Evaristo Ladar, actor entre vocacional y profesional, de oficio apicultor, había perdido su lugar en el elenco de la obra Wilde en Wilde, de Mario Costeguto, en el teatro municipal Ricardo Rojas, a mediados de 1983, en las vísperas de la recuperación democrática y el punto álgido del teatro independiente argentino, apuntalado por Teatro Abierto y sostenido por centenares de salas, privadas o estatales, a lo largo y ancho de la ciudad. En San Telmo pululaban, con modalidad a la gorra, las tarimas, los escenarios circulares, los sótanos, las bohardillas, el bar concert ; y cada barrio contaba con al menos un reducto donde se ponía Chéjov, Gorostiza, Cossa, o la vida de Lenny Bruce. Evaristo había trastabillado al olvidar una línea del texto —la trama refería a una fantasmagórica presencia del dramaturgo inglés Oscar Wilde en la localidad bonaerense conurbana de Wilde—, y reemplazarla por una de su involuntaria invención: “Las apariencias engañan. Pero qué lindas son…”.
Debió aceptar la expulsión de tablas como una fatalidad. Sentíase como el personaje de la canción de Baglietto que sonaba en los parlantes de las peñas y centros culturales: «De regreso, Mirta». Aunque Evaristo iba de salida.
Se metió en el Rambler y decidió no parar hasta Hudson, donde lo aguardaban sus mansos panales. Con el casco de red y la vestimenta hermética de cuero, en sus abejas encontraría el consuelo que le negaba la especie humana. Tenía sesenta años. Al Rambler no le importaba su edad, ni sus abejas, ni su fracaso: solo arrancaba con una serie de movimientos de la llave como si fuera una caja fuerte. Evaristo se llamaba a sí mismo René Laván cada vez que lograba ponerlo en marcha.
Ya llegando a Hudson lo sorprendió la aparición a la vera del camino de una muchacha haciendo dedo. Morocha, portentosa, desde el parabrisas se le distinguían misteriosos y bellos rasgos faciales. La nariz, descaradamente prominente, surgía bajo los rulos suavemente salvajes de su cabellera.
Evaristo intuyó que venía a trabajar al pueblo —vaya a saber uno de qué—, y apostaba a encontrar un paisano, que le diera el aventón de la rotonda a las afueras. Pero cuando se detuvo, y le aceptó subir, resultó que su destino era Mar del Plata. ¿Qué más debía hacer el veterano sesentón? La dama olía como una reina. Fungió que viajaba también a La Feliz y siguieron juntos. Hablaron de todo. Roxana le preguntó por su vida —solitaria, nómade, intrascendente—, y contó algo de la suya: divorciada, profesora de computación, rumbo a dar clases particulares al hijo de un empresario extranjero. Informó su edad sin que Evaristo la requiriera: 40 años. La computación era una materia incipiente, mucho más en el colegio secundario; y Evaristo calculó que los alumnos, adolescentes, prestarían mucha más atención a la exposición física de la profe, notoria de frente, que a los conocimientos algorítmicos. Le contó su metida de pata con la frase que el autor había escrito para Oscar Wilde. Roxana celebró la digresión de Evaristo.
—Es genial —lo halagó—. Ojalá a mí se me ocurriera una frase así.
Evaristo se sonrojó. Pero también sintió otras cosas.
En el centro de Mar del Plata, ella le dijo que las clases, su semana laboral con domicilio incluido, comenzaban al día siguiente. Había llegado demasiado temprano: ¿podrían compartir una habitación de hotel? Evaristo no podía creerlo. ¿Jugaba el destino con él? Sus abejas lo aguardarían. No le reprocharían aquel milagro. Paradojalmente en la habitación ocurrió lo previsible e imposible. Por la mañana, ese lado de la cama ya estaba frío. Evaristo había dormido como no recordaba haberlo hecho desde el fin de la juventud. Sumergido en una calma ciega y profunda. Lamentó en el alma la ausencia de Roxana, pero solo guardaba gratitud para con aquella aparición sagrada. “Faltó la profe”, se dijo en una mueca irónica para sí mismo.
En el desayuno el conserje se acercó y le preguntó si la dama regresaría. Evaristo, como no sabía qué responder, salió por la tangente declarando que ya pagaba todo. Como otra frase improvisada. El conserje asintió.
Mientras Evaristo pagaba, el conserje lo observaba como a un sospechoso. ¿Quizás porque no era habitual que la mujer se retirara antes que el hombre? No podía ser la primera vez que presenciara algo así. El probable novato también le preguntó, inopinadamente, si el auto era suyo.
—Claro —respondió sorprendido Evaristo. Pero luego le costó encontrar la llave. La había dejado en el bolsillo de la campera, en vez de en el del pantalón, como solía hacer. Evidentemente los desarreglos de una noche de amor. Regresó a Hudson en trance, y la buscó por el resto de su vida sin encontrarla.
Veinte años después, tras algunos meses como octogenario, la descubrió en el diario. En varios diarios. Era una viuda negra. Conquistaba y desvalijaba a señores mayores. A los sesenta, Roxana, que se llamaba Liliana, presentaba un rostro tan sensual como a los cuarenta, o eso le parecía a Evaristo a sus ochenta. Lo hubiera dado todo por ella en ese mismo instante.
No había querido saberlo el día después de aquella noche mágica. Pero ella había intentado robarle el auto, sin suerte; luego regresado para revisarle otra vez los bolsillos, para no irse con los suyos vacíos, y finalmente marchado resignada. El sueño calmo y profundo obedecía a un narcótico efectivo y en ocasiones mortal.
Sin embargo, en la percepción de Evaristo, ella solo había sido una amante. Si esa había sido su única vivencia con Roxana, ¿era aquello apariencia o realidad? ¿Qué diferenciaba a la apariencia de la realidad, sino el paso del tiempo? Y si interrumpíamos el tiempo antes de que la apariencia se convirtiera en otra cosa, ¿no pasaba a ser la apariencia una realidad en sí? Hubiera querido compartir cada una de estas reflexiones con Mario Costaguto, y quizás escribir juntos una nueva versión de Wilde en Wilde. Pero el autor y director había fallecido varios años atrás.
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