Foto de portada: Pedro Timón
En la terraza de la cafetería del hotel Don Manuel las historias literarias más jugosas se mojan en gin-tonics. Cuando las carponas de la Naval echan el cierre, aquí se vive la Semana Negra de Gijón extraoficial, la más auténtica, la más mentirosa, la más etílica. Allí me presenté con más sueño que ganas de bellaquear, acompañado de los carnales Jeosm y Jesús Fernández Úbeda y de un buen número de escritores y periodistas. Hablamos, reímos y hasta brindamos, y cuando parecía que ya era la hora de marchar, en esas llegó él, cargado de historias, de preguntas y de risas, con un cigarro en la boca —que parecía no consumirse nunca— y con una Coca-Cola pegada en la mano. Hasta ese momento la noche había ido bien: en solo media hora Paco Ignacio Taibo II —autor de 87 libros, director del Fondo de Cultura Económica de México, organizador de la Semana Negra de Gijón durante 25 ediciones e hijo de Paco Ignacio Taibo I, un periodista que no podía hacer periodismo en la España franquista y se marchó a México con toda la familia— la convirtió en inolvidable. Al día siguiente repetimos lugar, y también padrino. Más relatos, más carcajadas, más literatura. Eso había que contarlo. Pero no lo tenía que hacer yo, debía hacerlo Taibo.
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—Acaba de dar una rueda de prensa sobre su última novela, Los alegres muchachos de la lucha de clases (Planeta), pero me gustaría continuar con la conversación de hace dos noches sobre la estancia de Pili y Mili en la casa de sus padres de México.
—Es una anécdota que sirve para contar cómo la casa de mis padres se había vuelto una embajada a la que llegaba la gente más sorprendente, porque funcionaba como vínculo entre España y México. Normalmente era gente que venía para tomarse un tiempo de un franquismo que era agobiante, aterrador. Pero también llegaron Pili y Mili. Yo no sé por qué. (Risas) Fue muy divertido. Yo ya no vivía en casa de mis padres; Pili y Mili ocuparon mi cuarto. Lo que sí recuerdo plenamente es que ellas tomaban el sol en la terraza de la azotea. En bikini y sin bikini. Mi hermano, Benito, rentaba a sus amigos para verlas con bikini y sin bikini. Les cobraba cuota a sus amigos. No se me olvidará cuando descubrí el enjuague que tenía mi hermano pequeño.
—Por esa casa pasaba mucha gente.
—Luis Buñuel estaba por allí frecuentemente. También Luis Alcoriza. Y los últimos coletazos del exilio. Después llegaron Víctor Manuel y Ana Belén, que vivieron en casa después de haber tenido un rollo con la censura en España. Joan Manuel Serrat era habitual también allí. Y Adolfo Marsillach. Yo ya no vivía allí, pero comía con ellos. La comida siempre fue un ritual familiar muy potente. Siempre que llegabas a la hora de comer había once, doce personas a la mesa. Todo orquestado sabiamente por mi madre. Era un lugar muy peculiar, una casa dominada por la figura de mi padre y por la de mi tío abuelo, Ignacio Lavilla, que era el gran educador político-cultural de la familia. Pintor y periodista, y uno de los tipos más buenos que yo he conocido en mi vida.
—¿Cómo era Luis Buñuel?
—Áspero, sordo. Hacía bromas que solo él entendía. Uno lo miraba con una mezcla de respeto y curiosidad. Tengo muchas imágenes divertidas de él. Papá se llevaba muy bien con Buñuel. Luego escribió sobre él. Mi padre, al paso de los años, comenzó a colocarse en dos o tres líneas ferroviarias literarias diferentes. Por un lado hacía libros sobre el mundo en cine: Luis Buñuel, María Félix, el Indio Fernández… o sobre la arqueología del cine; le gustaba sobremanera el cine mudo, en particular las películas de Buster Keaton y Harry Langdon. Incluso escribió una biografía sobre Langdon. Esa fue una veta taibosa, la otra fue la del teatro. Se formó haciendo teatro en México para la televisión. Y se relacionó con la escena del nuevo teatro mexicano de aquellos años. Hizo un par de obras, a mi juicio muy interesantes; una de ellas, que se llamaba Los cazadores, ganó un premio que otorgaban las compañías independientes. La otra —que se representó sólo tres veces— era sobre el mito de la maleta del exiliado, aquella que se quedó en la entrada de la casa y ya no se volvió a abrir.
—¿Cómo fue ese exilio?
