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El jurado

Nunca tendría que haber sido jurado. El ser humano, en general, no está preparado para emitir veredicto. Pero mucho menos yo. ¿Cómo fue que me contrataron para dar una conferencia en Miami? Un malentendido. La gente estaba relajada, feliz, segura. El océano marcaba el ritmo, las palmeras se mecían. Todo lo contrario de mi existencia. Mi mera presencia allí era una caricatura. De algún modo terminé de brindar mi exposición sobre los escritores judíos latinoamericanos en los años 70: Nadie dice Kadish por el Boom.

Los que entendían la palabra Kadish no sabían qué había sido el Boom; y los que sabían lo que había sido el Boom, no entendían la palabra Kadish. En cualquier caso, me llevaron a cenar. Como el anfitrión era kosher, me perdí la langosta. Pero un argentino que había logrado montar un canal de televisión —aún existía la televisión—, esencialmente para los exiliados cubanos, en español, me ofreció un circunstancial puesto como jurado de su programa de preguntas y respuestas, El Examen, cuyo premio consistía en un viaje con todo pago a una convención del rubro sobre el que respondía el participante.

"Desde aproximadamente mis 16 años, las coordenadas se han confabulado de tal modo que nunca he podido decir que no a un trabajo dentro de la ley"

Por algún motivo, Rafael, el argentino dueño del canal, sabía que yo había trabajado como guionista y ensayista de revistas de historieta entre fines de los 80 y a lo largo de los 90, y me bastaría con repasar algunas guías del tema para fungir como autoridad en la materia (increíblemente, el resto de los jurados, de los otros ítems, contaba incluso con menos antecedentes que un servidor).

Primero me negué, pero pronto descubrí que los honorarios por mi intervención en el evento literario se pagarían como muy temprano un mes más tarde, mientras que el canal me proporcionaría el efectivo apenas terminado el programa.

Desde aproximadamente mis 16 años, las coordenadas se han confabulado de tal modo que nunca he podido decir que no a un trabajo dentro de la ley. Aquella no fue la excepción. Cada café que me pedía en Miami, por fuera del área de influencia de mis anfitriones, equivalía a una semana de mi vida en Buenos Aires.

El específico sobre el que preguntaría al participante, Gerardo Lamas, era el “fanzine”, una rama underground de la historieta, que había dado al mundo artistas tan relevantes como Robert Crumb; y otros tantos, desconocidos por las multitudes, pero rigurosamente seguidos por verdaderas sectas de fanáticos.

"Atilio había dejado inédita una historieta completamente ajena a su línea señera: Paloman, un super héroe cuya única proeza consistía en impedir peleas"

Lamas era devoto de Atilio Humboldt, un argentino que había abandonado Buenos Aires en los años 70 —por decisión, no compulsivamente—, y alcanzado el rango de eminencia secreta del fanzine en la Costa Oeste. Su creación perdurable había sido Barman, un super héroe beatnik, que vivía aventuras entre hippies, y escritores drogadictos como Burroughs o borrachos como Bukowski. Barman era abstemio respecto de cualquier sustancia, pero con gran preponderancia del acercamiento a las damas. Yo había leído algunas de sus historietas en suplementos, en revistas españolas, en Enciclopedias del género. A grandes rasgos, no me interesaba.

Atilio había dejado inédita una historieta completamente ajena a su línea señera: Paloman, un super héroe cuya única proeza consistía en impedir peleas. Volaba y poseía fuerza sobre humana, pero jamás pegaba. Ridículamente, se convertía en paloma, y hacía la paz. Como el Ed Wood de Tim Burton, Paloman formaba parte de la mitología del ridículo del fanzine, aunque no le faltaban admiradores que resaltaban méritos de ese incunable, muchos de ellos sin haberla siquiera visto alguna vez. Paloman integraba el cuestionario, con apenas una pregunta: ¿en qué se inspiró Humboldt para crear su historieta inédita, Paloman?

