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Alberto García-Salido: «Los finales infelices te hacen ver las cosas de otra manera»

Alberto García-Salido: «Los finales infelices te hacen ver las cosas de otra manera»

Arranca la entrevista de Zenda a Alberto García-Salido (Madrid, 1981) como su última novela, Todos los finales felices se parecen (Ediciones B, 2024): con una canción de Nach Scratch. La del libro es “Nada ni nadie”, donde el rapero albaceteño lamenta: “Quise compañía y obtuve un monólogo, / quise un final feliz y me quedé en el prólogo”; la del encuentro periodístico, con el Foro en modo parrilla impía —cosas de julio, a ver—, “Ángel”. Razón: “Escucho, conozco y sigo bastante a este hombre, aparte de porque me parece un genio en lo suyo, por un vínculo con mi trabajo. Yo trabajé en paliativos pediátricos y me crucé con su tema «Ángel», que habla de su hermana fallecida, que también tiene una parálisis cerebral. Cuenta muy bien no sólo la relación, sino la frustración que puede generar el tener un familiar o un ser querido así y ver cómo su vida va con un ritmo diferente al del resto de sus coetáneos”.

En Todos los finales felices se parecen, este pediatra intensivista, doctor en Medicina, profesor universitario y escritor —ha publicado, previamente, otra novela y cuatro libros de relatos—, narra la historia de Ismael, un tipo que arrastra una maldición médica familiar, la de la enfermedad de Huntington, y que, poco antes de que Andrés Iniesta le enchufe a Holanda el gol que le dio a España el Mundial de Sudáfrica, recibe una llamada de las que hacen estallar una vida. El protagonista la ignora y, en su lugar, se embarca en una odisea imprevista por un Madrid de rateros y maderos, en una aventura que dura un día, pero que se sumerge en un pasado amargo y, previsiblemente, implacable. Con la percha del lanzamiento, conversamos en el Varela:

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—Señor García-Salido, ¿tenía razón Calamaro cuando cantaba que “todo lo que termina / termina mal”?

—Todo lo que termina bien puede terminar muy mal. No sé a quién se lo he oído, no soy tan inteligente como para inventarme según qué cosas (risas). Lo vemos en las películas de amor, por ejemplo: siempre acaban bien, con los dos reencontrándose. ¿Qué pasa al día siguiente, cuando se levantan juntos, cuando han pasado dos semanas, o tres meses, tras el final de la película? Si dejas que pase el tiempo, al final, todo termina. Y todo punto final puede generarte cierto malestar. 

—A lo largo de su vida, ¿ha visto más finales felices que infelices?

"Yo veo muchos finales felices, aunque parezca sorprendente por el sitio en el que trabajo y por lo que me dedico"

—Hostias… (Piensa) Yo veo muchos finales felices, aunque parezca sorprendente por el sitio en el que trabajo y por lo que me dedico. Por suerte, los finales felices ganan por goleada a los infelices. En cuidados intensivos en pediatría, imagínate: la inmensa mayoría son finales felices. Lo que ocurre es que, en muchos casos, son los infelices los que te hacen ver las cosas de otra manera. El darte cuenta de quién eres, de lo que tienes y de cómo debes disfrutar de lo que te rodea. No somos conscientes de lo importante que es estar aquí ahora, sentados, sin otra preocupación que esta. 

—Y, como lector, ¿qué tipo de finales prefiere?

—Si te soy sincero, nunca he pensado el tipo de final que prefiero. Sí sé que me importa la historia que lleve… 

—A la desembocadura.

—Es cierto que me encuentro más cómodo con los finales que o no esperas o bien te llevan hacia la tristeza. Me acusan mucho de ver siempre el lado más negativo de la vida en lo que escribo yo. No negativo como que hagas el mal, sino como que te ocurra el mal. En cuanto a los finales que yo busco: aquel que me haga pensar un poco. 

—¿Cómo se convierte en escritor?