—Fue raro. Los Taibo que emigran a México lo hacen con el clan completo: en dos años nos marchamos veintitantos, entre abuelos, abuelas, tíos abuelos, maridos, hermanos, niños… Emigramos masivamente a México; en dos años estábamos todos allá. Pero lo hicimos tardíamente, en 1958, porque la Guerra Civil sorprendió a mi familia en sitios diferentes: unos en el cerco de Oviedo, otros en Gijón —con los hombres encarcelados y las mujeres sobreviviendo con su trabajo en talleres de costura—, mi abuelo —condenado a muerte— en prisión… Y en ese contexto se conocen mis padres, ella una gijonesa y mi padre más ovetense. En aquellos años, papá empieza a ser periodista en Gijón. Su exilio a México fue tardío y no llegaron a conectar con la primera ola, la que fue después del final de la Guerra Civil. Los Taibo son una segunda oleada. Ellos tenían muy claro que se cambiaban de nación y que ése iba a ser su nuevo país. Se tomaron muy en serio lo de ser mexicanos desde el primer día. Si algo retrata al Taibo I que llega a México es la frase de Don Julián de Juan Goytisolo: «Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti». Mi padre acabó quemado de su vivencia española, él era un periodista al que no le dejaban hacer periodismo. Encontró una vía de escape como reportero de ciclismo, consiguió una libertad de la manera más absurda y enloquecida haciendo un periodismo de crónica. Todo muy divertido y muy bien pensado. Llegó a hacer cosas invaluables en el periodismo deportivo, como cuando en una etapa de la Vuelta a España se dedicó a seguir al farolillo rojo, al último de la general, que venía de una neumonía potente, que se estaba muriendo en la bicicleta, pero tenía que llegar a meta porque su escuadra se jugaba la clasificación por equipos. Necesitaban puntuar tres corredores por equipo y él era el tercero. Ese tío tenía que llegar, y lo hizo con una hora y cuarto de retraso, pero lo consiguió. Y mi padre lo siguió durante toda la jornada. Le importó un huevo quién ganó la etapa o quién era el líder.
—Él iba a por su historia.
—A por esa historia en particular. Él era muy buen cronista, muy sorprendente. Tenía su rollo de amor por la bicicleta.
—Hablemos de Gijón y de la Semana Negra. ¿Qué recuerdos tiene de su etapa como director?
—La Semana Negra es un caótico conglomerado de anécdotas a cada cual más loca. Tuvimos la vocación desde el primer día de hacer algo totalmente diferente, algo a contracorriente. ¿Y cuál era la corriente en los ochenta? La corriente era el salón literario, la cultura separada, la cultura para unas minorías que leían contra unas mayorías que no lo hacían. La idea desde el origen fue hacer un festival mixto, mestizo, provocador políticamente, que defendía que la literatura y la fiesta no estaban reñidas, sumando cada vez elementos más extraños. Cuando dirigía la semana solía discutir con Rafa, que era nuestro jefe de montaje, qué decorado queríamos para cada año. Y no hubo locura que no pudiera enfrentar. Una vez vino y me dijo: «¿Qué te parece esto?». Y era un montaje de 20 metros de altura para tapar las puertas de las oficinas como si fueran las del templo egipcio de Abu Simbel; todo hecho con porexpán y cartón piedra. Y le dije: «¡Puta madre! Me interesa mucho». Eso era lo habitual en la Semana Negra. En la reunión de febrero, que es cuando se planeaba la edición de ese año, preguntábamos: «¿Y las locuras de este año?». Entonces había que inventar. Y veíamos qué estaba de moda para ir a contracorriente. Era muy curioso ese proceso. A partir de mayo yo vivía tres meses en Gijón armando el festival. La Semana Negra era un conjunto de ideas, muchas de ellas muy atractivas, sobre todo desde el punto de la política cultural, pero también había mucho trabajo de hormiga para armar todas las cosas.
—Sigue siendo un festival reivindicativo: Palestina, la reclamación de los sindicalistas de «los seis de la Suiza»… ¿Es esa la esencia del festival?
—Esto es lo habitual en la Semana Negra, que siempre hubiera en el corazón del festival cuatro o cinco momentos de reivindicación directa de asuntos de actualidad. La Semana Negra no podía excluirlos. Tenía que incorporarlos.
—Al dejar la Semana Negra volvió a México.