"Mi breve lapso como jurado, y el de Lamas como participante, habían llegado a su fin, como en un relato de Kafka"

Hasta esa instancia, Lamas venía respondiendo con solvencia. En mi opinión, esa pregunta era de las más fáciles de la lista, porque era de las pocas declaraciones de Humboldt que habían aparecido en la prensa: el verdadero apellido de Humboldt era Neeman, era judío y había leído una versión ilustrada de la historia bíblica de Noé, regalada por su abuelo materno. Sabía que en la historia original el ave era un cuervo, y no una paloma. De todos modos en su cómic, inédito, había cifrado la reconciliación entre el Todopoderoso y su voluble criatura en la paloma Paloman —un spanglish avant la lettre—, que haría la paz donde fuera.

Pero Lamas respondió:

—Se inspiró en las palomas de Plaza de Mayo. Humboldt, que vivió hasta los 19 años en Buenos Aires, esbozaba las siluetas de los jubilados arrojándoles maíz, en papel Canson y lápiz grafito.

No tuve más remedio que dar por fallida la respuesta. Sonó un timbre horrible que lo descalificaba. Me retiré tras bambalinas. Mi breve lapso como jurado, y el de Lamas como participante, habían llegado a su fin, como en un relato de Kafka. Pero a diferencia de una parábola de Kafka —la del guardián de la ley, por dar un caso, que no me convence pero es apenas un par de párrafos—, esto siguió como un cuento largo, quizás una nouvelle, El viejo y el mar. Mientras haya vida, hay confusión.

Lamas, con su esposa, un niño en brazos y su suegra, me abordaron en la cafetería vecina, donde se suponía que Rafael se apropicuaría a pagarme mis honorarios en efeté. Rafael no aparecía, pero Lamas y su clan familiar vinieron directo a mi mesa.

"Se preparaba para castigarme sin poder ser acusado de parcialidad. Había cámaras"

El niño lloraba. Lamas me espetó que había conocido personalmente a Humboldt, en San Francisco, y que el propio autor le había narrado la historia de las palomas de Plaza de Mayo. Le dije que le creía, y que lo sentía mucho, pero que yo solo podía confiar en el On the Record. La respuesta correcta era la que había sido publicada oportunamente. Lamas agregó que yo lo lamentaría, y que me demandaría. Creo que fue la primera, y quizás única, ocasión en que escuché ese verbo dirigido hacia mí. Esto es América, pensé. Repentinamente, mientras la familia se retiraba como una guerrilla tras una emboscada, me pareció distinguir a Isaac Bashevis Singer, el gran escritor judío, detrás de su sombrero, tomando un café y cuchareando un arroz con leche, en una mesa en diagonal a la mía. Ni se me ocurrió acercarme, solo acuñé lo inverosímil del momento.

Transcurrieron 25 años. Pasamos del siglo XX al XXI. En Buenos Aires, precisamente calle Cerrito, frente al mostrador de un fiscal de infracciones de tránsito, apersonándome para argumentar que yo sí había pagado el peaje, y no era un evasor de barreras como figuraba en la sanción, ¿quién sino Gerardo Lamas resultó ser mi juez de faltas?

Cómo había llegado Gerardo allí… En fin: primero debería preguntarme cómo yo había llegado allí. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano? Ni siquiera de mí mismo. Lo reconocí al instante, pero Gerardo no hizo mención. Se preparaba para castigarme sin poder ser acusado de parcialidad. Había cámaras. Palpé mi billetera. Rafael, veinticinco años atrás en Miami, me había liquidado honorarios dos días más tarde, casi en la escalerilla de subida al avión. No recuerdo cómo logré pagar la consumición en la cafetería. Singer no me ayudó, eso es seguro.

—Listo —me dijo Gerardo, sin un ápice de venganza.

Me había dejado libre de culpa y cargo.

Mi rostro se iluminó con una sonrisa beatífica. Era el Pacto de Paz entre el hombre y el universo. No sabía cómo agradecerle. Creí que la mejor forma era liberarlo cuanto antes de mi presencia.

—Pero se inspiró en las palomas de Plaza de Mayo —murmuró, antes de que pudiera alejarme lo suficiente.        

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