Lole Montoya en Canet Rock

El festival de Canet Rock en su primera edición, la de 1975, fue lo más parecido a Woodstock que animó la geografía española. Celebrado entre el 26 y el 27 de julio en Canet de Mar —es decir, aún en vida de Franco, que no moriría hasta el 20 de noviembre, como es sabido—, sus organizadores no obtuvieron los permisos pertinentes hasta un par de días antes de la cita. Pese a ello, más o menos azaroso, casi medio siglo después, aquel primer Canet Rock ha quedado como una de las primeras manifestaciones del underground patrio. Y el underground de entonces, el foráneo tanto como el autóctono, tenía en el rock el centro de su universo.

Siendo Canet de Mar una localidad de Barcelona, el que se escuchó aquel verano en el festival fue, básicamente, rock layetano, que, como la alusión a la Vía Layetana de su nombre indicaba, era el rock que se hacía en Barcelona. Hablamos de formaciones como la Orquesta Mirasol, Iceberg o la Compañía Eléctrica Dharma; solistas como Pau Riba, Gualberto o María del Mar Bonet que, aunque el rock se le quedaba muy lejano, tenía mucho arraigo en la canción catalana.

Quienes no tenían nada que ver con el rock ni con la canción catalana eran Lole y Manuel (Lole Montoya y Manuel Molina), una pareja abanderada del nuevo flamenco que ocupó el escenario en el alba del día 27. También la del alba sería cuando Leonard Cohen se subió al escenario en la isla de Wight, otro de los grandes festivales de los años hippies para protagonizar uno de sus milagros.

"Al principio, cuando Manuel hizo sonar los primeros acordes de su guitarra, se oyeron voces de desagrado: a Canet se iba a escuchar rock"

Al principio, cuando Manuel hizo sonar los primeros acordes de su guitarra, se oyeron voces de desagrado: a Canet se iba a escuchar rock. Ahora bien, cuando Lole empezó a cantar Todo es de color, el sentimiento de su voz, su fuerza, obró el prodigio, si no el milagro. El Sol terminó de salir mientras ella cantaba ese verso que pide la voz a la flor y el silencio para el cardo. Aquello fue apoteósico.

Aquella también fue una de las grandes celebraciones psicodélicas que conoció España. Pau Malvido definió aquel tiempo como el de los “alucinados en masa”. Pues bien, aquel amanecer, con la voz de Lole Montoya, cuarenta mil hippies levitaron. Sí señor, aquel fue el día que el flamenco también empezó a interesar a los profanos.

En los meses que siguieron corrió la tinta y el boca a boca. La crítica hablaba del fabuloso talento natural de Lole y del consumado especialista en flamenco que era Manuel, su marido. Ambos procedían de familias de artistas flamencos. Pero su experiencia también pasaba por nuestro amado underground, nuestra queridísima contracultura. Sevilla, su ciudad, aquella Sevilla de los primeros 70, era un polo de agitación contracultural de primerísimo orden. Manuel había tenido contactos con grupos como Smash, pioneros del rock psicodélico y del rock andaluz; ella era como aquellas hippies, siempre en mi recuerdo, con su olor a pachuli y, en las pulseras, engarzadas las piedras de Mauritania. Nuevo día (1975), Pasaje del agua (1976), Lole y Manuel (1977) fueron sus álbumes de aquellos años, que yo escuchaba entre los de Jethro Tull, King Crimson o Focus. Hasta que llegó la nueva ola y se llevó todo aquello. Ya en el 89, Lole cambió a Manuel por la orquesta El Hilal para ofrecer un recital en Rabat por invitación expresa de Hassan II.

"Allí, en el Candela de los albores del tercer milenio, pensaba en todos los años transcurridos desde que los malditos la descubrimos"

Tengo las madrugadas del Candela, que fuera uno de los principales cenáculos del flamenco en el Madrid de mi época, entre los mejores recuerdos de mi bohemia. Su dueño, Miguel Aguilera, era un tipo excelente. Cuando me lo encontraba en la plaza de Santa Ana me llamaba “primo” y me saludaba con esa camaradería que solo se da entre los compañeros de la noche cuando se encuentran, inesperadamente, siendo de día.

Yo iba al Candela cuando cerraban el resto de los bares, porque, como permanecía abierto hasta las seis de la mañana, cuando Miguel quitaba el flamenco y dedicaba a la parroquia una de sus memorables despedidas —“Señores, vámonos a acostar, ¡que nada es eterno!”—, el metro ya estaba abierto y me iba a casa, tan ricamente, a dormirla. Al primer cubalibre siempre me invitaba él, mi “primo” Miguel, el del Candela. En esas palabras que intercambiábamos mientras me lo bebía y él, desde el ordenador, ponía los temas que se escuchaban en el establecimiento, jamás se me pasó por la cabeza hablarle de flamenco. Para hablar de flamenco hay que entender. Y era muy probable que algunas de esas jóvenes estadounidenses, que destacaban entre el nutrido número de turistas de distintas nacionalidades, supieran de flamenco más que yo, que el único palo que logro distinguir, con mucha atención y un poco de suerte, son las colombianas. Así que cuando sonaba Lole Montoya, ya sin Manuel, la escuchaba calladito, como su arte se merece.

Y allí, en el Candela de los albores del tercer milenio, pensaba en todos los años transcurridos desde que los malditos la descubrimos. Quentin Tarantino, que incluyó Tu mirá en la banda sonora de Kill Bill Vol II (2004), sólo es uno de los muchos cineastas que la admiran tanto como yo.

Tiempo atrás, una noche a comienzos de los 90, fui a verla al Suristán, un bar que había en la calle Cruz, donde al final de la velada, los artistas y el público salíamos por la misma puerta. La tuve a mi lado, casi hombro con hombro. Le dije que la admiraba desde los viejos tiempos, y Lole Montoya me dedicó una sonrisa.

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