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La carajicomedia

La carajicomedia

Tengo un libro en las manos era el título de un programa de televisión que veíamos en la pensión en la que vivía, en la calle Platerías, recién llegado de las orillas del Tormes a las del Pisuerga. Lo veíamos con gusto, por dos razones (del gusto). La primera razón era que a veces salía el actor Pablo Sanz, que era de Valladolid, al que en aquella pensión se le tenía en gran estima y familiaridad, hasta el punto de que también era conocido como “el hijo del betunero”, quizá porque su padre tenía una fábrica de betunes. La segunda razón era que se trataba del primer programa cultural de la televisión naciente (blanco y negro, dos canales: La 1ª y la UHF) en el que se hablaba y representaba un fragmento de un libro, que se resumía al principio y duraba todo solamente media hora.

El presentador del programa era un profesor de la Universidad Complutense, don Luis de Sosa, que no era profesor de Historia de la Literatura, sino catedrático de Teoría Política. Tengo un libro en las manos se emitía en directo desde los estudios del Paseo de La Habana, al que tuve la suerte de acudir en varias ocasiones, y así presenciar, medio escondido en el pequeño plató, las actuaciones de periodistas que estaban en el candelero aquellos años: César González Ruano, Tico Medina y Yale, que recuerde. En aquellos estudios de TVE tan primarios, tan pequeños y elementales, se trabajaba siempre en directo. Y si te dejaban estar en el plató, lo mejor era que te estuvieras quieto, porque si te movías molestabas y podías hacer que se cayera al suelo un atril o un foco, una tragedia.

«Tengo un libro en las manos» puedo decir hoy, a instancias de un libro que pocos tienen la ocasión de leer: una edición moderna de un libro antiguo del que hablé de largo en uno mío titulado La picaresca femenina: Putarazanas, bujarrones y cornicantores. El libro que ahora me impulsa es anterior al Lazarillo y tiene ya las esencias de la picaresca, pero con la salvedad de que en su argumento no aparece ningún muchacho pícaro a la fuerza, sino algunas mujeres de moral distraída, pícaras por voluntad propia, dedicadas a lo de siempre.

"¿Por qué se escribe la Carajicomedia? Se cree que para zaherir a la reina Isabel I de Castilla, universalmente popularizada como Isabel la Católica"

Se trata de la Carajicomedia, publicada en el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, en Valencia en el año 1519. Es una obra escrita al estilo del Laberinto de fortuna, del poeta de moda entonces, Juan de Mena. Tenía, como otras obras anónimas del siglo XV y de su misma casta, dos propósitos en uno: divertir haciendo crítica social. El nombre del autor de la Carajicomedia, fray Bugeo Montesino, es, sin duda, un seudónimo tras el que podría ocultarse un clérigo o un culto judaizante, los únicos capaces de escribir el castellano con tanta gracia.

¿Por qué se escribe la Carajicomedia? Se cree que para zaherir a la reina Isabel I de Castilla, universalmente popularizada como Isabel la Católica, a la que veladamente se cita en, al menos, tres coplas. Nos da una pista de esta teoría el nombre que se le pone al autor (quizá autores) de la obra: fray Bugeo Montesino, un religioso inexistente. Pero sí existió un fray Ambrosio Montesino, franciscano y predicador cuyas artes oratorias eran admiradas por la reina Isabel. Fray Ambrosio era natural del pueblo con título de ciudad de Huete (Cuenca) y fue autor de buenos sermones, de un popular cancionero y de otros textos religiosos que le dieron fama, hasta el punto de que muchos de ellos, y parte de su obra de pensamiento, se publicaron en Toledo.

Es posible que la Carajicomedia se escribiera en Valladolid. No lo digo a humo de pajas. La sospecha nos viene dada no sólo por la frase “vínose a la ciudad de Valladolid” cuando se habla de la alcahueta apodada La Zamorana, sino por las referencias vallisoletanas citadas: Hospital de Esgueva, calle de Olleros, iglesia de San Salvador, mesones ribereños de la Esgueva y otros.

A Menéndez y Pelayo no le gustó la obra y la calificó de “libro inmundo y soez”, y reconoce que el autor pudo ser castellano “por la soltura y desenfado con que maneja nuestra prosa y por las muchas noticias que trae de Salamanca, Valladolid, Guadalajara y otros pueblos del interior de España”. El único ejemplar que se conserva de su primera edición lo guarda bajo siete llaves el British Museum.

Para que los lectores de Zenda se hagan una idea sucinta del contenido del libro, hemos hecho un bosquejo de la historia de algunas de las mujeres que protagonizan varias coplas. Por ejemplo: Isabel de Torres es mujer enamorada que tiene cátedra en Valladolid. Es gruesa y de buen parecer, bien dispuesta, “pasa de un rosario de años, empero demuestra bien lo que en tiempo pasado de ella se escribe, que es ser inventora del arte de amblar” (“amblar”, decimos nosotros, significa mover lúbricamente el cuerpo con movimientos libidinosos y lascivos, al estilo de vicetiples y modelos de pasarela).

"Había en esta villa dos hermanas de apellido Fonseca, que eran de Toro pero residían a orillas del Pisuerga. La menor de ellas tenía por amigo al prior de La Merced"

El autor cita en este florilegio de musas a una tal Lárez, casada con un judío, mujer de increíble gordura semejante a la de una tinaja. “Ha sido razonable puta (dice el autor), o al menos, nunca cubrió su coño por vergüenza de ningún carajo. Huyó su marido muy corrido de perros, pensando que era ciervo; y aún la causa más legítima de ausentarse de esta noble dueña fue porque, ya en Valladolid, donde residía, no podía caber por las calles por la grandeza de sus cuernos. Ella, como buena, se está queda en Valladolid manteniendo telas y cuantos carajiaventureros vienen”.

