Cuestión de claves
Cometemos el error de dar por hecho que todo el mundo comparte las mismas claves con que nosotros interpretamos el mundo y reaccionamos a sus embates, y es esa suposición la que causa buena parte de las desavenencias o desencuentros que se dan en el debate público. Nunca es buena idea partir de la base de que hay cosas que no precisan explicación porque están sabidas de sobra, ni dar por supuesto lo que nosotros es obvio cuando en absoluto lo tiene que ser para los vecinos de abajo, la pescadera del barrio o el quiosquero de la esquina. No le demasiada gente los periódicos, y quienes lo hacen con frecuencia no dedican la misma atención a unas secciones que a otras, a las noticias que encabezan las páginas que a las que las clausuran, a los resultados de los partidos futbolísticos que a los obituarios; tampoco se ven los telediarios con el interés o el escrúpulo que se precisa para separar el grano de la paja, ni se está todo el rato pendiente de la radio, por mucho que su soniquete se mantenga durante la mayor parte del día como un acogedor ruido de fondo. El bagaje de cada cual también tiene su importancia: dependiendo del lugar de donde provenga, uno tendrá ciertos conocimientos y adolecerá de determinadas lagunas, sentirá en principio inclinaciones que quizá sean muy distintas a las de la mayoría. Creer, en fin, que cuanto nos rodea está perfilado a nuestra imagen y semejanza no deja de ser un dislate tan recurrente como comprensible. Conservo en la memoria dos ejemplos extremos, pero muy prácticos, de la época en que me dedicaba al periodismo activo. En cierta ocasión, con motivo de un concierto que iba a ofrecer Paul McCartney en Gijón, se me encomendó que telefoneara a un puñado de personalidades —es decir, hombres y mujeres que destacaban en sus campos profesionales respectivos— para que me dieran unas breves declaraciones sobre el músico, a fin de componer con sus rostros y sus declaraciones un friso que coronaría los pliegos del suplemento especial que pensábamos dedicar al evento. Se daba por supuesto que todo el mundo tendría algo que decir al respecto, pero resultó que uno de los entrevistados —un futbolista que ya entonces era popular y que pocos años después se hizo más famoso aún— no sólo no acertó a emitir el menor juicio de valor acerca del protagonista de aquella actuación inminente y estelar, sino que, cuando insistí para que al menos me dijera cuál era su canción preferida de entre todas las que habían grabado los Beatles, me confesó que jamás había escuchado una sola nota del grupo de Liverpool. Poco antes había tenido una experiencia similar en circunstancias parecidas. En este otro caso, el periódico me había encargado una serie de entrevistas electorales con ciertos nombres relevantes de la sociedad y la cultura de aquel lugar y de aquel tiempo. Se trataba de sonsacarles sus ideas políticas, sus preferencias de voto, esas cosas con que rellenan páginas los periódicos cuando se avecinan unas elecciones. Llevaba hechas unas cuantas cuando le tocó el turno a un cantautor que estaba muy en boga por aquellos años y que no sólo ignoraba que fuese a haber unos comicios en cuestión de días, sino que desconocía —y puedo jurar ante notario que fue su respuesta literal— quiénes presentaban su candidatura a la Presidencia del Gobierno. Fui testigo de otra escena ilustrativa hace unos días, en el Rastro. Merodeaba por la parte baja de la Ribera de Curtidores cuando vi un puesto de libros viejos al que me arrimé por ver si encontraba algo interesante. Se encargaba de atenderlo un gitano joven y robusto, con el torso desnudo y la espalda protegida por un chaleco reflectante que llevaba sobreimpresa la palabra vendedor. Había una chica que escrutaba los lomos de los volúmenes con lo que parecía un interés grande en dar por algo que no acababa de localizar. Tras unos minutos de búsqueda infructuosa, se dirigió al encargado en un español pulido por la sonoridad de un acento latinoamericano que no supe discernir: «Disculpe, ¿tendrá algo de Lope de Vega?». El gitano se giró hacia ella y preguntó con mucha gracia: «¿Lopedequé?»
