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Un psicólogo, un niño y una misma soledad

Un psicólogo, un niño y una misma soledad

Recuerdo una conversación, más bien una charla amena, acerca de ciertos comentarios que un familiar lejano exponía sobre el espanto que le produciría ver a su querida abuela como una aparición. Sí, el coloquio giraba en torno a espíritus, por lo que desconozco si las fechas eran próximas al ocaso de octubre. Este familiar comentaba que temía escuchar la voz de su abuela en algún momento o vislumbrar su silueta entre los poros de un espejo. Yo no lo comprendía y sigo sin hacerlo. Hay temores mucho mayores —y más terribles— en este mundo. Y jamás pensé que, si en verdad se te apareciese como espíritu un familiar, un ser querido, pudiese generar esas sensaciones. Pues, como las palabras declaran, es un ser querido.

El anterior recuerdo me lleva a echar la vista atrás en el tiempo, concretamente, al 6 de agosto de 1999, momento en que arribó a las salas de los cines El sexto sentido. En su primer fin de semana dicha película llegó a reventar las taquillas. Ese mismo año recibió el premio Nébula al mejor guion y la nominación a seis premios de la Academia, además de múltiples críticas positivas, especialmente dirigidas a Haley Joel Osment por su actuación.

Es por ello por lo que resulta difícil hablar de una obra que ha influido sobre cientos de miles de personas, y que ha impactado en la cultura popular en mayor o menor medida. Es engorroso analizar una cinta que ha sido diseccionada por otros de formas múltiples y variopintas. Genera un respeto. Aun así, uno tiene muchas veces ese extraño impulso de hablar sobre esa obra, dedicarle una suma de palabras porque lo necesita, porque siente que debe hacerlo. Es por ello que aprovecho hoy este espacio para hablar de la cuarta película del director indoestadounidense M. Night Shyamalan, El sexto sentido.

Si rastreamos los compases iniciales de esta historia se puede atisbar que el borrador original de esta cinta recorría el mismo sendero que thrillers como El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991). En un comienzo, el espectador se encontraría con un fotógrafo de crímenes junto a un hijo que padece visiones sobre las víctimas. Tras revisar el material —y después de diez borradores— Shyamalan dio con la fórmula justa y medida. Así, al final, se muestra al psicólogo Malcolm Crowe (Bruce Willis), especializado en atender casos pediátricos, y cómo un incidente dará lugar a un punto de inflexión en su vida: la entrada de un expaciente conocido como Vincent Grey en su propia vivienda derrumba su status quo, llenando en cuestión de un momento su mundo de miedos, desde perder a su esposa hasta incluso morir. Tiempo después, Malcolm le seguirá la pista al joven Cole Sear (Haley Joel Osment), quien presenta el mismo cuadro que el de Grey, para más tarde llegar a la revelación de que tiene el don de ver muertos (sin saber éstos de primeras que se hayan en dicho estado).

Y, pese a que se la suele categorizar como una cinta que bebe del terror, yo prefiero hablar de extrañeza. El estadounidense H. P. Lovecraft estableció una muy inteligente definición sobre qué es lo extraño en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927):

La verdadera historia extraña tiene algo más que asesinato secreto, huesos ensangrentados, o una forma de cadena que se arrastra de acuerdo a las reglas. Debe estar presente una cierta atmósfera de ahogo e inexplicable temor a las fuerzas externas y desconocidas; y debe haber un indicio, expresado con una seriedad y pretenciosidad que se convierta en su objetivo, de esa concepción más terrible del cerebro humano —una suspensión maligna y particular o la derrota de esas leyes establecidas por la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos […].

En verdad, El sexto sentido no busca generar espanto. No pretende que el espectador tema a las sombras de las esquinas. Su objetivo está en analizar el miedo que emana de nuestro interior. El temor al rechazo, al desamparo, a la pérdida del amor. Y, por encima de todo, el miedo a la soledad.

