niños bien con poses de dandy, hay en su núcleo un germen de autenticidad que les llevará en muchos casos hasta la muerte o a dejar huella en la historia.
Así, los vástagos de las mejores familias enarbolan la bandera del ardor irracional y revolucionario al nacer el siglo XIX y crean una de las reacciones vitales más prolíficas de la historia. Son radicales y heterodoxos. El lado oscuro del ser humano, el ego, los suicidios, el mal, lo increíble, lo irracional… les atrae como a la polilla la llama. La pasión combate a la razón con toda desmesura. Lo fantástico a lo real. Los oscuros recovecos del interior de cada cual se convierten en regiones a explorar, y resulta que tras siglos de vigilancia de un ahora ausente carcelero están llenos de monstruos. Ellos lo escribieron, Goya lo pintó. Los monstruos más aterradores son los que crea la razón, cuidadosamente castrada durante siglos. Los que todos escondemos dentro. Esos que tememos ver en el espejo. Esos que hacen que Mary Shelley, inmersa en un verano que no llegó pero que para su círculo fue mágico como nada más volvería a serlo –eran jóvenes, inmortales, tenían la vida por delante, talento a raudales y amaban (y odiaban) con pasión–, cree un ser inmortal sin nombre.
En realidad, la obra de Mary, la de los tres apellidos –Godwin, Wollstonecraft, Shelley– no es sino un complejo punto de encuentro entre las teorías del siglo XVIII, el romanticismo y sus ideales, y la posterior narrativa victoriana. Todo ello, con raíces ancladas en las tragedias y mitos griegos más antiguos, y construido, gracias a una mente brillante, sobre el rico abanico de influencias culturales y literarias presentes en su vida.
En 1817, ya de vuelta en Inglaterra, aquel verano de ilusiones suizas donde todo parecía posible, queda ya muy lejos. Dos suicidios, una boda, otro embarazo… En enero los tribunales han decretado que un hombre tan inmoral como Percy Shelley no es apto para criar a los hijos que tuvo en su primer matrimonio, a los que no volverá a ver. Se han convertido en unos apestados para la sociedad. La amiga escocesa de la infancia de Mary, Isabel Baxter, rompe toda relación con ella, impulsada por su novio. Hay rumores de que Godwin –que pide dinero constantemente a Percy– ha vendido a sus dos hijas. Ser distinto nunca es fácil. La madre de Mary ya había vivido la dura soledad de los pioneros. La misma que los protagonistas de su novela experimentan atravesando glaciares suizos o los hielos del Polo Norte.
Bath y Marlow van a ser los escenarios de su vida en estos años. Mientras Percy se ausenta a menudo para huir de los acreedores y evitar ir a prisión por deudas, Mary lee y escribe compulsivamente. De Suiza volvió preñada de Frankenstein y su gestación durará, era inevitable, nueve meses. La casita de Marlow donde este primer moderno Prometeo vio la luz pasa hoy casi desapercibida para el visitante. Una placa y el nombre de la autora señalan que fue allí, sin embargo, donde Frankenstein y su criatura tomaron forma definitiva sobre el papel.
Antes del verano de 1817 las anotaciones de su diario indican que ha terminado el manuscrito, interrumpido en numerosas ocasiones por los viajes y correcciones de Percy, que retocó numerosas cuestiones de estilo. A él le será atribuida la primera versión, que verá la luz en 1818, con un prólogo que él mismo había redactado. Su florida retórica a menudo contrasta con la redacción más sencilla de Mary, que no será reconocida como autora hasta 1822, cuando salga publicada la segunda edición. La tercera versión, publicada en 1831, expurga los añadidos de Percy e incluye revisiones de la autora que abarcan no sólo cuestiones estilísticas, sino también ideológicas. Lo que había comenzado como un relato corto era una compleja novela, plagada de interrogantes vitales y ambigüedades. El manuscrito original, conservado en la Bodleian Library de Oxford, permite desgajar los añadidos de Percy a la primera edición y recuperar el texto primigenio.
En el prólogo de la autora que acompaña a la edición de 1831 ésta afirma que el nombre, Frankenstein, le llegó en un sueño-visión. Sin embargo, los castillos de Frankenstein en Alemania (relacionado con famoso alquimista Conrad Dippel, que experimentó con cuerpos humanos) y también en Polonia (escenario de un escándalo sobre ladrones de tumbas en el siglo XVII) y otros lugares asociados al nombre, repartidos por países europeos que la autora recorrió en sus viajes, sugieren algo distinto.
El mismo año de la publicación de Frankenstein verá la luz Northanger Abbey, la parodia de Jane Austen sobre el goticismo literario, género al que rinde homenaje la novela de Mary, aunque constituyéndose en precursora, al mismo tiempo, de la ciencia ficción. También ese mismo año los Shelley, hartos ya de todo, huyen a Italia en busca de un mundo y un clima más cálidos. Percy y Mary, William y Clara (sus dos hijos), Claire y Allegra (su hija con Byron), hacen las maletas con la idea de no volver jamás. Algunos no lo harán. En septiembre muere Clara y al año siguiente, William. Tampoco Percy volvería nunca a pisar suelo británico. En 1821 muere Allegra. Mary tiene 24 años y jamás volverá a ser la misma.