El pasado inencontrable
Hace más de veinte años, en los meses que pasé viviendo en este mismo barrio, fui a un cine una noche a ver La gran aventura de Mortadelo y Filemón, que por aquel entonces acababa de estrenar Javier Fesser con gran entusiasmo por parte de la crítica y un respaldo notorio en lo que se refiere al público. No fue un plan premeditado, sino una decisión tan repentina como azarosa: estaba dando un paseo, me encontré con la cartelera y me metí dentro sin pensarlo demasiado, con el único fin de dejar que pasasen en el interior de la sala unas horas —creo que era sábado, o un domingo— que no tenía previsto llenar de ningún otro modo. Recuerdo aquel lapso con tanta gratitud como ternura: en las calles anidaba el frío glacial de los anocheceres invernales —era diciembre, o enero—, la temperatura confortable del patio de butacas infundían algo parecido al calor del hogar en las tripas de la ciudad grande y extraña y la película se había rodado en unas localizaciones que me resultaban familiares y próximas y queridas, pero a mis pocos años me atenazaba también una suave congoja, porque era tarde y sería más tarde aún cuando concluyera el pase, y tendría que volver a casa atravesando unas cuantas calles de la ciudad en penumbra, a esas horas desarboladas y vacías en las que el metro está a punto de cerrar sus puertas y los camiones de la basura resquebrajan de vez en cuando la quietud con su bramido insomne. En estas últimas semanas he pasado a menudo junto a un edificio al que encontraba un raro aire familiar. Acoge una de esas franquicias de ropa a precio asequible, pero su aspecto permite inferir que ha tenido un pasado en el que conoció funciones muy distintas. De tanto experimentar al verlo esa extrañeza asemejada al déjà-vu, llegué a convencerme de que se trataba de aquel cine en el que había recalado yo tanto tiempo atrás, metamorfoseado con el paso de los años y readaptado para acoger unos usos que acaso sean más innobles, pero que resultan sin duda más rentables. Una rápida investigación me ha hecho tomar conciencia de mi error, aunque me brinde como compensación el consuelo de un hallazgo: ese inmueble que veo tan a menudo es en realidad el del antiguo Cine Salamanca, que se levantó en 1935 y estuvo en funcionamiento hasta finales de la década de los ochenta y del que yo tenía alguna que otra noticia porque en su interior se celebraron, cuando además de acoger proyecciones comenzó a funcionar como teatro, los conciertos que Luis Eduardo Aute y Joaquín Sabina registraron en sendos discos memorables que ocuparían un lugar totémico en sus carreras y que he escuchado unas cuantas veces a lo largo de mi vida, hasta el punto de que en un ataque de infección sentimental me he sorprendido preguntándome si no sería por eso —por haber sido tantas veces partícipe, aun desde una doble distancia espacial y temporal, de los ecos que dejaron ese par de acontecimientos gozosos que tuvieron lugar entre sus muros— por lo que sus hechuras no me resultaban del todo ajenas cuando pasaba a su lado o caminaba frente a su fachada. La epifanía —que me confirma mi querido Pancho Varona cuando le envío una foto y le pido que disipe las pocas dudas que me quedan: fue, efectivamente, aquí dentro donde se celebraron los recitales en los que él participó junto a Sabina y con el grupo Viceversa— mitiga mi incapacidad para dar con el otro cine, aquél en cuyo interior pasé en aquella noche lejana de invierno uno de esos tiempos muertos que en la juventud queremos evitar a toda costa y luego añoramos secretamente porque advertimos en ella uno de los más claros síntomas de la felicidad. No existió, por lo que he podido leer, ninguna otra sala en Conde de Peñalver, que es donde mi memoria se empeña en situar aquella escena, y no la reconozco en ninguna de las que veo que existieron por Alcalá, Goya u otras latitudes próximas. Esa imposibilidad de localizar mis propios pasos, de seguir las huellas que dejó aquél que fui por las mismas calles por las que vaga el que soy ahora, me inquita o me incomoda o me perturba, como si mi propia sombra me estuviese ganando la carrera y al perderme el rastro extraviara también la noción de algo esencial que irremediablemente se me escapa. «¿Sabría decirme si hace veinte años hubo por aquí cerca un cine?», le pregunto a un quiosquero que me mira con una mezcla de cautela y compasión y se encoge de hombros y responde que no sabe decirme, que no estaba aquí por aquel entonces. Tengo que reprimir la tentación de replicarle que, en realidad, yo tampoco.
