Pol, diminutivo de Polaco, es uno de mis mejores amigos. Un tipo con seny que guarda bajo su cabeza pelada todo el Aranzadi y una capacidad única para recordar eso que él llama «mierders», su trivial de cosas que considera absurdas pero que para nada lo son. Sirven, a mí desde luego, para hacer comprensibles cosas que en otros necesitan de un tratado largo y una capacidad de concentración que ya no tengo ni espero.
Si hay que buscar un origen a tanto chorra yo lo veo en lo que le pasó a la señora Gloria. Todos tenemos un Alesia, algo que no queremos que nos recuerden, malos tragos, desbarres y un manojo de derrotas. Doña Gloria sintió que era la Vercingétorix barcelonesa cuando irrumpieron los Consejos Escolares. La madre de Pol se sacó la plaza de catedrática de instituto en esa época de mujeres obligadas a ser femeninas y dóciles, que entonces era lo mismo, reclutas de la sección femenina, para aprender a coser, cocinar y, sobre todo, obedecer al hombre. Así que doña Gloria fue una adelantada sin pretenderlo hasta que unos jóvenes y jóvenas de título académico largo y mente estrecha llegaron para revolucionarlo todo. O para estropearlo.
Me lo recuerda su hijo, mi cuate. Vinieron con que el instituto ya no podía ser Nacional, que eso era franquista, y por ahí sí que no, como si lo nacional fuera una ideología, un mal sesgo, y no una obviedad histórica, geográfica y legal. A partir de ahora sería público, término mucho más avanzado y vanguardista, dónde va usted a parar. Venga, siquiente paso. Pues oye, la izquierda siempre nos libera porque no propone sino que impone. La cosa era todo un hallazgo.
En el instituto público, nunca más nacional, no habría peonzas, no dañemos el suelo con nuestros juegos, se acabó el fútbol porque, diantres, los alumnos dieron un balonazo a la profesora que guardaba el patio en vez de dirigir un taller sobre la influencia de los movimientos migratorios en la cultura global sostenible del barrio. Por supuesto, nada de corrillos para jugar a los naipes, las cartas no son educativas.
Luego llegarían más sandeces y doña Gloria se fue alejando porque su reino ya no era de ese mundo estabulado que le estaban fabricando. Para ella, generosa, cercana, sabia, curranta, gallina de sus cinco polluelos, jabata, los alumnos eran arcilla y no probeta para experimentos. Les hacía aprender, pensar, esforzarse, les guiaba sin otro afán que hacer de darles herramientas para lidiar con un mundo donde tendrían aquello que a los de su generación se les negó: libertad. Y sobre todo atendía a un mandamiento que ya es recuerdo: yo enseño, aprender o no va en tu esfuerzo. Pero los libertarios llegaron para decirles que no habría peonzas, que las cartas eran cosa de burgueses y pronto convirtieron el instituto en un aparcamiento de cerebros. Muy progres, eso sí, porque, ya saben, con ellos llegaron los avances. El primero, que tenían que luchar por sus derechos, acumularlos incluso, un rimero de ellos sin darse cuenta de que llevaban parejos prohibiciones, la mayor, testar su capacidad de levantarse, de frustrarse, equivocarse, redimirse , disculparse, no sé, vivir.
Y doña Gloria, siempre en el recuerdo, barrunto que se olió que por ahí asomaba lo peor que hoy tenemos: un mundo sin peonzas, balonazos, pero con una triada de observatorios, plataformas donde sestean los hijos de aquellos illuminati que emborronaron con sus «mierders» el mundo imperfecto pero esperanzador de doña Gloria, catedrática de francés, madre de cinco hijos y esposa de un magistrado tan sabio, culto, generoso y honesto como ella.
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