Volver de otra manera
He visitado Madrid tantas veces que un regreso más no debería suponer ninguna novedad, pero esta vez vuelvo para quedarme y eso propicia que los contornos más recurrentes de su skyline adquieran ante mis ojos una consistencia distinta, una especie de gravidez de la que carecían cuando eran poco menos que un decorado concebido para servir de telón de fondo a un entreacto, un trampantojo al que no se prestaba más atención de la necesaria porque se trataba de algo que quedaría atrás en el instante mismo en que concluyera el viaje. Pero, por circunstancias tan inesperadas como repentinas, el coche que en origen debía llevarme desde El Escorial hasta la estación de Chamartín, donde pensaba tomar el tren que tenía que devolverme al norte, me deja en esta mañana de verano ante el que a partir de ahora se convertirá en mi portal. Durante el trayecto le he venido explicando al conductor las razones del cambio de planes y se ha reído mucho, en parte porque la situación no deja de ser graciosa y en parte porque creo que le hace cierta ilusión que llegue un vecino nuevo a la ciudad que él piensa abandonar pronto: tiene previsto mudarse a Málaga, donde ya vive su hijo, y en una semana viajará allí para ocupar el mes de agosto en la búsqueda de un piso en el que instalarse. Se divierte aún más cuando le cuento que ni siquiera he visto la vivienda que me dispongo a ocupar en cuanto me deposite ante sus puertas, y que si he podido solventar la cuestión con tanta rapidez es porque tengo en esta ciudad amigos muy queridos ―Sofía y Emilio, que se ocuparon de ubicarme y estuvieron pendientes; Lorenzo, que hizo de emisario y con discreción encomiable se hizo cargo de las llaves― que permitieron que me mantuviera inmerso en los asuntos que habían estado requiriendo mi atención durante la primera quincena de este mes mientras ellos asumían esas tareas ingratas e imprescindibles a las que obliga cualquier mudanza, por mínima que sea. Quiere brindarme una entrada triunfal y desprecia el trayecto más corto para desviarse en dirección a Valdebebas, pasar junto a los rascacielos de la antigua Ciudad Deportiva y tomar el túnel que atraviesa la Plaza de Castilla, con sus torres inclinadas componiendo una estampa conocida y reconocible que, sin embargo, adquiere ahora la apariencia de un trampantojo levantado para abrigar mi ingreso en la ciudad. Circulamos por la vertiente más septentrional del Paseo de la Castellana y nos metemos por una calle que no reconozco en busca del costado oriental de la M-30 para salir a los aledaños de la plaza de toros de Las Ventas y recorrer después unas manzanas que no me son del todo ajenas. Hace veinte años, cuando finalicé mis estudios universitarios y me vine a Madrid a tratar de encontrar trabajo, viví en una habitación que quedaba en este mismo barrio, a unas pocas calles de distancia, y es como si ese largo lapso de dos décadas se convirtiera en un paréntesis que es también frontera, una linde temporal que separa a aquel joven veinteañero sobrecogido por las dimensiones de la urbe de este cuarentón que ahora vuelve a ella con más curiosidad por lo que pueda estar por venir que vértigo ante la oportunidad que le conceden de asomarse a una perspectiva nueva, dos personas que son la misma pero que son también distintas, una que vino y otra que vuelve al mismo lugar al que ya ha vuelto muchas veces, pero ahora de otra manera.