Lo alto y lo bajo
Estos días vuelve a emerger la vieja y manida discusión entre la alta y la baja cultura a raíz de un reportaje publicado por Sergio C. Fanjul en El País, lo cual demuestra que hay obsolescencias que nunca pasan de moda y, por mucho que se teorice al respecto o por abundantes que sean los ejemplos que desvelan que hace mucho que tal distinción dejó de tener pleno sentido, la causa siempre gozará de apóstoles dispuestos a expandir su prédica en cuanto el azar o la necesidad les brinden una mínima ocasión para salir al ruedo. Se trata de una dialéctica en la que subyace un poso falaz desde el momento en que nació amparada por una de sus partes con la única intención de legitimarse frente a la otra, y que se reveló del todo estéril cuando el propio canon —que es el que dictamina qué se encuentra y qué no en el lado correcto, por así decir, de la cultura— interpretó como hitos irrenunciables mucho de lo que en su día se había contemplado como mero divertimento, simple morralla para la plebe. No tengo la menor duda de que los monjes que afanosamente copiaban manuscritos en sus cenobios despreciaban profundamente las jarchas y las cancioncillas que terminaron nutriendo el imaginario de las lenguas romances, y poca discusión admite la evidencia de que el Lazarillo, con todo su descaro subversivo, ha soportado mejor el paso de los siglos que unos cuantos de los libros que en su misma época se tuvieron por joyas irrefutables del intelecto humano; acaso esté de más recordar que Cervantes, cuyas virtudes no creo que cuestione nadie, fracasó cuando quiso ser elitista y triunfó cuando decidió ser popular, y que la que hoy consideramos la mejor novela de todos los tiempos fue denostada por muchos de los eruditos de aquel entonces y fue su éxito entre los lectores, que la hizo correr de mano en mano y permitió que llegara a latitudes más desprejuiciadas, el que embocó su salto a la eternidad, su consagración definitiva. Quiero decir con esto que existen pruebas desde antiguo de que ni lo elitista es necesariamente bueno ni lo popular obligatoriamente malo, como tampoco hay ningún argumento que avale que la adquisición de cultura lo coloca a uno en una situación ventajosa en lo que atañe al resultado de sus esfuerzos creativos. Hay músicos excelsos que jamás pisaron un conservatorio ni tuvieron otra formación que la que ellos mismos acertaron a procurarse en plena calle, pintores magníficos que tardaron en poner el pie en un museo y actores épicos que jamás pasaron cerca de una academia de interpretación. También existen, como es lógico, libros o discos o películas que pretenden presumir de una cierta envergadura artística y terminan siendo víctimas de su ambición mal entendida, al igual que hay creaciones de carácter popular que se revelan obras perfectas que funcionan, y casi nunca por azar, como regidas por el mecanismo de un reloj. Afirmar que es valioso lo que surge de las élites, por intelectuales que éstas sean, y que aquello que el pueblo llano crea se coloca inevitablemente en retaguardia equivale a decir que ponderar a Bach exige renegar de los Beatles, y no creo que nadie que goce de un criterio medianamente ecuánime pueda esgrimir tal cosa. Quizá convendría olvidar de una vez y para siempre esta historia de la alta y la baja cultura y sustituirla por la única distinción que, en estas lides, tiene una razón de ser: la que simplemente separa las cosas que están bien hechas de las que no lo están.
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