Dice Shirley MacLaine en Baila mientras puedas que el séptimo arte es toda una aventura intimista. «Un arte que requiere paciencia, tolerancia, respeto por el detalle y confianza afectiva». Básicamente, como la vida misma. «Tal vez, «ser sencillamente» sea la auténtica naturaleza de la creatividad (…). Para convertirme en la creadora del personaje tenía que identificarme con la esencia de la vida». De hecho, la actriz nacida el 24 de abril de 1934 en Richmond, Virginia, que hace unos meses cumplió noventa años, ha estado debatiéndose desde sus inicios entre la vida y el arte; entre el sueño que, considera, es la existencia, y el juego que, supone, es subirse a unas tablas y entonar soliloquios y diálogos, o números propios de musical o cabaret, cambiando constantemente las reglas de la realidad, siendo camaleónica o, si lo prefieren, poliédrica, según el personaje y según el papel que ha interpretado en cada momento. Prueba de ello es su filmografía y las veces que ha estado de gira llevando sus espectáculos por Estados Unidos, Inglaterra, Noruega o Japón, en los que combinaba teatro musical, danza e interpretación, y no dudaba en incluir en su programa un breve tributo a algunas de sus actuaciones cinematográficas más notables y representativas, como el de Louisa May (What a Way to Go!), Madame Sousatzka, Aurora (La fuerza del cariño) e incluso el de Doris Mann (Postales desde el filo), por citar algunos. Y eso, de puertas hacia fuera. Cualquiera que contemple el escaparate de la que interpretara a la inolvidable Fran Kubelik en El apartamento de Lemmon y Wilder no pondría en duda su exitosa y fructífera trayectoria no sólo profesional, sino también personal. Sin embargo, conviene recordar que apenas mostramos lo que somos. O que apenas somos lo que mostramos. Una cosa es la exposición y la exhibición, y otra muy diferente lo que sucede en el interior de uno mismo, de una habitación de hotel, de un camerino o de una casa-remolque donde te instalan cuando te hallas inmerso en un rodaje. De la soledad del artista se ha hablado siempre que éste ha dado buena cuenta de ello. Ese silencio que tan pronto relaja como aterra. Muchos —de sobra conocidos— han recurrido a la compañía fiel de las drogas y el alcohol, sencillamente, para no pensar ni sentir. Para perder la consciencia en el clímax de mayor oscuridad. Shirl, en cambio, jamás recurrió a ello, porque nunca lo necesitó. Ni siquiera cuando empezó, y menos aún cuando se consolidó. Desde que supo que quería —deseaba— ser actriz, tuvo bien claro cuáles serían los pasos a seguir. Tomó la decisión de no ir a la escuela. No lo necesitaba. Si quería formar parte del mundo del espectáculo, ¿de qué le servían los problemas matemáticos o las clases de lengua? A ella lo que le interesaba y motivaba era la danza y el teatro, y a eso se apuntó. Además, era lo que mejor se le daba y sabía hacer. Había nacido para ello, al igual que su hermano, tres años menor que ella, Warren Beatty, uno de los galanes de Hollywood cuyo currículum amoroso competía con el Julio Iglesias hasta que aterrizó en su vida Annette Bening y puso su contador e historial a cero. Shirley y Warren, educados en un sistema de valores conservadores y de clase media, supieron cómo revelarse ante dos padres abnegados. Su madre, Kathlyn Corinne MacLean, una mujer de gran talento en las artes plásticas y escénicas, renunció a ello por su marido y sus hijos; por ser ama de casa. Y su padre, Ira O. Beaty, un músico y violinista excelente, además de pensador filosófico nato, se entregó no sin cierta sumisión al ejercicio de profesor y director de escuela. Para Shirley, ambos no sólo se abandonaron al conformismo, sino que afianzaron y erigieron su matrimonio sobre una base férrea de reproches, frustración y cierta tiranía. Dado el ambiente que se respiraba en casa, Shirley y Warren tomaron la determinación de cambiar el destino —y maldición— al que estaban abocados. Si aquello requería buscarse la vida fuera de esas cuatro paredes, lo harían; si debían llevarles la contraria a sus progenitores por un futuro lleno de luces, cámara y acción, harían lo que correspondiera. Costase lo que costase. En palabras de Shirley, su madre sacrificó su arte por su familia. Ella, por el contrario, aun sabiendo el error que cometía, sacrificó su tiempo y vida en familia por su arte, aunque años más tarde enmendó su equivocación.
