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Un pucherazo y un desahucio

Un pucherazo y un desahucio

Pues que dicen que regresa el Puchdemon, este señor murciano, de ahí de Jumilla, si no me falla la memoria, otro descendiente de los emigrados que instalaron las vías del tren para Catalonia is not espain, y que se llevaron el humilde almuerzo de restregar un tomate en un piazo pan duro para hacerlo más pasable y que acabara convertido en pantumaca —todo esto que digo con un tono jocoso tiene bases históricas y es cierto, pero a quién le importa un carajo—. A mí me vale un huevo de pato… espera, no. Los huevos de pato son preciosos, a mí me vale una corona.

Y todos nos sorprendemos, y nos llevamos las manos a la cabeza con esta indignidad, esta forma de venderse de un presidente que, si los españoles fueran una décima parte de lo listos que se creen, ya sabrían que iba a pasar en cuanto se ciñó oficialmente su traje de megalómano. Y ay, dios mío, qué va a pasar con la democracia, o con el sistema judicial, o el ejecutivo o ese… sí, ese, el tercero. Si es que acaso entendemos las diferencias y sus razones de ser.

Yo no sé de qué se sorprende nadie, honestamente. La clase política, toda, sin excepción, son el sub-grupo de criaturas parasitarias más eficientes del planeta. En este país el mal del político —que no el mal político, ya he dejado claro que todos lo son— es tan endémico como el lince atropellado, las fresas de Doñana esquilmada o el racismo.

Cuando la gente en Estados Unidos me dice lo que le gusta España, que se quieren retirar a vivir a España, lo hacen seguramente porque no conocen a estas gentes especializadas en perpetuarse, sin importar lo que hagan, como si se reprodujeran asexualmente, y estoy seguro de que sus visitas a casas discretas testificarían de lo contrario.

"En estos días he tomado la decisión suicida de regresar de la cálida Miami al horno de panadero que es la Región de Murcia. Porque la familia me pesa en el pecho como un ancla y necesito verlos"

Miren si no a Franco, un genocida el maromo, y aún despertando pasiones a diestro y siniestro. Con él no fingimos ni tener eso que llamamos decencia humana. Pero de humanos va a ir la cosa, no de políticos. A pesar de que a mí la idiotez del referéndum me costara un año de vida, un máster, discriminación de esos muy tolerantes catalanes y ya ni recuerdo cuántos otros infortunios. Para este de aquí, Barcelona es como Ciudad Capital para Homer Simpson.

¿Y entonces por qué arranco con este tema? Porque voy a pasar de un tema que polariza e interesa a otro que no importa a nadie. Esto, en narrativa, se llama epistasis.

Es mentira, eso es en genética, pero si no se lo hubiera contado yo a usted, señor lector, y a no ser que fuera un filólogo, me habría creído y, tristemente, no lo habría comprobado. ¡Con lo fácil que es agarrar el móvil! ¿Ven como tengo inclinaciones a político? Menudo corrupto de película que sería.

En estos días he tomado la decisión suicida de regresar de la cálida Miami al horno de panadero que es la Región de Murcia. Porque la familia me pesa en el pecho como un ancla y necesito verlos. No hay mucho que hacer por aquí, y tampoco lo necesito. Escribo mis libros, intento llegar el deadline para un guion, nado, corro, voy al gimnasio, estoy con mi madre, discuto con mi padre y visito a mi tía Encarna, que me recuerda a mi abuela María, a quien nunca debí haber perdido. Asisto a la muerte de mi tierra y mis seres queridos y me abro heridas que cubro con tinta para no ver todo el rato el rojo cobalto de mi sangre.

Sé que es la vida y todas esas mierdas, pero es que me importan bien poco estos conceptos de reloj aburrido que nos reducen a gota de mar que se deshidrata hasta que solo es sal. Me importa lo que es, y lo que pienso que debería ser. Además, tengo esa porquería que llaman memoria eidética, y no me facilita la existencia.