—En la edición número veinticinco dejé el festival porque se me estaban acabando las ideas originales. Empezaba a reiterarme y a repetirme. Un festival como este necesita un director que todos los años diga: «Ahora enloquecemos por aquí y reventamos por allá». Yo había agotado mis posibilidades. Aproveché entonces para sumarme a la campaña de López Obrador, y seguí viviendo de lo que siempre he vivido, de mis libros, de los derechos de autor. También arranqué la Brigada Para Leer En Libertad, una oenegé de fomento de la lectura muy popular. Fue una transición sencilla: Ángel de la Calle tomó mi lugar y hubo una continuidad en la Semana Negra. Es importante que políticamente esta ciudad y región sepa que tiene un festival muy potente de dimensiones internacionales. La palabra Gijón apareció en el The New York Times porque hubo alguien que cubrió para ese periódico el festival. Y también salió en la radio de Moscú y en la televisión de Dinamarca. También a partir de la Semana Negra nacieron más de veinte semanas negras, pero con filosofías muy diferentes a ésta. Por esas razones no es posible que siga con presupuestos tan recortados y que no se valore. Es como si de repente dijeras que no hay presupuesto para el festival de cine de Cannes. ¡No toques los huevos! Cannes no existiría sin ese festival. Sería un pueblo más de la Costa Azul. Lo mismo pasa con Gijón y la Semana Negra.
—Ha contado en esta Semana Negra muchas historias. Hay dos que me han gustado especialmente, y una de ellas es «la del niño mal hablado».
—Sí, esa es la historia de Santiago Flores, que era un niño muy mal hablado. En México se dice lépero, que es un término colonial de hace trescientos años. Santiago, cuando era pequeñito, con sólo 6 años, tenía sus lentes de fondo de botella, y sus padres, que eran muy conservadores y muy represivos, los sacaban al balcón con un cartel colgando del cuello que decía «Soy un niño mal hablado». Yo he visto fotos, y el niño era angelical, con raya en medio, sus gafas y su cartelito. Entonces Santiago descubrió que había un placer extra cuando lo castigaban al balcón: la gente pasaba, lo veía y comentaba «ay, pobre», y él respondía: «Pobre tu reputa madre». (Risas) A los diez minutos llegaban un par de señoras muy comedidas que decían «mira, lo han castigado», y Santiago les decía: «Castigado tienes el culo, vieja pendeja». Tenía un lenguaje muy florido, que aprendió a florear aún más con su condición de niño castigado en el balcón.
—La otra historia fue la de las hormiguitas.
—Esta historia forma parte del libro. El punto de partida es que soy franciscano de extrema izquierda, a diferencia de mi compañera, Paloma, que persigue a los insectos con una lata de Raid matabichos, se los carga a todos: grillos, cucarachas… va a por ellos con furia asesina. Yo tengo una particular predilección por las hormiguitas desde un punto de vista franciscano: son hacendosas, llegan a lugares inusitados, se ayudan unas a otras a cargar una miga de pan… Un día me despierto, voy a la cocina de mi casa y me descubro que en mi vaso hay flotando una hormiguita. La miro y trae un pedo alcohólico glucoso tremendo. De repente, mueve la antenita levemente, y pienso en la opción gastronómica, «hormiguita, proteína, para dentro»; y en la higienista, «tira la Coca-Cola», «ni de loco lo voy a hacer, que es la primera de la mañana». (Reímos) Entonces surgió la vía franciscana radical: puse un palillito y la hormiguita se subió, con otro palillito le eché un poco de agua y resucitó. Luego la deposité en el alero de la ventana. Todo esto a escondidas de Paloma para que no le metiera Raid matabichos a la pobre hormiguita.
—¿Y cómo es eso de los «papelitos» que contó Ángel la Calle, su sucesor en el cargo de director de la Semana Negra, en su intervención en el festival?
—Es que él hace dibujitos; tiene una habilidad que yo no tengo, por eso lo mío son los papelitos. Cuando de repente algo me anda rondando en la cabeza lo que hago es un papelito. Me viene una frase: «Si la gente se cansa de estar en el mismo lugar, ¿por qué no me he de cansar de estar en mí mismo?», que decía Pessoa en la voz de Alberto Caeiro. En ese momento estoy en Gijón y veo pasar una boda, todos estirados, ellas vestidas de damas virreinales trasnochadas y ellos de monos con corbatita de lazo. Pero qué bárbaro, qué falta de sentido del ridículo. Esa escena se cruza con la frase de Caeiro y se vuelve en: «Las bodas se cansan de sí mismas en el mismo lugar». Eso se convierte en un papelito, que lo echo al bolsillo y lo pierdo habitualmente, o que guardo en la cartera y al paso de los días reaparece en mi mesa de trabajo, que es bastante caótica, donde surgirá diez años después como una referencia a lo ridículas que son las bodas en ciudades de provincia. Ángel hace dibujitos y yo hago papelitos.