Frankenstein es, ante todo, una obra plagada de elipsis y poderosamente ambigua. Como la identidad. Una obra dual, un juego de espejos, una tragedia griega reinventada por una romántica revolucionaria y feminista que, sin embargo, no terminaba de coincidir con su consorte o su anárquico padre en sus ideales políticos o sociales. Cuestiona la propia esencia del ser humano y sus relaciones sociales. Habla de la fragmentación insuperable de la identidad, de la unidad del ser, del abandono, del bien y el mal, la belleza y la fealdad, el fuego y el hielo. Del poder de la familia cohesionada y de feminismo. De la búsqueda desesperada de un igual, de recibir y entregar respeto y afecto. De la cooperación, la dependencia mutua y el sacrificio. De la injusticia.
También del afán de grandeza de la naturaleza humana, algo inherente a los románticos, cuyos egos y sentimientos de superioridad y auto-divinidad fueron –junto la elevación del sentimiento, la sensación de soledad y abandono por parte de dios y de los hombres, el fastidio universal, o la fusión de alma y naturaleza– tan característicos como su extraño goce del dolor. Hay quien asegura que la auténtica religión de los románticos no fue sino un panteísmo egocéntrico, una forma de ver su “yo” en cada rincón del universo. Victor Frankenstein es, sin duda, un romántico que guarda abundantes parecidos con el propio Percy Shelley.
El monstruo no es sino un peculiar e inolvidable héroe. Su autora apenas comenzaba a adentrarse en el camino de espinas que el destino la deparaba pero su sufrimiento está patente en cada página del libro. Como bien señala Rosa Montero en La belleza del monstruo, “es un héroe inolvidable porque es un emblema del dolor humano, de la necesidad de amor, de la suprema injusticia del mundo, de la brutal estupidez de un Dios creador que pare seres imperfectos y es incapaz de cuidar de ellos. La Providencia divina no existe, grita Mary Shelley a través del desesperado lamento de su monstruo; la vida es arbitraria, ciega y cruel”.
Victor, nuestro dios-científico de tres al cuarto, ve a su obra, al parecer muy fea, abrir los ojos, y sale huyendo, dejando abandonado a ese ser recién nacido. Es fruto de su ambición, pero sobre todo de su pasión, y eso es imperdonable. Año y medio después reaparece en el mundo de su creador matando por accidente. En los blancos y helados glaciares de los Alpes se produce su encuentro, la narración de un ser que, buscando cariño, sólo ha encontrado rechazo y violencia. Caro ha pagado el precio de ser distinto. Hasta el punto de que, cansado del dolor, decide convertirse en ese horrendo monstruo que todos creen que es. Ahora matará por otros motivos, y también por egoísmo, ciego de dolor.
También ciego, por egocentrismo en este caso, está su creador. En ningún momento se le ocurre que las víctimas puedan ser otros, aparte de él. El ser femenino que crea es destruido con saña y horror, su prometida estrangulada en su noche de bodas. De nuevo, el juego de espejos. Y las mujeres como víctimas, no hay madres en esta obra. Todas mueren: la madre de Victor, Justine, la criatura, Elizabeth. Los padres están ausentes. Prometeo ha robado el fuego de los dioses y ha creado vida, pero Pandora está ausente de la obra, o no es ella quien trae el mal a los hombres.
Frankenstein o el moderno Prometeo es una novela moderna, valiente, con múltiples capas. La autora elogia al científico suizo, pero en realidad ¿no es él el responsable de los actos de su criatura? ¿no simpatiza más el lector con el engendro, que alcanza tintes de héroe trágico hasta elegir una muerte épica? Nadie es testigo de sus conversaciones. Nadie más que Victor ve a su Némesis. Y es que en realidad, Frankenstein y su monstruo son las dos caras de la misma persona. Se persiguen durante toda la novela, adelantándose en más de medio siglo al Doctor Jekyll y Mr Hyde, dejando patente que la identidad es el más complicado de los asuntos humanos y que la dualidad es inherente a ella.
Tenemos a un monstruo o criatura que, nacido de piltrafas del ser humano sin que se nos den demasiados detalles, provoca el rechazo instantáneo de su creador nada más abrir los ojos. ¿Es nuestra criatura el hombre natural de Rousseau? Animal, ser, monstruo, criatura, demonio. Son los términos con los que se le designa a lo largo de las páginas del libro. Carece de nombre, de ese ritual básico de transición que nos convierte en personas. Carece de familia o amigos, de lazos de ningún tipo. ¿Acaso sin los otros el hombre no es un ser humano? Nuestra criatura es capaz de llorar, de descubrir el fuego, de contemplarse horrorizado en las aguas de un lago, de aprender a hablar y a leer, de preguntarse quién es, de apreciar la virtud, rechazar la maldad o sufrir el exceso de soledad… ¿pero no es humano?
