Desde las filas de atrás llegaba el excitado murmullo de voces de las chicas del colegio que intercambiaban revistas y fotos de los ídolos del momento. Peinados cardados que emulaban la combinación de cabeza rapada y coleta larga, como en todas las películas de los 80. Sobre los pupitres, carpetas forradas con pegatinas de actores famosos y escudos de equipos de fútbol. Los cuatro chicos estaban algo apartados, era su primer año en la recién estrenada aula mixta. Miraban con mezcla de emoción y cautela en derredor. En cuanto se abría la puerta, todos corrían a sus asientos. Había llegado Anna Ninot, conocida por todos como “la Ninot”, nuestra querida profesora de literatura española, y sabíamos que con su presencia nos esperaba una hora de diversión y de sorpresa. Con voz decidida y mirada amable movía al grupo al unísono, interrogando sin palabras a quienes, relegados en las últimas filas, siempre tuvieron algo que decir. Una frase contundente escrita en la pizarra, extraída de algún autor clásico, solía iniciar la hora de emoción.
Bien lo creades don Elvira e doña Sol:
Aquí seredes escarnidas en estos fieros montes;
Oy nos partiremos e dexades seredes de nos,
Non abredes part en tierras de Carrión
(El Cantar del Mio Cid)
A través de aquella puerta la profesora no entraba sola. Iba acompañada del Arcipreste de Hita, la Celestina, Garcilaso, el Lazarillo de Tormes, Quevedo y Góngora, Fray Luis de León, Rosalía de Castro, Machado, entre otros muchos y, muy especialmente, de Cervantes. Todos ellos cobraban vida, una que no consistía en aburridas líneas de texto en un libro que significaba “aprobado o a septiembre”, sino acercarnos a vidas que se parecían a las nuestras, entre amoríos, desafíos e ideales. No era sólo el Quijote el que quería un mundo más justo, Lope quien conquistaba damas, Rosalía la que tenía una espina clavada en el corazón, Góngora y Quevedo los que competían, o Manrique el único que le cantaba coplas a su padre. Ahí, entre esos personajes y autores, que eran de carne y hueso, nos movíamos con familiaridad, recitando poemas, escenificando escenas tronchantes de Cervantes, o cantando la canción del pirata de Espronceda. Lo disfrutábamos porque la emoción es el motor de todo aventurero. Y nosotros lo éramos. Nuestra capitana sabía ver a su tripulación, a los avezados, a los callados, y guiarnos en la misma dirección. Todos encontrábamos algo en aquellas tierras escritas. Así fue como aprendimos, sin darnos cuenta. Soñando vidas, como Calderón.
Divina Elisa, pues agora el cielo
Con inmortales pies pisas y mides,
Y su mudanza ves, estando queda,
¿Por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo y verme libre pueda,
y en la tercera rueda
contigo mano a mano
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos…
Garcilaso de la Vega, Égloga I
Casi cuatro décadas más tarde me he reencontrado con ella, y la traigo a Zenda para que nos cuente su historia de amor con las letras.
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—¿Qué recuerdos te vienen a la memoria de aquellos años de enseñanza?
—Muchos, muy bonitos y muy reparadores. Por casualidad fui a parar a un colegio cerca de casa. Allí encontré unos profesores, muy jóvenes la mayoría, con los que formamos un grupo extraordinario y muy raramente posible: compartimos forma de trabajar, entrega a nuestra labor, una misma voluntad de llevar a la excelencia la labor de la enseñanza, colaboración sin reservas y una profunda amistad. Nunca tuvimos ni rencillas ni envidias ni necesidad de competir. Reíamos mucho y nos entendíamos muy bien. Si alguna vez hubo un gesto díscolo lo neutralizábamos rápido y sin esfuerzo. Todo ello lo percibían los alumnos y redundaba en su propio beneficio. Se trabajaba mucho, pero con enorme satisfacción viendo los buenos resultados conseguidos. Teníamos muchos alumnos en clase (más de 40); la mayoría bien conscientes de dónde estaban y a qué iban. Ello facilitaba la labor. Una cierta disciplina, ni laxa ni férrea, nos proporcionaba cobertura a todos. Me tocó ofrecer las asignaturas más genuinamente propias, Lengua y Literatura, y disfruté siempre de gran libertad y margen para romper los límites “asignaturescos” y poder ir más allá, tal como yo deseaba. Así, la Filosofía, la Música, la Historia (¡incluso el canto!) siempre tuvieron un lugar en mis clases. ¡Disfruté muchísimo!