Los espectros no son el verdadero terror que levita entre los fotogramas de esta cinta, sino cuestiones que va abordando Shyamalan de forma sutil pero inteligentemente. Los fantasmas, al igual que las personas, buscan resolver sus problemas, sus tareas pendientes. Y, en este caso, quien puede ayudarles es un niño aterrorizado del poder que tiene, de ver lo que ve. Los muertos están asustados y Cole también. El propósito de todo es llegar a comprender esta cuestión, a afrontar los dilemas y miedos que nosotros mismos gestamos en nuestra mente.

Una de las primeras cuestiones que plantea Shyamalan, y que sustenta esta cinta, es el estudio diagnóstico que va elaborando Malcolm Crowe sobre Cole. En primer lugar, las heridas que presenta el niño en las muñecas y, más tarde, en la espalda le señalizan al psicólogo un posible caso de maltrato infantil dentro del núcleo familiar. En un estudio de 2006 Juan Manuel Moreno Manso analizó los diferentes modelos teóricos que existen sobre el abuso infantil. Si tenemos presente, por ejemplo, las teorías de la cognición social, se podría explicar la relación entre la madre de Cole —representada por Toni Collette— y su hijo. De acuerdo con estos postulados, los progenitores maltratadores manifiestan dificultad para expresar y reconocer emociones, teniendo expectativas inadecuadas en cuanto a las capacidades de sus hijos. El hecho de estar divorciada puede ser un factor desencadenante que precipite un caso del maltrato infantil, algo que ya valora Malcolm, y que se consumió como tal en el caso de Vincent Grey. En segundo lugar, es curioso cómo este factor del abuso infantil —considerado un problema para la salud pública por parte de la Organización Mundial de la Salud— es interpretado por la madre de Cole como un posible acoso escolar, es decir, otra variante de abuso infantil. Pasamos del maltrato físico y negligencia del entorno familiar a un caso de bullying. Todas esas heridas, esa introversión, el hecho de realizar dibujos grotescos… M. Night Shyamalan va recreando estas variantes para que el espectador vaya apreciando uno de los dilemas de nuestra sociedad mediante fotogramas.

No es el eje central sobre el que pivota la cinta pero, aun así, va adquiriendo peso con cada secuencia. Incluso, se llega a vislumbrar el trastorno facticio por poderes (antes llamado síndrome de Münchhausen). En esencia es una psicopatología que padece el cuidador del menor (normalmente la madre) basada en inventarse síntomas o provocarlos sobre el infante, obteniendo así una cierta validez por la comunidad sanitaria, al ser concebidas como personas comprometidas con el bienestar de sus hijos. Esto se puede vislumbrar en la secuencia en la que el joven Cole ayuda a la niña fallecida Kyra Collins (Mischa Barton) a desvelar la verdad sobre su muerte: su madre fue la que la envenenó mientras la cuidaba.

Lo anterior conduce hacia otro de los pilares que sostiene a El sexto sentido: el miedo a entablar comunicación. No me refiero a hablar, sino a mostrar la verdad con la palabra. Todos nos relacionamos con nuestros congéneres, compañeros de trabajo, familiares, ajenos… pero no es de lo que estamos aquí conversando. Estamos refiriéndonos a ser nosotros mismos con nuestras palabras, en ser coherentes con lo que decimos y pensamos. Ese punto, esa catarsis se rompe aquí con la frase clave de la cinta «En ocasiones veo muertos». Cole le cuenta a Malcolm su secreto, y es el psicólogo quien haya la solución: los muertos quieren hablar con el joven, contarle sus dilemas para, por fin, ser liberados de su condena. También madre e hijo tienen que hablar sobre lo que al joven le sucede. Y, no hay que olvidar el giro argumental final, el cual se resuelve también entre una conversación entre Cole y Malcolm. El factor que liberará la carga del psicólogo como espectro y que permitirá despedirse de su mujer tras comprender la verdad de que ya está muerto.

Por todo ello, El sexto sentido es un prisma que descompone grácilmente temores de nuestra sociedad, sea la profanación de la infancia, sea la soledad o la falta de comunicación entre personas. Es un drama que nos habla de alguien vivo que está envuelto entre muertos, entre individuos perdidos en busca de ayuda. Nos habla de cómo afrontar esta situación y de no perder nuestra esencia.

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