—Creo que quiero ser escritor desde los nueve o diez años. No es una decisión consciente. Creo que, primero, quiero ser lector. Te das cuenta de que te gusta leer, de que te genera inquietud lo que te van contando. A través de la lectura, llegas al deseo de contar tú lo que ocurra. Entonces, empiezo a escribir. Como te puedes imaginar, lo que escribo al inicio deja bastante que desear. Hago una pausa, empiezo la carrera y escribo verdaderas torturas para mis compañeros de facultad que se ríen mucho de mí ahora cuando me leen (risas). Lo de ser escritor es el típico deseo que mantenía en paralelo a mi otro deseo, que era el de ser médico. Gracias a los relatos cortos, voy llegando lentamente hacia la novela. 

—¿Cuándo pasa de la distancia corta a correr la maratón?

—Para mí, el relato corto suponía un reto. Tiene una serie de herramientas que, una vez que las conoces, puedes disfrutar muchísimo utilizándolas: el crear finales sorprendentes, elaborar puntos de giro en pocos párrafos, irte un poco al realismo mágico… El relato es una manera de contar historias que me agradaba mucho porque, además, me requería un tiempo finito que encajaba muy bien con mi trabajo. Entonces, ocurre algo: no sólo que acabo la residencia de pediatría sino que, además, soy padre. 

—¡Chanchanchán!

" Voy con una libreta donde apunto aquellos finales felices y aquellos finales tristes que nos rodean"

—Cae la bomba atómica en tu vida personal y dejas de tener tiempo libre para hacer otra cosa que no sea trabajar y cuidar de tus hijos. Es una decisión personal y ya está. Siempre digo que ser padre es lo peor-mejor que hacemos: no hay nada que me haya estresado tanto, no en el sentido de generarme ansiedad, sino de obligarme a cambiar como persona, como la paternidad. Yo tengo tres hijos, y cuando salgo, digamos, de la paternidad, en el sentido de como el que sale de bucear y ha estado aguantando mucho la respiración, tengo la suerte de coincidir en el tiempo con Twitter. Twitter se me va un poco de las manos, escribo historias y contacto con una editora. Le cuento una idea de novela sin yo tener más experiencia que la que me ha dado la lectura: no tengo más conocimientos. Le explico lo que me gustaría escribir, ella se anima y me propone escribir para Penguin, para Ediciones B, Aprender a volar. Con Aprender a volar disfruté mucho. Es una historia que llevaba dentro, que se compone de muchas pequeñas historias que había vivido en mi trabajo. Voy con una libreta donde apunto aquellos finales felices y aquellos finales tristes que nos rodean. 

—Leyendo Todos los finales felices se parecen, me acordaba de ese verso de Cohen que dice que hay una grieta por la que pasa la luz. Su novela no es amable, aborda una realidad dolorosa, pero no es ceniza, deja pasar la luz.

—Me gusta mucho hablar de ese momento en el cual a alguien le pasa algo y le cambia la vida. En el día a día, no estamos habituados a ver eso. A lo mejor, van pasando los años y te vas haciendo más preguntas. En mi trabajo nos enfrentamos muchas veces a ese momento desde fuera porque lo vemos en otras personas, y eso te obliga a preguntarte cosas. Aprendes de ellos, de quienes lo pasan mal y, en cambio, tiran un día, y otro día, y otro, como que, más allá de la incertidumbre, es necesario mantener la esperanza. La esperanza y la luz, como dices, es lo que te permite seguir en las peores circunstancias. Cuando nos llega alguien con un hijo muy enfermo, con un muy mal pronóstico, no les explicamos las cosas para acabar con esa luz o esa esperanza, sino porque tienen que saber hacia dónde van y lo que puede ocurrir. Que la rendija que tienen pueden seguir viéndola hasta el final. A lo mejor, esa rendija se abre del todo y se convierte en una puerta. Me interesa que, en el momento más oscuro, haya situaciones de luminosidad que te permitan respirar o mirar hacia adelante con cierta esperanza. 

—Tiremos de algunos hilos de su novela. ¿Qué tipo de gallo cantaría “si los sentimientos ocuparan espacio”?

—Si tuviéramos un sitio donde guardarlos, a veces, el que no ocupen espacio nos viene bien. El dolor, por ejemplo. El dolor es muy particular porque el que lo siente, el que lo sufre, y tiene a alguien al lado, esa persona que está con él o con ella no es capaz de cuantificar. No sólo con el espiritual, sino con el físico. El dolor lo ponemos en una escala. 