"Así la cosa, la mayoría de fauna y flora —y las hadas— del camino secreto desapareció. Aunque hubo santuarios que no se quisieron vender, y que el despreciable juzgado de turno no pudo desposeer"

Últimamente, cuando regreso del gimnasio a eso de las 9 de la mañana cruzo la carretera desierta para recorrer lo que mis hermanos y yo siempre conocimos como “el camino secreto”. Esto era un fragmento de huerta murciana verdadera. Con sus naranjos y limoneros, jinjoleros, membrilleros, perales silvestres, higueras, cañas, cardos hermosos, paisanos violentos con escopetas sin cargar, perros persigue-bicicletas, acequias, pájaros ya desaparecidos localmente, vinagrillo, margaritas…. Una plétora de sonidos y aromas que exprimíamos salvajemente siempre que podíamos. Era el hogar de las hadas, era el lugar mágico, era ese sitio que estuvo ahí antes que nosotros y debió sobrevivirnos.

Hasta que la codicia de Florentino Pérez nos hizo una visita y decidió que los millones que él ansiaba, y que repartiría con políticos del estilo de los arriba mencionados, valían más que cosas como erizos —sí, sí, erizos en Murcia—, gatos, perros, pájaros, reptiles, ranas…

Pero tranquilos, gente, aún tenemos el bando de la huerta. Un panda tontos que no distinguen una patata de un mulo, emborrachándose en plena calle y meando sobre todo lo que no sea lo bastante rápido para esquivar el chorro de distintos tonos de ocre (en función de las porquerías que se lleve en sangre).

Así la cosa, la mayoría de fauna y flora —y las hadas— del camino secreto desapareció. Aunque hubo santuarios que no se quisieron vender, y que el despreciable juzgado de turno no pudo desposeer. Eso sí, tras la crisis económica estos Elíseos quedaron abandonados a la muerte de sus propietarios más ancianos. O fueron quemados intencionadamente, infinidad de veces. Las casas abandonadas fueron ocupadas por otra clase de fauna, humana, una menos interesada en cuidar de la tierra.

"Porque hemos olvidado cuidar la tierra, esa generación se ha marchado. Ahora solo quedan sabihondos de universidad que no ven, que no escuchan"

Porque hemos olvidado cuidar la tierra, esa generación se ha marchado. Ahora solo quedan sabihondos de universidad que no ven, que no escuchan, que nos condenan a todos con su convicción de superioridad. Y los otros, los que votan por Abascal, que es otro al que si le das un patatal te lo echa a perder en menos de lo que tarde en inventarse un hecho político, y culpará a los MENAs.

El caso es que algunos de los habitantes de este lugar por el que ahora camino con la mirada perdida, intentando captar los olores de cuando era de verdad huerta y no un ghetto, sobrevivieron. Los gatos, claro. Tantos milenios con nosotros, las criaturas son de las más adaptables. Y de las que más sufren. Darwin, cómo me gustaría hablar contigo.

Mi madre a base de trabajo y amor los esterilizó, vacunó, registró y desparasitó. Se convirtieron en otro brazo de la familia. A la que alimentábamos, cuidábamos y que nos aportaron más de lo que nosotros nunca hubiéramos podido darles.

Una de ellos, la más gruñona, se hizo residente del interior de la clínica veterinaria de mi madre. La Gordi, que ya no es gordi porque es mayor y no quiere comer. Y quizás no esté aquí cuando regrese en Navidad.

Naturalmente, estas criaturas fueron muriendo poco a poco. La mayoría vivió vidas largas y estables. Ahora solo queda uno. Pequeñín, le dice mi madre. Para mí es el Nano. Son los hijos de Rosi, una gata tricolor imposible de capturar que tuvo numerosas camadas. Diría que la pobre no era buena madre, pero a ver quién lo es con numerosas gestaciones cada año. Rosi siempre tuvo hijos preciosos. Dos de los supervivientes, de pelo largo, cuerpo rectilíneo y andares comedidos, rojo uno, pardo el otro, eran uña y carne. Hasta que el pardico, confundido por nuestro amor hacia él, creyendo que todos los humanos son iguales, murió atropellado.

