Un día como hoy, hace 67 años, el cuatro de septiembre de 1957, Jack Kerouac ya no era ese joven lúcido y puesto al día que fue en otro tiempo, un tipo de aguda inteligencia, capaz de hablar con concisión, sin los circunloquios y toda esa retórica de la que se venía valiendo, como poco, desde 1953. Podemos ser categóricos afirmando esto. Él mismo ha echado en falta a aquel conversador brillante —que fue, por ejemplo, en sus días en la Universidad de Columbia— en el primer párrafo de Los subterráneos. Escrita entonces, en el 53, Los subterráneos es una de las dos novelas, ya acabadas, que aún permanecen inéditas. En realidad, la segunda, Los vagabundos del Dharma, terminada este mismo año 57, aún está pendiente de un repaso. Puede que su escritura no sea tan automática como contará su leyenda. Un mito que en unas horas se pondrá en marcha cuando En el camino —o En la carretera, según aquella primera traducción española que en 1976 inauguró la colección Star Books de Producciones Editoriales— llegue a las librerías con el sello de Viking Press.
Eso fue en 1947. En el 51, ya recorridos por los dos camaradas los casi 40.000 kilómetros que los llevaron de Nueva York a San Francisco, de San Francisco a Nueva York y de ésta a México DF ida y vuelta, Kerouac —ya casado con Joan Haverty, su segunda esposa—, tuvo una iluminación sobre el sentido de su prosa. Neal Cassady —el Dean Moriarty de la novela— había escrito una carta a sus amigos de Nueva York sobre su relación con una chica de Denver, Joan Anderson. A decir de Allen Ginsberg, uno de los destinatarios, las 40.000 palabras de la misiva eran “una furia sin pausa, un flujo unificado y fundido (…) con una velocidad fulgurante que quitaba el aliento”. Cuando Kerouac y Ginsberg preguntaron a Cassady por aquel impulso narrativo sin mesura ni medida, éste restó importancia al elogio y dijo que todo era el resultado de tres noches ebrio de bencedrina pura, la anfetamina de la Generación Beat.
Al punto, Jack comprendió que solo había una forma de contar su historia: espontáneamente, permitiendo que las notas tomadas en los años de la carretera fluyeran sin regla alguna, que la acumulación de detalles fuera la forma. El fondo, como habría de quedar de manifiesto en el tiempo venidero, era un pilar de la sedición juvenil que sacudió la segunda mitad del siglo XX como nunca ninguna otra generación lo había hecho. Lo primero, y lo más apremiante de tantos y tantos futuros lectores de En el camino —en la actualidad se siguen vendiendo 100.000 copias al año—, sería marcharse bien lejos del lugar de origen, vagabundear, a menudo sin rumbo fijo.
La carta de Neal llegó en febrero. En abril, Jack había colocado su mesa, tras un biombo, en la cocina del apartamento que compartía con Joan en Manhattan —en el 20 de la calle Oeste— y había empezado a teclear como un poseso. En contra de lo que suele pensarse de la Experiencia Kerouac: jazz —el bop de Nueva York y el cool de San Francisco, para ir volado de la Costa Este a la Oeste como en un sueño—, ebriedad, chicas, vagabundeo y todo ello convertido en literatura, parece ser que En la carretera lo escribió sobrio. Como su admiradísimo Balzac, mientras le ocupaba el tocho no recurrió a más estimulantes que la cafeína.
Lo rigurosamente cierto es que, escribiendo un centenar de palabras al minuto, le faltaba tiempo para andar cambiando los folios en el carro de su Underwood. La marca de su máquina era la misma que la utilizada por William Faulkner, Scott Fitzgerald o Raymond Chandler, pero a Kerouac debía de parecerle lenta. Cambiar los folios en el carro era una pérdida de tiempo, de modo que recurrió al célebre rollo de papel continuo y suprimió los párrafos en todo el texto, cuya articulación en capítulos fue una exigencia de Viking Press. Mito dentro del mito. Hasta que su veracidad quedó demostrada con la publicación de En la carretera: El rollo mecanografiado original (Anagrama 2009).
“Lo que más le distraía era la repetitiva tarea de reemplazar las hojas de papel después de llenarlas rápidamente —escribe Dennis McNally, su biógrafo—, por lo que pegó largas tiras de papel chino formando un rollo que alimentaba continuamente a su máquina”.
El resto es historia: uno de los 100 mejores libros del siglo XX según Le Monde. Texto capital en la heterodoxia de la centuria pasada, está concebido en frases breves y precisas. Kerouac escribe al ritmo que se suceden los kilómetros en la carretera. Y hace hoy 67 años, pese a que La ciudad y el campo (1950), su primera novela, pasó con más pena que gloria, el gran Jack era un hombre esperanzado. “Para mí las únicas personas son los locos, deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan ni dicen un lugar común, sino que arden, arden, arden…”. Así se escribe la historia.
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