Descubro con avidez los esplendidos documentales sobre grandes cineastas que se ofrecen en las plataformas de streaming a las que estoy suscrito. Wim Wenders: Desperado (2020), de Eric Friedler y Campino, es el último del que he dado cuenta. De su metraje, aplaudo todas esas referencias a la polémica que el alemán mantuvo con Francis Ford Coppola cuando éste, reciente aún la inauguración de los estudios Zoetrope, produjo a Wenders la fallida El hombre de Chinatown (1982) y acabó expulsándole del rodaje. Cuatro décadas después, las opiniones de ambos cineastas son verdaderamente esclarecedoras. Finalmente, con la sentencia del tiempo, se comprenden los motivos de uno y otro.
Hablamos de cintas como También los enanos empezaron pequeños (Werner Herzog, 1970), En el curso del tiempo (Wim Wenders, 1976), o El matrimonio de Maria Brown (Rainer Werner Fassbinder, 1979). Pero también de El honor perdido de Katharina Blum (Volker Schlöndorff, 1975). Películas, todas ellas, que integraban un cine que, en España, a finales de esa misma década, hacía las delicias de las audiencias de los cinestudios y del circuito de la versión original. El streaming era algo que nadie, ni los mayores visionarios, podían imaginar. Pero tampoco era previsible que, al evocar aquellas producciones de los años 70, ya andando el tercer milenio, Wenders y Herzog ignorasen a Schlöndorff.
Friedler y Campino nos recuerdan que, en aquella brillante amalgama de cineastas, Rainer Werner Fassbinder era el que hacía un cine más politizado, Herzog el más romántico y Wenders quien reflejaba como nadie la americanización de la juventud europea de entonces, nuestra entusiasta americanización. Y, por si alguien aún alberga alguna duda sobre esta cuestión, Dennis Hopper nos recuerda que la mayor colección de discos de rock& roll que ha visto en la vida es la de Wenders.
A Schlöndorff también le gusta el rock & roll. En otro de esos documentales que en tan alta estima tengo —Anita Pallenberg: Musa de los Rolling (Alexis Bloom, 2023)— el cineasta evoca su amistad —“sin sexo”, puntualiza— con la modelo desde que Anita era una apasionada de Fats Domino, que enseñaba a sus amigas a bailar el ritmo del diablo. De hecho, la primera película que la futura inspiración de sus Majestades Satánicas protagonizó fue la segunda de Schlöndorff: Mord und Totschlag (1967), una extraña road movie alemana con música de Brian Jones. Mi visionado de esta última ha sido reciente. No en streaming, pero sí en una copia bastante aceptable en YouTube. Desde entonces llevo dándole vueltas al papel jugado por Volker Schlöndorff en el nuevo cine alemán de los años 70: ¿precursor o integrante marginal, ajeno a los compadreos de Herzog y Wenders? Casi 50 años antes me fue dado ver El honor perdido de Katharina Blum en el desaparecido cine Conde Duque.
Llegó a España en un tiempo infausto, porque cualquier manifestación cultural, para ser válida, debía tener una lectura política, y no hay nada más detestable que la cultura contaminada por la política. Pero fue tal la expectación despertada por la versión cinematográfica de El honor perdido de Katharina Blum, sobre la novela homónima de Heinrich Böll, que sus distribuidores, a diferencia de las cuatro cintas que ya se habían podido ver en nuestro país de su realizador —El joven Törless (1965), El rebelde (1968), La repentina riqueza de los pobres de Kombach (1970), Fuego de paja (1972)—, exhibidas todas ellas en salas de arte y ensayo —antecedente de la versión original—, decidieron proyectarla en salas comerciales.
De esta manera, en Madrid, todos los amantes de ese nuevo cine alemán que constituía la oferta más interesante de las pantallas de entonces, del que Schlöndorff fuera un precursor más que un exponente, se dieron cita por segunda vez —la primera fue para ir a ver otra película germana, La ciudad de la libertad (1973), de Johannes Schaff— en una sala tan poco frecuentada por ellos como lo fuera el cine Conde Duque de la calle Alberto Aguilera.
Concebida como una cinta policíaca —no en vano Schlöndorff se había formado en Francia a las órdenes del mejor director de thrillers que haya dado el Viejo Continente: Jean Pierre Melville, el nunca bien ponderado—, El honor perdido de Katharina Blum también tenía mucho de los documentos de Costa-Gavras.
La cinta de Schlöndorff estaba llamada a la polémica desde su primera secuencia, en la que se nos mostraba a un vapor navegando por el Rin. Unos decían que aquellos planos venían a demostrar que su realizador tenía unos conocimientos de la puesta en escena que nunca llegaría a adquirir Rainer W. Fassbinder; otros, que aquel barco atravesando el río quería simbolizar la paranoia ante la izquierda revolucionaria que la prensa derechista, con la poderosa cadena Springer a la cabeza, estaba desatando en los últimos años en la República Federal. Aquel era el tiempo de las acciones del grupo Baader-Meinhof. Aquellos eran los años del plomo.
El honor perdido de Katharina Blum nos descubrió también a su correalizadora y coguionista, Marguerethe von Trotta, la esposa de Schlöndorff hasta que se separaron en el 91, quien llegaría a filmar otra de las grandes películas germanas de cuando entonces, Las hermanas alemanas (1981).
La fidelidad al original con que el matrimonio Schlöndorff nos ofrecía la encrucijada en que se ve envuelta Katharina por amar a un supuesto miembro de la Fracción Armada del Ejército Rojo que acaba de atracar un banco —hecho que la muchacha desconoce— y de cómo a raíz de ello se la criminaliza sólo se explicaba gracias a la colaboración del propio Heinrich Böll en el guión.
Dos cosas se le reprocharon a la cinta: su excesivo énfasis y la “insulsa interpretación” de Angela Winkler (Katharine). Sin embargo, aún la recuerdo en la secuencia en que vuelve a encontrar a su amante, custodiados ambos por la policía.
El resto del reparto estaba integrado por Mario Adorf, Dieter Laser, Heinz Bennent y Hannelore Hoger. Por encima de las polémicas de los cinéfilos, fue tal el éxito alcanzado por esta adaptación que posibilitó la carrera internacional de sus dos realizadores. “Esto es cine; lo demás, fascismo”, escuché que decían algunos espectadores durante la proyección.
Schlöndorff dejó el panfleto a medida que se alejaban los años de plomo y demostró ser un adaptador esmerado de los grandes novelistas de su tiempo. En el 79 llevó a la pantalla El tambor de hojalata. En aquellas páginas de Günter Grass encontró el argumento para su obra maestra. El amor de Swann (1984) fue su acercamiento al universo de Marcel Proust; a Margaret Atwood se aproximó en la primera adaptación fílmica de El cuento de la doncella, que estrenó en 1990.
Precoz en mi nihilismo —aún adolescente y ya no creía en nada—, el discurso de los estalinistas con la omnipresencia del fascismo —y viceversa— ya me aburría tanto como ahora cuando vi por primera vez El honor perdido de Katharina Blum, de modo que supe distinguir a un gran cineasta al margen de la conciencia y de la murga, un autor —pionero o marginado del nuevo cine alemán de los 70, aunque a veces parece francés— al que sigo desde aquellas sesiones en los cinestudios de mi ciudad.
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