—¿Recuerdas a las generaciones de alumnos que han pasado por aquí?
—Mi vida de profesora abarca un buen puñado de años, cursos diversos y muchísimos alumnos. Recuerdo con poco rigor todo ello. Sí, en cambio, guardo fiel memoria de personas, nombres, anécdotas, comentarios, situaciones, hechos que marcaron el devenir de mis asignaturas. Me costaría mucho elaborar un relato claro, fiel y riguroso de mis años de colegio; me resultaría muy fácil hacerlo desde la experiencia vivida y desde el sentimiento. Pienso que mi cabeza ha eliminado los detalles y se ha quedado con la esencia de todo ello.
—¿Cómo nació tu pasión por la literatura?
—Siempre estuvo en mí, en una relación cambiante pero muy poderosa y determinante. De niña, en casa, el ambiente era muy propicio a la lectura, la música, la palabra bien compuesta. Mis padres concedían gran valor a ello. De hecho, aunque solo yo me he dedicado plena y exclusivamente a la Literatura, varios de mis hermanos escriben muy bien y cuidan mucho estos aspectos. Sin saber por qué, me atraía mucho la Literatura. Parece ser que tenía alguna aptitud para este ámbito: era muy parlanchina, andaba todo el día cantando, era feliz cuando me proponían recitar o leer y me extasiaba escuchando a quienes lo hacían especialmente bien. A la hora de escoger estudios universitarios, lo tuve claro y nadie se sorprendió: Filología Románica Hispánica, como antaño se nombraba. Gocé de varios profesores muy buenos y de uno extraordinario, José Manuel Blecua Tejeiro, que me marcó definitivamente en todo lo que he hecho y soy. Fue allí donde descubrí algo obvio, pero para mí ignorado: la importancia de la Lengua. Hasta aquel momento, era una asignatura pesada, obligada, arisca. De repente tuve como una revelación y vi claro que la atención debía desplazarse del texto literario a la Lengua porque era ella la materia primigenia capaz, o no, de crear belleza, de dar vida a los pensamientos informes que viven en nuestra cabeza. Este cambio fue definitivo para mí. No solo me llevó a estudiar, entender, experimentar, descubrir, crear… sino también a amplificar el placer que la Literatura me proporcionaba. Entendí el valor de la Lengua como instrumento de comunicación, me di cuenta de que somos seres amasados en Lengua y que, a la vez, tenemos la posibilidad (siempre dependiendo de nuestras capacidades y de nuestra voluntad) de crear y de forjar nuestra lengua matriz, aquella que es solo nuestra, aquella que nos representa e identifica mejor que la huella dactilar. Tomar conciencia de ello y activar esta posibilidad nos conduce a crecer, a amplificarnos, a ser más y mejores. Decía Pedro Salinas: «El hombre que habla a medias, a medias existe». Y así es. La Lengua y el buen cultivo y dominio de la misma nos proporcionan una vida más intensa. Sin ello, nuestros mensajes y nuestros textos son algo que no merece demasiado la pena: vulgares, anodinos, sin carácter ni personalidad. Con ello, imprimimos carácter y nos acercamos a un “producto” artesanal y artístico. Ya Berceo nos advertía de esta cualidad: “Mester traigo fermoso, non es de joglaría…”. La Literatura no es algo al margen de la vida, es la vida. La vida que se amplifica, se pinta, se potencia, se descubre… ¿cómo no enamorarte de ella? Y aquí estoy, y sigo.
—¿Por qué hay que regresar a los clásicos?