El abuelito del contradictorio doctor Frankenstein parece tener también bastante que ver con el propio personaje. El anarquista radical, contrario a las reglas y al matrimonio en la teoría, nunca llegó a poner en práctica sus ideales godwinistas. Se casa dos veces, repudia a su hija por vivir en concubinato y, por si no fuera suficiente, intenta vivir a costa de la pareja. Mary pasará largas temporadas sola, enferma o con hijos recién nacidos o recién enterrados, mientras Victor viaja por placer o para evitar a los acreedores, o dedica su tiempo a otras mujeres. Libertad contra convención, pasión versus razón. Dos siglos, dos formas de pensamiento, combaten en el interior del padre de Mary que, como Victor, como Dios, crea un vástago a su imagen y semejanza para luego abandonarlo una vez éste cobra vida propia. Se atribuye a Lichtenberg la cita que afirma que “las más extrañas criaturas siempre están en zonas fronterizas”. Y de eso nos habla la obra de Mary Shelley, de seres fronterizos.
La novela, escrita en forma epistolar, se ambienta en el siglo XVIII, plena edad de la razón, y arranca con el aventurero Robert Walton atrapado en los hielos polares. Ansioso de aventuras y gloria, como Victor, escribe a su hermana. Él también sueña como Victor, quiere robar el fuego a los dioses, como el titán Prometeo. Mary juega con el formato epistolar, pero también con una estructura de muñecas rusas. Victor y su obra, que no son sino el mismo ser, se persiguen atravesando parajes de hielo hasta que al fin, convertido ya en humano, el monstruo elige morir en su pira de fuego, en las soledades polares tras narrar su historia al capitán Walton, único testigo.
Como toda obra compleja, dejará su huella en la literatura. Bebe de Plutarco (al que leerá el monstruo), Hesíodo, Esquilo, Homero, Virgilio, Dante, Coleridge, Milton, Wordsworth y Goethe. También mitos hebreos como el del Golem y griegos como Prometeo, Edipo, Medea, Narciso, la Eva que trajo la desgracia al Paraíso (o la Pandora enviada al mundo tras el robo de Prometeo), o luego el desventurado Werther pasean por sus páginas de la mano de Victor o su criatura.
Victor se mira en el espejo y éste le devuelve la imagen de un alter ídem deshumanizado. De Frankenstein beberán muchos autores posteriores, desde las hermanas Brontë, Dickens, J.M.Barrie, Bram Stoker o Lautréamont hasta Wilde y su Retrato de Dorian Gray. Moby Dick retomará y hará inmenso el tema del antihéroe que persigue una teológica y misteriosa ballena blanca, mientras que Robert Louis Stevenson abordará el tema de forma mucho más directa en El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde. Lewis Carroll dará un paso más y hará que su Alicia, en lugar de mirarse en el espejo, lo cruce.
El dios ausente –tanto para castigar como para salvar– nos habla de una crítica al positivismo épico, y a través de este nuevo género que es la ciencia ficción asistimos a la fractura del núcleo formado por lo familiar y lo social, la tradición y el progreso. También a la sensatez de unas mujeres que en la novela son la voz de la bondad y la razón, y sin embargo mueren, son traicionadas o desmembradas. Aún falta más de un siglo para que la mujer inglesa pueda votar, pero Mary ya ha encontrado la vía para dar voz a su ferviente alegato contra la pena de muerte por boca de Justine (acusada de asesinar al pequeño William, hermano de Victor).
El talento de Mary radica en su imaginación, en la capacidad “de reconocer la oculta belleza de los monstruos”, como afirma Rosa Montero. Ser fronterizo desde su nacimiento –faltaba entonces mucho para que José Luis Sampedro entrase en la RAE con el discurso ‘Desde la frontera’–, con él Mary pudo conjugar como nadie las contradicciones de dos siglos, el romanticismo y la fascinación por la ciencia, los cuentos de fantasmas con la ciencia ficción, las teorías de Darwin con el mito del Golem. El melodramático relato de un náufrago, lo gótico, la pasión y los conflictos. La poesía inglesa y las tragedias griegas.
Hoy, Frankenstein es más conocido por el mito moderno generado por la industria cinematográfica que por su trama en sí. La autora llegó a ver representaciones teatrales en vida, pero será el cine el que haga universal el mito: Boris Karloff balbuceante en 1931, el eterno Christopher Lee como la criatura, Robert de Niro y el shakespeariano Branagh, Remando al viento –en la que Gonzalo Suárez reconstruye el ambiente que llevó a la autora a imaginar el mito–, e incluso la reciente The Frankenstein Chronicles, serie dramática que narra su propia y detectivesca versión de la historia, contando con la autora, Dickens o William Blake como personajes y con Sean Bean encarnando al monstruo… Sin olvidar los ojos de la pequeña Ana Torrent (El espíritu de la colmena) fijos en la pantalla de un cine de pueblo triste de la España gris de la posguerra, una metáfora perfecta que nos regaló Víctor Erice. El monstruo, que al final usurpó el nombre de su creador –como Prometeo el fuego a los dioses–, está más vivo que nunca.
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