Valentina Godínez era una belleza certificada. En realidad, no se llamaba Valentina y, en realidad, tampoco era ya tan guapa, pero así lo afirmaban los diplomas, trofeos y placas conmemorativas que colgaban, con valientes y fuertes cordeles, de la pared de su salón. Había construido la chimenea —un bloque de mármol macizo que desentonaba con el resto de la casa— por causa de fuerza mayor. ¿Dónde, si no, iban a reposar las estatuillas que, año tras año, corroboraban que no había en todo Montevillar una mujer tan hermosa como ella? El resto de muebles del salón, la única estancia de la casa que no era considerablemente diminuta, eran trastos venidos a más, vetustos como el apellido postizo de su dueña, que a Valentina le gustaba llamar antigüedades.
Valentina, que por supuesto era guapa y recién había cumplido los treinta —durante cuarenta y dos años seguidos—, sabía que su condición de Miss Montevillar acarreaba alta responsabilidad. Por eso, su recorrido no había cambiado en años, desde que su difunto esposo marchara del mundo terrenal. Su Lindeza, como la llamaban entre gracias los ingeniosos varones del pueblo, provocaba cuanto menos miradas indiscretas, dedos señaladores, torceduras de cuello e incluso, a su paso por el Bar José Miguel, una ristra de piropos bien avenidos. Valentina volvía a casa después de tomar un café solo, sin azúcar, y se encerraba entre sus paredes hasta el siguiente evento. A partir de ahí, su único contacto con el mundo exterior eran la radio clásica y sus tertulias.
Su vida era vivida con devoción, sumida en la feliz rutina y apegada a su particular labor social. Jamás hubiera ella alterado uno solo de los días que le restaban, pues estaba dispuesta a vivirlos como copias del anterior, todo en el perfecto hábito del orden. Sin embargo, una mañana de jueves, cuando aún picoteaba los huevos del desayuno, un leve olor a quemado se infiltró en sus fosas nasales. Al principio, Valentina no le dio importancia. Jugueteaba con el tenedor y las puntillas del huevo en busca de la parte oscura, demasiado negra, que hubiera torrado de más. No la encontró, por supuesto, y para cuando se levantó de la silla en busca del causante de aquel fastidio era ya demasiado tarde. El humo invadía, por partes, su minúscula cocina, el saloncito y el aseo.
Asustada por el accidente, Valentina corrió hacia la puerta, dispuesta a llamar a todos los vecinos del edificio. Sin embargo, no llegó a proferir palabra alguna. El espejo de la entrada, justo al lado de la puerta principal, le devolvió una imagen propia que, por nada del mundo, debería hacerse de dominio público. Por supuesto, no le había dado tiempo a maquillarse, ni tampoco a vestirse. El cuello de Valentina rechinó cuando, súbitamente, devolvió la mirada al humo que avanzaba deprisa hacia el interior. De ahí, su mirada viajó de nuevo a la entrada, y una vez más al humo, y una vez más a la entrada. Como si adivinara sus pensamientos, el vecino de arriba golpeó la puerta y vociferó su nombre varias veces. Tenemos que irnos, decía. Ya, hay que salir del edificio.
Unos segundos después, los gritos habían perdido volumen y Valentina se supo sola en el inmueble. Entonces, se adentró en el cuchitril de su dormitorio y rescató su vestido favorito. De color blanco roto, escote en pico y mangas de campana, con el brillo perlado desteñido por los años y la pobreza. Con él ya sobre su piel, se pintó los labios rojo granate, y se calzó los tacones del día de su boda. Al día siguiente, Valentina reposaba gloriosa en su nuevo hogar, y con ella, su título quedó consagrado para la eternidad: Valentina Godínez, Miss Montevillar. La más hermosa del cementerio.
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