—Respondo partiendo de Italo Calvino y de su maravilloso estudio “¿Por qué leer a los clásicos?”. Ellos constituyen lo mejor de la herencia recibida, miles de años de sabiduría, de búsqueda incansable de la verdad, de la belleza, de la esencia. Es condición y privilegio humano el preguntarse, y responderse, sobre el mundo, la vida, el hombre, Dios… Los clásicos lo atesoran en un abanico infinito que se nos ofrece gratuitamente, que nos sirve de referente para encontrar, para dialogar, para contrarrestar, para rebatir, para aplaudir… en esta búsqueda constante e inacabable que define nuestra vida. “El clásico es aquel que nunca acaba de decir lo que tiene por decir” (Italo Calvino). Fuente inagotable de aprendizaje y diálogo provechoso y atractivo.
—Sé quién es tu favorito. ¿Qué ha significado, y significa, para ti Miguel de Cervantes?
—Ciertamente es uno de mis grandes favoritos al que un buen número de ellos va a la zaga. A Cervantes vuelvo siempre, es el estribillo de mi canción favorita. Su Quijote es todo un universo, en el que me he sumergido muchas veces y al cual regreso una y otra vez. Ya en mis clases, en lugar de adaptarme a lo prescrito (leer fragmentos) instauré la lectura completa de la magna obra y su comentario detallado. Entendía que era una ocasión preciosa (y para muchos única) para poderlo hacer. He dicho que la obra es un universo, también literario, y si bien es cierto que perdíamos otras lecturas, quedábamos bien fortalecidos. Nunca me he arrepentido, al contrario, y hablando con exalumnos todos recuerdan el Quijote como un momento especial y determinante del curso. En mi día a día sigo sorprendiéndome al encontrar, con frecuencia, estrecha relación entre mi vida y frases, hechos, sucesos o enseñanzas quijotescas, y pienso en la maravilla de vida que engendró un tal Cervantes, que goza de la virtud y fuerza de la inmortalidad sin necesidad de recurrir a pociones mágicas ni a elixires divinos que solo se sirven en el Parnaso.
—¿Cuándo usas sus enseñanzas?
—Siempre, constantemente. Quienes están a mi lado, y saben de mi vida, están cansados de escucharme decir “esto está en el Quijote”, “de esta cuestión habla Cervantes en el Rinconete”, “esta ficción la utilizó Cervantes en El coloquio de los perros”, “El retablo de las maravillas lo presenta de forma más ingeniosa”, hasta el punto de que cuando inicio la frase ellos la terminan. Se sorprenden de que sea capaz de citar frases textuales, lo cual no tiene nada de extraordinario si tenemos en cuenta que se trata de una relación de más de 50 años, y de una muy buena relación. A Sancho le bastaron unos meses para convertirse en otro hombre, para quijotizarse hasta el punto de querer encarnar, junto a su amo, la vida pastoril más insólita. Raro e inexplicable sería que a mí no me ocurriese algo similar, contando además con el hecho de que ello me resulta muy atractivo y me hace feliz.
—¿Cuáles son los otros autores que más te cautivan y por qué? ¿Qué autores actuales te gustan más?
—De los autores clásicos, no hay ninguno que no pueda mencionar. El estudio, durante tantos años, me ha llevado al gusto por todos ellos, más pronto o más tarde: Manrique, Garcilaso, San Juan, Quevedo, Lope, Machado, la Generación del 98, la del 27, prosa, verso, teatro… Siempre encuentro en cada uno de ellos una parcela muy hermanada, muy cercana a mi alma, que me lleva a no poder prescindir de ninguno de ellos. Lo que más me cautiva de estos autores es la capacidad de expresar lo difícilmente expresable, ese luchar (¡y vencer!) para doblegar la expresión hasta lograr decir aquello que se ajusta como de molde a lo que se pretende; darme cuenta de que lo que dicen podría hacerlo mío; que las emociones que viven son las mismas que yo percibo y que una misma esencia nos conforma y nos hermana. Eso, que trasciende siglos y circunstancias, me conmueve profundamente. Lógicamente, leo autores actuales y me gustan, pero deben cumplir una condición muy exigente: escribir bien, esmerarse en el cuidado riguroso y selecto de la expresión; ¡temas interesantes, por supuesto!, pero no sigo leyendo algo que adolece de una lengua descuidada. Por citar algunos: Julián Marías, Irene Vallejo, Joan Margarit, Stefan Zweig…
—En tus clases nadie perdía la atención y se contagió un sano entusiasmo y la pasión por tus lecciones de Literatura. Cuéntanos el secreto.