—Pero esa escala…

—Es una escala visual que no tiene ninguna referencia que se pueda objetivar. Para ti un dolor muy potente puede ser para mí un dolor muy pequeño o al revés. El hecho de que no haya un elemento que permita establecer cómo de grande es el dolor, hace que las personas que lo sufren, cuando lo tienen que contar, sientan dificultad. Eso lo ves cuando tienes un dolor crónico o algo que te duele por dentro y no eres capaz de llevarlo a palabras, la indiferencia del que te está escuchando te incrementa ese dolor, incluso. Si algunos sentimientos, yo qué sé, el amor, por ejemplo, ocuparan espacio, habría gente que no podría andar, y otros que se moverían demasiado ligeramente, y a lo mejor nos harían sospechar de lo que les falta, no de lo que les pesa. 

—¿De verdad cree que lo sentimental se olvida mucho más rápido que lo material?

"Para mí, tienes menos importancia lo material que lo sentimental. Es algo que ha cambiado con el paso de los años"

—Estoy en una fase de mi vida en la que pienso que es al revés. Para mí, tienes menos importancia lo material que lo sentimental. Es algo que ha cambiado con el paso de los años. Antes, para mí, lo material tenía mucho valor, y ahora no lo tiene. Depende del sitio en el que te encuentres. Hay veces que, efectivamente, cuando eres joven, se te rompe algo, el coche o cualquier cosa, y lo sufres mucho. Pero, según pasa el tiempo, el perder aquello que no se mide, lo que decías antes de las emociones y tal, duele más. Y eso que en la sociedad en la que estamos ahora es lo material lo que prima. 

—Ismael, el protagonista, está marcado por una terrible maldición hereditaria: la enfermedad de Huntington.

—Podría decirte tres razones por las que forma parte de esta novela. La primera es un documental. Es de una familia en EEUU, con muchos hijos. Esto es como lanzar una moneda al aire: la mitad son portadores de la enfermedad; la otra mitad, no. La entereza con la que esa familia, de manera conjunta e individual, decide abordar lo que les puede ocurrir, se me quedó en la cabeza. La vi con dieciocho o diecinueve años. Cuando ves algo así en un momento de tu vida en el que te crees invulnerable, cuando ves a gente haciéndose preguntas que tú ni te has llegado a plantear, se te queda encapsulado. 

—También había un cómic por ahí…

—Pasan los años y me compro un cómic de Superman que se llama Es un pájaro. DC se lo ofrece al autor, un guionista europeo, con la intención de que haga una especie de revisión de Superman como ideal, de qué significa, de dónde viene y tal. Este se lo lleva a su terreno. Resulta que este chico tiene una madre con Huntington, y él tiene una pareja y la duda de si es portador o no de esa enfermedad. El cómic habla del concepto de héroe y de cómo él está influido por su enfermedad para descubrir que la heroína es su madre en la historia. Me quedé… Vas buscando una aventura de Superman y, de repente, a las dos de la mañana, te encuentras leyendo un cómic de una señora en un hospital con su hijo que cree que tiene Huntington. 

—¿Y la tercera razón?

—Está relacionado con mi trabajo, viendo a padres cuyos hijos desarrollan enfermedades hereditarias que los padres portan, pero no padecen. Viendo cómo manejan eso; cómo, al entrar en sus casas, descubres la forma con la cual moldea la forma de vivir de esa gente. Yo quería hablar de todo esto en un libro. 

—La enfermedad es una espada de Damocles que condiciona absolutamente la vida de Ismael. Por ejemplo, disculpe el spoiler, decide no seguir con su chica para no tener hijos y, así, evitar que la “maldición” continúe.

—Es que tipo de pensamientos los tienen. O lo verbalizan. Hay muchas dudas éticas, por ejemplo, con cuándo deben conocer el diagnóstico o si deben conocerlo. Si tienes hijos y son menores de edad, ¿tienes que hacerle la prueba, la secuenciación genética, para saber si portan o no la enfermedad? En el caso de Ismael, él, sin tener la certeza de lo que le ocurre, toma esa decisión: “Voy a actuar como si tuviera la enfermedad y, en base a eso, me comporto”. Vivir con eso es muy complicado. 