En el metro
Lo leí en alguna parte y no recuerdo bien los términos. Era un juego con el que frecuentemente se divertía Julio Cortázar en el metro de París y que consistía en escoger a un pasajero de su mismo vagón, imaginar el itinerario que podría estar siguiendo y adoptarlo también él, sin incurrir en trampas ni variaciones espontáneas; es decir, que no se trataba de emular sus pasos ni de corregir la previsión inicial, sino de meterse en la piel de esa persona ―o de quien él juzgaba que podría ser esa persona― y dirigirse al mismo destino al que él, supuestamente, encomendaba sus pasos. Lo recuerdo ahora que me fijo en un viajero con el que llevo coincidiendo tres mañanas seguidas. Reparé en él el primer día porque iba leyendo un libro grueso que resultó ser Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, y que no ha soltado desde entonces. No avanza mucho en la lectura de un día para otro, lo que me lleva a deducir que sólo consigue enfrascarse en ella durante estos viajes a los que seguramente lo obliga su trabajo, y también que éstos no deben de ser muy extensos. Dado que ya está sentado cuando yo entro, supongo que se sube unas paradas antes que yo ―quizá en Las Ventas o La Elipa, puede que en La Almudena o Alsacia, o tal vez viva por El Carmen, Quintana o Pueblo Nuevo y haga trasbordo―, las suficientes como para hacerse un hueco más o menos digno en el vagón y ocupar un asiento libre en cuanto se presenta la oportunidad. Teniendo en cuenta que sigue dentro cuando yo me bajo, me pregunto en qué parada exacta terminará su itinerario, si se apeará en Sol o tomará allí alguna de las líneas que dibujan las venas ocultas bajo la piel de la ciudad o si se encontrará su destino en Ópera o en Santo Domingo o en Noviciado o en Cuatro Caminos. Si fuera yo Julio Cortázar, podría animarme algún día a asumir su viejo juego; como no lo soy, me limito a observarlo a él y a otros viajeros que seguramente también sean recurrentes, pero en los que nada me ha impelido a fijarme, y a preguntarme si también ellos, tras su indiferencia aparente, escrutan a sus compañeros de periplo y juegan a imaginar sus procedencias y sus paraderos; si no encontraremos secretamente en estos viajes que parecen fantasmales y asépticos una coartada para la fabulación libre y alevosa en torno a esas vidas que tan ajenas nos resultan y que probablemente se parezcan más de lo que creemos a las propias.
De Madrid y el cielo
«De Madrid al cielo», dice un aserto que se elevó al rango de tópico ―hasta aparece o aparecía inscrito en el paso que une el Puente de Roma con el barrio de Moratalaz― gracias a una capacidad casi insólita para reproducirse y que tiene un origen que nadie ha sabido aclarar. Dicen unos que se remonta a los tiempos de Carlos III, al que por estos pagos consideran el mejor alcalde que ha tenido nunca la ciudad y cuyo programa de reformas convirtió lo que hasta entonces era una desastrada villa castellana en una capital con cierto regusto francés, siguiendo la tendencia que inspiraban las ideas ilustradas. Otros aseguran que el dicho se ampara en una vieja leyenda según la cual noche tras noche se concitan en el Cerro Garabitas, en plena Casa de Campo, las almas de los difuntos para ascender de allí hasta el paraíso. Se dice que esta teoría viene avalada por el testimonio de vecinos que aseguran observar cómo, alguna que otra noche, unas luces de origen ignoto van ascendiendo lentamente por las cortezas de los árboles. Hay una tercera hipótesis, mucho más plausible, que se remonta al Siglo de Oro y a la figura de un dramaturgo hoy casi olvidado, Luis Quiñones de Benavente, que escribió esas palabras en un verso de su obra Baile del invierno y el verano. Y para complicar aún más la historia, no faltan quienes sostienen que la célebre frase es en realidad fruto de una tergiversación ―acaso efectuada por el propio Quiñones e inmortalizada luego por quienes fueron encontrando en el lema una ponderación de las virtudes de la villa y corte― de otra expresión mucho más prosaica, pero también más comprensible porque su significado no admite controversia alguna: «De Madrid, el cielo», se decía acaso para oponer la limpidez de la bóveda celeste al desastre urbanístico que durante siglos compusieron lo que hoy son las calles del barrio de los Austrias y sus aledaños, y no puede negarse que la recomposición de la frase traslada el protagonismo de uno u otro término, por más que el del cielo sobre Madrid, sobre todo a esas horas en las que nacen y mueren los días, sea uno de los mayores espectáculos que ofrece la ciudad a quienes están en ella de manera permanente o de visita, igual que tuvo que serlo en ese tiempo en el que los vecinos concluyeron que, para sobrellevar su existencia en estos predios, lo mejor que podían hacer era levantar la vista.
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