La estructura urbana de Valladolid ha cambiado mucho desde que en 1519 se publicara la Carajicomedia. Tanto, que por sus grandes calles y avenidas pueden discurrir plácidamente y sin pegar con la cornamenta en las paredes de las calles, cornicantanos, cornituertos, cornigachos, corniveletos, cornipasos y corniviejos de toda laya, si los hubiere. Que dicen los alcaldes modernos que las ciudades crecen en beneficio del ciudadano como primera norma del urbanismo, esa ciencia nueva tendente a la destrucción de lo antiguo.

Había en esta villa dos hermanas de apellido Fonseca, que eran de Toro pero residían a orillas del Pisuerga. La menor de ellas tenía por amigo al prior de La Merced. Dice el autor que un día se la topó traspasando una puerta falsa del convento y la abordó. Pero ella, tapándose el rostro, quiso pasar desapercibida. Insistió el autor y obtuvo, al fin, de La Fonseca la siguiente respuesta: “Por mi vida, señor, que mentís; mas pídoos por merced que no me sigáis más, y pues me conocéis, si soy esa, vedme en mi posada”. Y, dice el autor, “besándole las manos por no la enojar, me volví”.

Arquero galanteador

¿Cabe mayor discreción en la moza toresana y más gentileza y donaire en el galanteo del autor?

La copla XLV empieza: «En Medina del Campo vi estar / a essa Narváez, que ya encanecía, / cachonda, liendrosa; y en la mancebía / vi a Ana de Medina, la muy singular».

“Esta Narváez, después que passó de diez años, averse dado tanto al exercicio del hoder, que más de sesenta años ha espendido en ello; y ya por discurso de tiempo y no mudar costumbre estase todavía en Medina del Campo, a beneficio de natura, con un rótulo sobre la cabeça que dice: ‘Desseossa sed non saciata usos ad mortem”. Lema que, traducido al cristiano dice: deseosa, pero no saciada, hasta la muerte”. O, como diríamos hoy, genio y figura hasta la sepultura.

"Cuentan que en la corte un mal día le mataron a un amante, por el que estuvo llorando varios días. Pero pronto se le pasó el soponcio"

Una tal Gracia es mujer enamorada que continuamente está en su puerta buscando clientela. “Está de tal manera que más que tablilla de mesón publica su coño ser hospital de carajos u hostal de cojones”. Cuentan que en la corte un mal día le mataron a un amante, por el que estuvo llorando varios días. Pero pronto se le pasó el soponcio y volvió “a las armas como de primero. Reside en Valladolid porque está desterrada de la corte”.

En la copla LVIII aparecen inmortalizadas La Mariflores y La María Eredia. El autor aclara que en la villa hay dos Mariflores: la una, que abre tienda en la calle de Olleros (aclaramos que hoy lleva el nombre del Duque de la Victoria, don Baldomero Espartero) y la otra, que está en el Hospital de Esgueva (fundado por el conde Ansúrez, hoy desaparecidos los dos). Cuenta el autor que en cierta ocasión fue sorprendida por dos mozos de espuela que la abordaron en la calle, porque la reconocieron, y la llevaron al palacio del Almirante (aclaramos que sobre su solar se levantó el Teatro Calderón de la Barca), para que prestara servicio a la guarnición, “y luego de presente se hallaron por cuenta veinte y cinco hombres bien apercibidos” que encontraron en la Mariflores favor y consuelo. La pobre salió huyendo cuando fueron llamados dos enormes negros caballerizos. Se conoce que la pillaron algo cansada y prefirió dejar a los dos caballerizos sin su correspondiente prestación, pues aunque no consta que la Mariflores tuviera pujos racistas, el cuerpo humano tiene a veces curiosos caprichos y renuncia al vigésimo sexto y al vigésimo séptimo servicios de caridad.

"Menéndez y Pelayo sospechó que los nombres, apodos y situaciones que se relatan podrían corresponder a personajes y hechos ciertos"

En la copla LIX se cuenta la amarga historia de la famosa Marina, la pastelera, que estuvo casada tres veces, la última con un tal Navarro, que se encuentra huido de Valladolid por una cuchillada que le dio a un hombre por diferencias cornudales. Engañada por un fraile de la Trinidad, acudió a una cita nocturna al convento, pensando que su esposo se había acogido a la protección monacal. Pero lo que encontró la ingenua Marina fue al lujurioso fraile que aquella noche pasó por su esposo en múltiples ocasiones; tantas, que no pudiendo satisfacer el horno de la ardiente pastelera, hubo de llamar a seis novicios que con ella hicieron ejercicios no espirituales, “saciando con priesa los cultos de Apolo” y apaciguando las carnes de la pastelera. Este fraile fue más listo que aquel otro que iba diciendo entre dientes “todo es bueno para el convento” y llevaba una furcia al hombro.

Burla y castigo a un cornudo. Grabado. De civitatis urbis terrarum

En la copla LXX se cita a La Lobilla, que debe su apodo a su marido, Alonso Lobos, ambos residentes en Valladolid “cabe sant Salvador”. Se cuenta de ella que, siendo niña y oyendo el evangelio, hizo suyas las palabras santas del Redentor que dicen: “Qui venit ad me non eiciam foras et usque in novissimo die”, esto es, quien viene a mí no lo echaré fuera hasta el novísimo (último) día. Por lo visto, cuando pillaba mozo no lo soltaba durante días, a la espera de que le llegara la muerte, el juicio, el infierno y la gloria.

Menéndez y Pelayo sospechó que los nombres, apodos y situaciones que se relatan podrían corresponder a personajes y hechos ciertos. Respeto, pues, para su memoria.

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