Después de más de cuarenta años dedicados a hacer cine, y en concreto algunas de las obras maestras incontestables de la segunda mitad del siglo XX, Peter Watkins continúa siendo un desconocido, hoy quizás más que hace un par de décadas. El tiempo no parece estar a su favor, tampoco en sus manos. ¿Será porque todavía es pronto para entender el alcance de sus propuestas? ¿O porque en las últimas décadas nuestra evolución tecnológica ha supuesto un enorme retroceso en términos humanos y eso nos distancia cada vez más de propuestas intelectuales como la de Peter Watkins, centrada en los abusos del capitalismo, en el proceso de amnesia histórica que persiguen los medios de comunicación o en la falta de iniciativas, tanto personales como colectivas, de los trabajadores hoy en día? Vaya por delante: muchos de sus trabajos no se lo ponen fácil a casi nadie, por su duración, por su radicalismo, por su intransigencia formal, por el espíritu amateur de sus imágenes, por su desnudez dramática, por su desprecio de cualquier norma narrativa, por su arbitrariedad dialéctica…
Al principio de su carrera, realizó The War Game (1965) para la BBC, que no la exhibió hasta la década de los ochenta, a pesar del Oscar al Mejor Documental que ganó la película y de su enorme prestigio crítico. Lo que más escandalizó entonces a los directivos de la cadena estatal británica fue la crudeza de las imágenes. Aunque todo el mundo estaba acostumbrado al tono crítico de las películas del free cinema, una cosa era ser crítico y otra muy diferente era ser apocalíptico. Aquella película parecía un golpe a la sociedad británica en su conjunto, a sus instituciones y a sus ciudadanos; nadie salía demasiado bien parado. Se trataba de un falso documental que en lugar de eso parecía una falsa película, porque en realidad daba la sensación de que todo lo que contaba fuese real o algo bastante posible. No vale la pena entrar en detalles, aunque conviene dejar claro que todavía hoy es una experiencia difícil de digerir para los estómagos más sensibles. Pero lo que resulta más provocador y visceral de la película es su forma de describir la perturbadora y brutal represión policial que sufren los habitantes de Londres después de que una bomba atómica haya explotado en la ciudad. Para alguien como Peter Watkins, las amenazas pueden ser igual de perniciosas que nuestra forma de protegernos contra ellas. ¿Qué es peor: el efecto de la radiación o los malos modos de los agentes mientras sacan a la gente de sus casas? A veces es necesario plantearse si estamos dispuestos a renunciar a nuestra libertad solo para obtener a cambio un poco de seguridad, porque si aceptamos algo así corremos el riesgo de darle carta blanca a nuestros dirigentes para que actúen como les dé la gana. Ese tema, con sus profundas contradicciones, atraviesa su obra hasta La Commune (Paris 1871) (1999). Gracias a él, algunas de sus películas tienen un extraño carácter de anticipación. Punishment Park (1970), por ejemplo, describe un parque donde un gobierno en apariencia democrático comete todo tipo de torturas contra sus supuestos enemigos mucho antes de la creación del campo de internamiento de Guantánamo o de la política de guerras preventivas de la administración Bush. Cualquier método es bueno para evitar el terror, incluso el terror vale.
Muy a menudo, las contradicciones que vivimos en el presente ya estaban insinuadas en el pasado, como deja claro Peter Watkins al hacer hincapié en el miedo como arma política y en las conexiones temporales que se puede establecer gracias a un tema semejante. The Gladiators (1969) hace una parábola sobre el comunismo como proyección de los males que, en un momento dado, Occidente quiso exorcizar de sí mismo, buscándolos en los demás.