—No creo que exista un secreto; en todo caso, yo no lo sé. El oficio de profesor es extraordinariamente vocacional. Ello implica tener un gran cariño a los alumnos y dosis elevadas de generosidad. Sin ello no se puede ser un buen profesor. A continuación, en mi caso, utilicé métodos y sistemas que vi en mis mejores profesores, aquello que me pareció lo más efectivo, correcto. Imité el estilo de aquellos que me “llegaban” y me atrapaban, adecué el discurso al de aquellos que a mí me habían seducido: cómo hablaban, qué decían, cómo captaban la atención y hasta qué punto me mantenían colgada de sus palabras. Fue un proceso de selección e imitación que funcionó. Como elementos personales, apliqué la rutina de preparar muy bien cada clase para dotarla de un ritmo en el que el guion estaba muy medido. Salía con frecuencia del corsé de la asignatura para hacer incursiones en otros campos: circunstancias actuales, noticias de prensa, arte, historia… porque la literatura es la vida, eso sí, artísticamente presentada. Nunca me costó “jugar” un poco con mis alumnos. Recuerdo que les llamaba “niños”, “queridos niños” o “niños míos”, de lo cual se sorprendían mucho los primeros días. Supongo que cuando el alumno ve que el profesor siente una gran pasión por la materia, que la vive intensamente, le sorprende y le conmueve. A mí me había ocurrido. Debo confesar que tuve la fortuna de vivir en mis clases algo mágico, ajeno a mí y a mis alumnos; algo que no depende de la voluntad de nadie pero que sucede si los dioses, las musas o los hados nos favorecen: de vez en cuando nos envolvía una especie de nirvana que nos atrapaba a todos y nos dejaba como flotando en un ambiente maravilloso en el que no percibíamos el tiempo. Cuando sonaba el timbre de fin de clase nos entristecía regresar y poner fin a algo tan hermoso, pero nos alentaba saber que quizás se repetiría. Y, ciertamente, nos visitaba a menudo esta inexplicable fortuna.
—¿Es más difícil lograr esto ahora? ¿Cómo son los jóvenes hoy?
—Sí, es más difícil. La disciplina, las normas, la atención… son muy ajenas a los jóvenes de hoy y no las consideran necesarias. Los minutos preciosos de la clase se echan a perder en repetidos recordatorios de urbanidad, de método, de postura, de actitud. Es descorazonador y provoca que algunos profesores tiren la toalla o se llenen de insatisfacción. Los jóvenes de hoy son hijos de sus padres y de su tiempo. Suelen vivir inundados de estímulos de pantallas que en nada favorecen el trabajo intelectual, más bien al contrario. Por otro lado, la Lengua está viviendo momentos bajos: desacreditada, pisoteada, substituida. También la auctoritas del profesor. ¿Qué valor tiene lo que uno de ellos diga? Poco o ninguno. Cualquier trabajo puede ser suplantado con facilidad y obtener una nota determinada es trabajo de pillos. Pero más que nunca hay que persistir en el buen hacer de los buenos profesores; en el discurso sabio y atractivo, en las excelentes lecturas que explican y nos explican, en la capacidad de crear nuestro propio discurso como sistema de forjar nuestra personalidad y criterio, en el placer de amasar la Lengua para conseguir la pieza que perseguimos. Frente a todas las posibles IA, si logramos poner esta simiente en nuestros niños se sentirán seducidos por lo genuino, lo creativo, la belleza intransferible y única. Debemos prepararles para un futuro en el que, entre muchas máquinas y simulaciones, al ser humano siempre le quedará un espacio en el que no podrá ser substituido.
—¿Qué es lo que más echas de menos de tu profesión? ¿Y lo que menos?
—Entrar en una clase y hablar viendo las caras de los alumnos no tiene precio. Por suerte, sigo dando clases; también alguna charla o conferencia. Me siento muy bien dirigiéndome a los oyentes; es la culminación de un proceso que se inicia preparando a conciencia el tema; pensando en quién lo recibirá, adecuando lo uno y lo otro hasta lograr configurar algo único para este momento. Lo que no añoro en absoluto es la tarea de corregir y puntuar exámenes. ¡Eso era horrible! Muy laborioso y con gran responsabilidad y siempre con las prisas por entregar listas, notas, recuperaciones… ¡Una pesadilla! En cambio, elaborar el examen era todo un placer. De hecho, era la culminación de un proceso, un reto para establecer qué y de qué manera se había logrado en relación a los objetivos iniciales.