—La novela transcurre en un día. ¿Razón?

"Me interesaba mucho situar la historia en un momento en el cual hubiera como una especie de disrupción entre lo que le pasa al protagonista y lo que le pasa a todo el mundo menos a él"

—Me pareció entretenido. Cuando escribo una novela, lo primero que se me ocurre es el núcleo de la historia. Luego, me interesaba mucho situar la historia en un momento en el cual hubiera como una especie de disrupción entre lo que le pasa al protagonista y lo que le pasa a todo el mundo menos a él. Tenía que buscar un día en el que ocurriera algo a nivel global o nacional que, además, todos recordáramos de una manera. Cuando preguntaba a la gente de mi entorno, la mayoría me hablaba de catástrofes, del 11-M…, se iban al lado terrible. “Búscame otro que no sea terrible”. Y todos me repetían el día en el cual ganó España el Mundial, con el gol de Iniesta. Entonces, hacerlo en un día me parecía interesante porque, de forma egoísta, escribir una historia que se cerrara en poco tiempo me iba a resultar más atractiva, más sencilla de hilvanar. 

—Y el lugar es Madrid.

—Porque me apetecía pasear por Madrid. Me apetecía coger al lector y a los personajes y llevarles por nuestra ciudad. 

—¿Usted tiene algo similar a esa caja de madera que Ismael entrega a su padre?

—Tengo una caja de madera en casa y he empezado a acumular cosas con mis hijos: objetos, fotos, frases… Tengo también un cuaderno en el que apunto cosas, con la fecha, la hora… Sé que, dentro de unos años, volver ahí va a ser un ancla estupenda. No es una cosa que se me haya ocurrido a mí: lo he visto. Una de las cosas que más me han impactado de mi profesión es, cuando vas a las casas de esa gente a la que le ha cambiado la vida, no te fijas en el enfermo: aunque no quieras, te fijas en el entorno. E, involuntariamente, ves fotos, objetos…, y te percatas de lo que tienes en tu casa. Y son las mismas fotos: las de cuando fuiste al zoo, al parque de atracciones… No hay diferencia. La única diferencia es ese algo que ha hecho crac con todo. Empecé a pensar y dije: “Hostia, en un momento dado, igual necesitas una especie de bote salvavidas que te haga pensar en las cosas que han merecido la pena para que, cuando estés en la mierda, puedas rescatarte un poco”. De ahí lo de ser un poco Diógenes en algunas cosas.

—Vamos acabando, Alberto. ¿Qué ha aprendido mientras escribía Todos los finales felices se parecen?

"Tengo un síndrome del impostor terrible. Yo soy médico, lo de definirme como escritor me cuesta más"

—Con este libro, he aprendido a escribir distinto. Ha sido curioso: me da muchísima vergüenza llamarme escritor. Tengo un síndrome del impostor terrible. Yo soy médico, lo de definirme como escritor me cuesta más. Solicité una reducción de jornada y eso me permitió terminar la novela. Durante ese tiempo, sí que sentí que, ¡hostias, estaba trabajando como escritor! Sentado, escribiendo durante ocho horas, y peleando por sacar adelante la historia, perfilar el personaje… Y fue muy agradable ver cómo aparecían personajes, que había cosas que tienes que borrar, que otras no valen y las tienes que modificar… Disfruté mucho pasándolo mal. Es curioso. 

—¿Qué proyectos literarios avista en su horizonte más próximo?

—Sí, siempre. Para mí, escribir es tener la posibilidad de salir del raíl en el que estás, en mi caso, el de mi profesión, y contar una historia, inventarte lo que ocurre, entretenerte en documentarte… Todo lo que rodea a la escritura me encanta. Me encanta, más que escribir, leer. Y claro que tengo ideas, lo que ocurre es que las ideas necesitan un tiempo, y yo necesito un espacio. Por mí, escribiría toda la vida… pero, poco a poco.

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