Peter Watkins comenzó trabajando como productor en la década de los sesenta. Por aquel entonces, mantuvo contactos con el historiador de cine Kevin Brownlow, cuyos propios métodos de filmación dejaron una profunda huella en él. Kevin Brownlow había comenzado a rodar en los años cincuenta su película It Happened Here (1965), que pudo terminar gracias a la colaboración de Andrew Mollo. También era un falso documental, en su caso centrado en el hipotético estado de Gran Bretaña si, en vez de haber ganado la Segunda Guerra Mundial, hubiese sido invadida por el ejército alemán. Lo curioso de todo el proceso de filmación, que duró cerca de diez años, fue el uso de auténticos fascistas para interpretar a los nazis, que de vez en cuando se paraban ante la cámara y explicaban sus puntos de vista. Ese tipo de escrupulosidad, de fidelidad a la Historia, es una de las características que mejor definen la obra de Kevin Brownlow. Cuando quería a un enfermo diciendo algo ante la cámara, enseguida iba a un hospital y lo buscaba. También el vestuario o los vehículos tenían que pertenecer a la época que pretendía describir, y de ahí la enorme dificultad para realizar algunas tomas, porque solo podía disponer de un autobús en un momento concreto o porque tardaba bastante tiempo en conseguir trajes suficientes para un plano donde había un desfile de nazis o donde se veía una concurrida calle londinense. Sin embargo, la espera no le importaba. Como cualquier historiador, Kevin Brownlow siempre ha vivido un poco al margen de su propio momento histórico, como si fuese un individuo extemporáneo. Esperar a que la luz de un atardecer recuerde a la luz de otro atardecer años atrás es un mal menor, entre los muchos contra los que puede enfrentarse un cineasta.
En Winstanley (1975), una película posterior ambientada en el siglo XVIII, Kevin Brownlow quiso mostrar una granja de la época con todo lujo de detalles, y para ello estuvo meses consultando a muchos expertos, porque quería saber cuáles eran los animales más parecidos a los que uno se habría encontrado más de doscientos años antes. Resulta asombroso. Stanley Kubrick pasó por un proceso muy similar en cada una de sus películas, aunque llevó su celo por los detalles al extremo cuando quiso rodar muchas secuencias de Barry Lyndon (1976) con iluminación natural o con velas, para darle una textura pictórica a las imágenes. El meticuloso realizador estadounidense exigió continuos cambios en el vestuario antes de aceptarlo, mandó buscar muebles y elementos ornamentales de la época en los lugares más remotos, pagando además precios astronómicos por ellos, y por último pidió que se utilizaran instrumentos antiguos mientras se grababa la banda sonora, para conseguir un sonido viejo.
Si las películas de Kevin Brownlow establecen una conexión material entre el pasado y el presente, mostrando cuántas similitudes físicas (reales, tangibles) hay entre ambos, Peter Watkins pronto se distanció de esa premisa y quiso explorar las conexiones dialécticas. A este último le ha interesado menos hacer ver que hacer comprender. Basta con ser capaz de intuir, siempre que la mente de los espectadores sepa reaccionar ante la información que se les proporciona y con cuanto encubre acerca de un hecho en concreto. Cuando intentamos reconstruir el pasado, construimos, a veces sin darnos cuenta, el presente. Eso es precisamente lo que ha animado a Peter Watkins a rodar películas como Culloden (1964), que recupera la represión sufrida por los escoceses a manos de los ingleses en el siglo XVIII, con un formato de documental televisivo, ofreciendo datos en mitad de la narración visual, haciendo pausas y obligando a los personajes a observarlas asimismo. En esa película, la agresión es múltiple. Por un lado está la agresión física, por otro lado está la agresión mediática (la cámara que se introduce en un momento especialmente crudo, sin que le tiemble el pulso a quien la sostiene) y por último está la agresión del presente con respecto al pasado (porque convierte un terrible hecho histórico en un espectáculo).
Pese a todo, Peter Watkins mantiene ciertas características de la obra de Kevin Brownlow. Así, prefiere no propiciar clímax en algunas de sus películas y opta por finales abruptos; y le da más importancia a la Historia que a la narración. Incluso su proceso de documentación a veces le sirve más a él mismo que a los espectadores, como le sucedía a Kevin Brownlow, a quien le fascinan tanto los datos como todo el proceso que implicaba llegar a obtenerlos, a veces en archivos adonde nadie más iba. Los espectadores, sin embargo, a veces pueden encontrar un poco desproporcionado el esfuerzo de ciertos cineastas, en vista de los resultados. En ese sentido, las películas de Kevin Brownlow a menudo pueden resultar un poco ingenuas. Su fanatismo llega a los límites de la excentricidad. ¿Por qué complicarse la vida con un detalle simple si es fácil encontrarle una solución más sencilla, aunque no contenga un grado de lealtad a los hechos absoluto? Nadie va a despreciar una película sobre Julio César solo porque no consigue que sea el propio Julio César quien interprete al personaje. Tampoco se despreciará una película sobre Franz Kafka solo porque quien lo interpreta no nació en Praga. Ciertas distancias entre el pasado y el presente no vale la pena sortearlas. Además, ciertas diferencias conviene mantenerlas, para no confundir a los espectadores, que pueden llegar a pensar que el pasado todavía no se ha acabado o, algo mucho peor, que el presente no parece tener importancia para quienes hacen cine.