—¿Has querido alguna vez escribir alguna obra? ¿Tienes algún relato? Cuéntanos.
—Quienes me conocen siempre me han aconsejado escribir, pero de una manera formal nunca lo he hecho. Tal vez la falta de tiempo, tal vez una alta exigencia, no sé. Sí he escrito bastante: textos diversos, narraciones, poemas… que he ido regalando a quienes me ha parecido bien. He tenido algunos encargos que he intentado resolver con dignidad y otros muchos han ido a la papelera. Cuando escribo me siento feliz haciéndolo, pero no lo considero mi destino ni mi finalidad. Confieso que soy muy exigente y siento un cierto pudor a la hora de llevar al descubierto una intimidad que prefiero preservar.
—Del amor por las letras nunca se retira uno. ¿Qué te ha aportado a ti todo este saber?
—Esta pregunta enlaza con alguna cuestión apuntada anteriormente, también la respuesta. Yo creo que sigue, se agranda y profundiza, y cada vez se halla más integrado en mí. No es una faceta mía, soy yo. Me ha aportado una filosofía de vida que la rige y la conduce. En mi vida nada puede explicarse sin esa filosofía que nace, crece y se alimenta por el amor a las letras. Te voy a mostrar un ejemplo cotidiano y muy trivial. Cuando escribo algún WhatsApp, incluso en el grupo más familiar o cercano, procuro hacerlo siempre con palabras y siempre las elijo según el tema, la persona, la circunstancia, el momento… No suelo permitirme abreviaturas, ni dibujillos, ni cosas raras; la Lengua se basta y sobra para abarcarlo todo. Hasta el punto de que me reconocen por el mensaje y el estilo, como debe ser.
—Cuéntanos anécdotas de tus clases que te hayan emocionado.
—Me vienen muchas a la memoria, pero te contaré solo dos porque en ellas yo no soy la protagonista. En una ocasión, el último día de clase de un curso, los alumnos me pidieron pasar la hora de clase hablando (es decir, juerga y nada más); les respondí que solo cabía broche de oro a un curso y a una asignatura preciosa: las mejores palabras, el más interesante relato, las emociones más intensas, el silencio y la escucha respetuosos… Protestaron muy poco. Yo empecé a explicar cosas diversas de aquí y de allá, alguna anécdota literaria, algún tema transversal con sus respectivos textos… (¡Hay que reconocer que la asignatura los ofrece a manos llenas!). Me escucharon con atención y parecían muy pendientes de mi relato, que se iba explayando a tenor de sus caras. Cuando sonó el timbre, arrancaron todos en un aplauso que me sobrecogió por lo espontáneo y auténtico, y porque no iba dirigido a mí sino a la clase. En otra ocasión, el último día de la lectura del Quijote, descubrí a una alumna (no especialmente activa) llorando calladamente; como seguía, le pregunté la razón, a lo cual contestó: “Lloro de pena, porque ha muerto don Quijote”. Me quedé pasmada, nadie se sobresaltó, todos guardaron un respetuoso silencio: habían captado que la razón existía y, de alguna forma, la compartían. Esta es magia de la que yo hablaba anteriormente. ¿Cómo se crea? ¿Quién la crea? Es un hermoso misterio por resolver.
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PD: Muchas gracias, querida Anna, por tu dedicación y enseñanzas. Quedan, asimismo, en mi recuerdo los entrañables profesores, Charo Zapatel (Matemáticas), Jesús Muñoz (Historia, Geografía e Historia del Arte) y Manoli García (Actividad Física), y a aquellos que se fueron para siempre. Años de una enseñanza apasionante y un tiempo alegre en que las palabras tenían el poder de engrandecer el mundo. Mi especial agradecimiento también a José Rubia, director del Colegio Santa Dorotea Salesianas de Sarriá, de Barcelona, por abrirme las puertas para adentrarme en esa cápsula del tiempo sellada en mi memoria.
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