Alcanzar el éxito —y los deseos— no depende de pisar cabezas, sino de trabajar duro y tratar de mantener un equilibrio entre lo profesional y lo personal. De obsesionarse y perseverar (como en el amor, así en el arte). De rodearse de la gente adecuada e ir a los lugares clave donde se reclame lo que tú, como artista y como nadie más, puedes ofrecer. O, en otras palabras, de presentarse, simple y llanamente. Que uno sea consciente de su valía no sólo le reporta seguridad, sino también aplomo a la hora de enfrentarse a un papel y un casting. Conocer las fortalezas y debilidades que entrañan las diferentes personalidades, versiones o caretas que cada uno adopta según la circunstancia y la situación, también. En realidad, no es más que otra manera de conocerse a sí mismo, un ejercicio hoy demasiado manido y denostado, que no sólo se corresponde con una postura y filosofía, sino también con una reflexión prolongada en el tiempo, y concreta, que además libera y otorga independencia. Ser dueño de uno, obviando la corriente y las modas; poseer y desarrollar un talante decidido; tener fe en el carácter y el oficio, pues no se trata de escalarse a uno mismo como otros suelen hacer sirviéndose de la metáfora del hombre y la montaña, sino de penetrarse, tal como le aconseja hacer David, uno de los mejores amigos de Shirley, cuyas conversaciones, enseñanzas, viajes y encuentros dejó por escrito en Lo que sé de mí, el libro con el que la actriz desvió los focos que iluminaban los sets, los decorados y los escenarios y los redirigió hacia sí, desprovista de narcisismos y de egos, y marcó un antes y un después en su biografía. Un punto de inflexión que daría pie a los que, siguiendo la línea marcada por aquél, llenarían las páginas de Bailando en la luz, Todo está en el juego, el ya citado Baila mientras…, El camino: Un viaje espiritual o Dentro de mí, entre otros. Con todo, y sin dejar su trabajo como bailarina y actriz, supo conjugar lo terrenal y lo inefable, enriqueciendo su oficio con los matices y destellos de un nuevo conocimiento e incursión en la New Age. De la percepción filosófica que tiene Shirley acerca de la existencia y del cosmos; de la muerte y la espiritualidad; de las reencarnaciones o reminiscencias del alma; de la relación entre la mente, el cuerpo y el espíritu aunada a sus experiencias, no seré yo quien lo desgrane en este breve espacio, pues daría para una serie de textos y más entregas (si me apuran, una por cada década de la MacLaine). Pero en su defensa, resulta innegable admitir que a veces nos sobrevienen cosas para las que la razón no tiene respuesta. Que en el misterio y lo invisible se esconde una verdad difícil de explicar, y que, al vivirlo, o al sentirlo, nuestra manera de entender el arte y la vida; el mundo y las personas, se modifica. Lo que parecía sólido y robusto, ahora se dobla con la flexibilidad propia de un junco. Y Shirley, motivada por su inquietud, por sus ansias de atisbar qué se esconde detrás, como si el espíritu de Giordano Bruno se apoderase de ella, invitándole a agacharse y levantar o atravesar, aunque sólo fuese un poco, el faldón de este telón llamado realidad, si por algo se define es por la capacidad de adaptación ante los nuevos conocimientos; de amoldarse a nuevas leyes físicas y mentales que, pese a parecer incomprensibles, logra poner en práctica, ejercitando y entrenando su espíritu, en definitiva, como si se tratase del mayor y más importante papel de su vida. Y esa ha sido en parte su labor en los últimos cincuenta años: desentrañar los entresijos de esta gran ensoñación, pasatiempo o show.
Sea como fuere, hay quienes después de leerla la han tachado de “loca” y, otros, de “maestra”. Y los hay que prefieren quedarse con la Shirley del escaparte, y verla como en Irma la dulce, La vuelta al mundo en ochenta días, Mi dulce geisha, Cualquier día en cualquier esquina, Paso decisivo o Magnolias de acero. Que la vida sea como un juego con finales alternativos, ya nos lo dejó claro Cortázar en su Rayuela, o que sea concebida como sueño, también nos los demostró nuestro Calderón en su célebre La vida es sueño. Será por eso que no dejamos de actuar e interpretar convirtiéndonos en protagonistas, artífices y narradores de nuestra propia historia. Creamos, soñamos y jugamos con la vida, con la nuestra, cada día. La elaboramos y diseñamos casi como instruidos maestros artesanos. Haciendo y deshaciendo; cortando, editando o suprimiendo. Exponiéndonos abiertamente o autocensurándonos según el caso. Y tal vez por esa razón, «la expresión creativa es análoga a nuestras vidas, en las que también creamos dramas, comedias, risas y lágrimas, interpretando ahí los caracteres según lo que necesitamos y deseamos experimentar. (…) ¿Éramos nosotros los verdaderos responsables de todo lo que éramos capaces de crear? ¿Estábamos definiendo personajes que nos hacían sentir tristes, miserables y confusos? ¿Éramos los productores, actores, realizadores y directores de teatro de nuestras propias vidas?», se pregunta MacLaine. Es posible que la respuesta sea afirmativa y que, en efecto, como suele decirse y como ella misma reitera en varios de sus libros, al final se ha de andar con cuidado con lo que se sueña, pues se corre el riesgo de que se haga realidad, pero también hay que aprender a restarle intensidad a la existencia y saltarse de vez en cuando las reglas del juego. Quitarle hierro al asunto, como suele decirse. Ahí está la gracia —el quid— de vivir esta experiencia.
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