Entrar en detalle acerca de cada una de las películas de Peter Watkins no me parece un ejercicio demasiado productivo, porque son pocas las personas que han conseguido ver alguna de ellas. Casi ninguna se ha estrenado en España y tampoco se han hecho pases de todas ni siquiera en filmotecas o festivales. De algún modo, es uno de esos directores que se quedan al margen de la industria y de los canales de distribución y exhibición. Quien quiera conocer su obra, no obstante, puede acceder a ella gracias a la impagable página web del cineasta. Sobre él, vale la pena saber que nació en Gran Bretaña en 1935. Desde entonces, ha vivido en diferentes países. Primero estuvo en Suecia, luego en Lituania y actualmente vive en Canadá. Habla varios idiomas y tiene profundas inquietudes con respecto al futuro del mundo. Sus mayores recelos tienen que ver con la televisión, que ha sustituido a la radio y a los periódicos como fuente de información. Lo que más le inquieta es su agresividad. No solo violenta a las personas, al obligarlas a actuar (estar delante de la cámara, según él, desnaturaliza a los seres humanos), sino que además lo reduce todo, a veces hasta límites en los que el entendimiento se hace imposible. Cree que la televisión no pide ningún esfuerzo por nuestra parte. Puede alienarnos con facilidad, porque impone una partitura que todos hemos de obedecer sin rechistar, de lo contrario estamos fuera de la función, que es tanto como estar fuera del mundo. De hecho, el mundo ha acabado reduciéndose al tamaño de la pantalla de una televisión, donde creemos estar viéndolo todo y donde creemos que podemos encontrar aquello que necesitamos. El canal Arte no quiso apoyar La Commune (Paris, 1871) aun después de haberse comprometido inicialmente. Su duración, que fue de las dos horas previstas al principio antes de comenzar el rodaje a las cerca de seis horas que dura la versión final, no fue el mayor problema. Los directivos de la cadena encontraron ofensiva la descripción del medio que había financiado la película. Una de las contradicciones de la obra de Peter Watkins es su profunda crítica al medio en el que trabaja. Él, no obstante, acepta ese tipo de contradicciones. Y otras mucho más profundas. Verle durante la filmación de cualquiera de sus películas da una idea acerca de quién es. Siempre discutiendo, informando, saltando, animando… Parece que su mayor ambición consiste en obligar a hablar e intervenir a todo el mundo, sin excepción, aunque eso pueda provocar un caos babélico. Lo importante es que nadie se quede fuera. Da igual si se plantean más preguntas de las que se pueden contestar, porque lo de verdad importante es conseguir que nadie se calle. Según él, únicamente porque hay bullicio en las calles hay vida. Por eso a sus películas pueden faltarles muchas cosas, menos la sensación de que en el fondo lo que buscan es liberarnos a todos de la condena de estar contemplando nuestra propia película en un cine, para que salgamos rápidamente a la calle y recuperemos la realidad (que es una manera de referirse a la libertad; somos libres en la medida en que vivimos en un mundo real). Es una batalla perdida, sin duda, pero vale la pena lucharla.
«Tampoco se despreciará una película sobre Franz Kafka solo porque quien lo interpreta no nació en Praga»
No? Y no se restringe/censura/impide que se traduzca del inglés al castellano a una poetisa afroamericana si no lo hace unA traductorA negra? (por poner un enlace ‘alejado’: https://www.swissinfo.ch/spa/qui%C3%A9n-debe-traducir-a-amanda-gorman-el-debate-agita-el-mundo-editorial-en-europa/46500704 )