"Solo queda el Nano que, en imitación de su hermano, ahora se atreve a hacer incursiones en la clínica y juega con Rasputín, un gatito negro, abandonado, cómo no"

El otro hermano creó un vínculo, como el que crean los leones con sus pares, con el último hijo de Rosi. El nanico, de pelo corto, marrón, negro, blanco, mirada huidiza, tierno como una mañana de rocío antes de que salga el sol. Por su tamaño y su personalidad asustadiza no teníamos esperanzas en su supervivencia. Sin embargo, a base de estar siempre pegado a su hermanito, la criatura sobrevivió —ya debe de tener más de diez años— y creció en tamaño.

Esta pequeña familia habitó siempre en un bajo abandonado junto a la clínica de mi madre. Uno de esos que el señor Real Madrid construyó y dejó ahí a coger polvo. Se refugiaban ahí del calor, del frío, de la lluvia, los cohetes, los perros…

El rojito murió hace un año. Esto para mí fue una tragedia que aún me lacera. Solo queda el Nano que, en imitación de su hermano, ahora se atreve a hacer incursiones en la clínica y juega con Rasputín, un gatito negro, abandonado, cómo no, al que mi madre ha recogido como animal espiritual y calavera de la clínica.

Pues hace unos días los propietarios decidieron cerrar el diminuto acceso al bajo. Se ve que sueñan —infelices— con venderlo.

Bien. El lector pensará que están en su derecho. Ahora veamos mi forma deformada de verlo.

"Aunque usted no conozca al Nano, aunque no le gusten los gatos, debería ser capaz de sentir algo retorcerse en su interior"

Con esto, el Nano se queda sin refugio, sin casa. Y a nadie le importa. Porque los intereses humanos van primero. Seguramente acabe asustado y atropellado. Es un gato demasiado silvestre para recogerlo. De un día para otro, una criatura que no pide más que palabras dulces, agua y comida se ha visto en la puta calle. Porque la calle es dura. Y más que para las personas para esos animales a los que domesticamos allá por vaya usted a saber.

Seguramente me escriba mi madre un día de estos de madrugada, cuando ya esté de vuelta por Miami, donde mi esposa y yo mantenemos nuestra propia colonia felina, para decirme que el Nano ya no está.

Este desarraigo, esta forma tan abrupta de convertir una vida en espuma y olvidarla es la verdadera tragedia. Es lo que quedará de la raza humana. No Grecia, Roma, la literatura, la música. Nuestro aberrante egoísmo.

Aunque usted no conozca al Nano, aunque no le gusten los gatos, debería ser capaz de sentir algo retorcerse en su interior. Pero posiblemente no sea así.

"Que todos somos políticos, que todos somos miembros de esa clase que haría bien al mundo si desapareciera"

Y a mí me parece predecible y hasta aburrido. Porque su opinión no importa más de lo que importa cuando hablamos del catalufo manipulando las instituciones del estado. Sé que muchos leerán esto, si es que llegan al final, y lo olvidarán. Pero rabiarán como perras de pensar en Cataluña, como si les perteneciera, como si el universo necesitara que una tierra repleta de manipulaciones políticas y con una capital horrenda esté asignada a una u otra bandera.

¿Mi historia, en cambio? Desde el momento en que pasó de ser de las aventuras de unos niños huertanos, a una denuncia del bienestar de un único animal, y un gato, nada menos, perdió su valor. No es humano, es un gato, porque habrá quien me lea que piense que soy un loco —I bloody am—, cuando lo cierto es que es al contrario, el que no trata con compasión y amor a los demás es escoria y debería hacer un favor al planeta y reducir la presión a la capacidad de carga de este mundo. Y con ello pruebo mi punto. Que todos somos políticos, que todos somos miembros de esa clase que haría bien al mundo si desapareciera.

Igualmente, a quién le importa un carajo la muerte de otro gato, la opinión de un naturalista hostil, el sufrimiento silencioso que no les llega y que ni siquiera deben esforzarse en olvidar porque no dejan huella.

Esto, va por ti, Nano, para que, aunque no haya forma de que lo leas, quede testigo de que importas, de que cuentas.

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