—Y de esos papelitos salen cosas.
—Sí. De eso se alimenta un escritor. Un escritor se alimenta de muchas cosas: de sus propias reflexiones, de la realidad, de cosas que oyó, de cosas que le contaron… y va construyendo una especie de material básico para meter en la licuadora. Hay que volver palabras lo que ves. Primero observas su sociología, adquieres ese retrato instantáneo y luego tienes que volverlo en palabra. Entonces, cuando vas haciendo eso, si tienes un papelito a mano es cojonudo, porque tomas nota de esa reflexión. (Piensa) Iba en el metro en París. A dos asientos había un negro con traje y corbata, obviamente un oficinista de nivel medio, pero había algo en él que chocaba: su mirada huidiza. Una mirada que he observado en otros contextos muchas veces. La he descubierto en los barrios habaneros, donde están esperando a ver qué cae. Una mirada que repta y va pescando. Él no sabe que lo estoy mirando. En ese momento lo verbalizo rápidamente para volverlo palabras: la mirada huidiza. ¿Qué coño es? ¿De qué está huyendo o qué está encontrando? Si tienes un papelito apuntas: «Negro, con traje y corbata, mirada huidiza».
—¿Cómo valora la literatura en México, la literatura en Latinoamérica? ¿Hay un cambio de modelo?
—Lo obvio y lo evidente es una eclosión de la literatura escrita por mujeres, que tiene que ver con una ruptura producida por la incorporación de forma total a la sociedad de millares de mujeres que reivindican un papel igualitario. Eso se siente, eso se nota.
—¿Y en España?
—El de España es un modelo modero.
—¿Modero?
—Lo que está de moda. (Reímos) Pareciera que el modelo literario lo dominan ocho maestros de la alta costura que publican artículos en Marie Claire. Inventan modas. Construyen modas. Y meten mercadotecnia cuando fabrican sus modas. Eso nunca me convenció. Yo soy de los que leen al premio Nobel diez años después de que se lo dieran, porque tengo dudas al respecto. Dudas sobre si debo leer a un premio Nobel al que no había leído antes de este reconocimiento, y espero a ver si resiste seis o siete años más tarde.
—Sigue al frente del Fondo de Cultura Económica seis años más.
—Sí. Creo que sí. Tengo una reunión con la futura presidenta para confirmar esta historia. Ella fue la que lo dijo en un acto público cuando presentó el programa de los cien puntos de su futuro gobierno. El punto 61 es que siga adelante la política de regalar libros y de crear lectores y, según comentó, que Paco siga dirigiendo el Fondo de Cultura Económica.
—Ha escrito 87 libros. ¿Cómo fueron los inicios?
—Mi primer libro fue una novela policíaca. Yo era un poeta fracasado a los dieciséis años, lo cual fue una suerte porque pude tirar la poesía que escribía y no pasó nada. En los setenta decidí que lo que me gustaba era la novela policiaca porque tenía una doble llave: la literatura de acción con la posibilidad de contar cómo es verdaderamente una sociedad en términos de justicia, sus crímenes, sus pasiones. Y por eso mi primera novela fue una novela policíaca, voluntariamente, a contrapelo del experimentalismo en el que estaba cayendo la gente de mi generación. Y de ahí la vida me fue llevando.
—¿De cuáles de esos 87 se siente más orgulloso?
—Si hablamos de literatura, Retornamos como sombras, una novela barroca, muy barroca, con muchas anécdotas, con muchos ríos que confluyen para construir la trama central. Si hablamos de historia, creo que el libro que más me gusta es Un hombre guapo, la biografía de un revolucionario cubano de los años 30, Antonio Guiteras. Me salió bordada.
—Próximo proyecto de escritura.
—Terminé una novela muy atípica, una historia de la batalla de Covadonga contada por un Pelayo que sabe lo que van a hacer de él, en qué lo van a convertir: reconquista, catolicismo, recuperación por los blanquitos de la península morena… Pelayo y sus compañeros de viaje, unos prófugos de la vida, son conscientes de ello. Este clan se encuentra por casualidad en un valle donde quiere hacerlos pedazos un pequeño, muy pequeño, ejército de moros.
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