Reza el famoso refrán que al lugar donde fuiste feliz no debieras tratar de volver, o al menos así lo formula Joaquín Sabina en su maravillosa canción “Peces de ciudad”. La frase me vino a la mente hace unos días, haciendo cola en el control del aeropuerto antes de embarcar hacia Londres. Sin embargo, me dije luego, nadie dice nada sobre si conviene o no volver allí donde las pasaste canutas, como me ocurrió cuando viví en la capital inglesa. Así que he venido a comprobarlo.
Por eso esta vez, con Tu rostro mañana, su obra magna, bajo el brazo, y después de varios transbordos y largas esperas, me planté frente a la casa donde había llegado una década atrás con tres maletas y sin ninguna tabla (no sé si ahora tendré demasiadas, por lo menos las que me dejó ese lugar, tuvo que tener algún efecto, o más de uno). Con decenas de imágenes pasadas taladrándome las retinas, retrocedí hacia el pub que ya entonces me servía como refugio y pedí una cerveza. A resguardo en la terraza, sin poder apartar los ojos de la vivienda, mis recuerdos se fueron mezclando con la conversación de un grupo de amigos que había al lado. Eran extranjeros: había un italiano y el resto, dos mujeres y otro hombre, serían balcánicos o de más al norte, de Europa del Este. Hablaban de su trabajo, de lo difícil que era adaptarse y de lo caro que estaba todo. El italiano participaba más que los demás y lo hacía de una manera entre forzada y natural. Era como si se estuviese empujando a llevar la voz cantante cuando en realidad parecía tímido, le costase mucho hacerlo (de ahí los gestos y ademanes artificiales o impuestos), pero interiormente se sintiera sorprendido y contento de verse en esa situación, de confirmar que podía hablar durante largos minutos manteniendo la atención de todo el grupo.
Cuánto de aquello viví durante esa época, me dije. Y hoy, con algo más de perspectiva, todo me lleva a pensar que al mudarnos de ciudad, de país o hasta de trabajo no lo hacemos para conocer lugares y gente nueva (o sólo en parte), sino para ser nosotros los nuevos; para mostrarnos ante desconocidos de la manera en la que creemos haber cambiado y somos ahora, o hemos sido siempre, aunque no hayamos sido capaces de demostrarlo; esa forma en la que nos gustaría que nos viesen nuestra familia y amigos de siempre. Y quizás sea cierto lo de que hayamos evolucionado o mejorado o madurado, pero raramente conseguimos que se dé cuenta y que lo interiorice la gente que más nos interesa, la de toda la vida, por lo difícil que es alterar la imagen que tienen de nosotros. No nos atrevemos o nos cuesta mucho comportarnos con ellos acorde a las nuevas personas que nos repetimos que somos: es muy complicado decir que no con firmeza a quien siempre hemos dicho que sí, evitar las explicaciones a quienes siempre se las hemos dado, callar cuando antes replicábamos o quejarnos cuando solíamos guardar silencio. Es más sencillo hacer todo eso con personas que no nos han conocido antes y que aceptan lo que les mostramos sin dudas ni preguntas, ahorrándonos ese esfuerzo, que con quienes tienen una idea asentada de nosotros y son tan sensibles a trastocarla. Además, pocos acogen los cambios con agrado: a la mayoría le falta tiempo para oponer toda la resistencia posible a nuestras pautas y patrones actuales, criticándonos e incluso alejándose al percibir nuevos límites que empeoran la relación en la que tan cómodos estaban.
Después, una de las balcánicas comentó que ya no se acordaba de alguien que, por lo visto, hacía poco que había dejado Londres. Lo dijo justo en el momento en el que yo había decidido dejar de escuchar y leer un rato, y abría Tu rostro mañana para encontrarme otra vez con Bertram Tupra, ese espía del MI6 británico que conocí en novelas posteriores de Javier Marías como Berta Isla o Tomás Nevinson, ya no me acuerdo en cuál de ellas salía, quizás en ambas, y que Marías rescató años después. Tupra hablaba con el protagonista y narrador de la novela, Jaime Deza, enlazando pasado con presente y recordándome lo difícil que es olvidarme de aquel que fui y lo fácil que nos olvidamos del resto, y ellos de nosotros, de la misma forma que me había olvidado del propio Tupra. Exceptuando la gente con la que he seguido teniendo contacto, apenas recuerdo con garantías a cuatro o cinco personas de mi estancia en Londres (y llegamos a ser muchos, una treintena o más). No digamos ya a quienes pasaron fugazmente por el hostel donde nos alojábamos, de esas no recuerdo ni el nombre; cómo confesarles a quienes fueron amigos o conocidos que me he olvidado de ellos, que no soy capaz de recomponer sus caras ni sus voces ni la manera en la que gesticulaban al hablar, ni cómo vestían, qué decían o qué les preocupaba y quitaba el sueño; y eso pasará siempre, cómo decirles a esas personas que acabo de conocer y que conoceré más adelante que olvidaré su rostro mañana, o en unas semanas o meses o años, que hasta con redes sociales mediante sus caras ya no me serán familiares en ese momento futuro en el que mi memoria decida que ya no es necesario retenerlas, y las vaya difuminando como el fuego cuando convierte la madera en cenizas o el agua de lluvia que se filtra por el techo de una casa y diluye el cuadro de acuarela que cuelga de la pared.
Pero esa amnesia arbitraria es natural e inofensiva. El resto del viaje lo dediqué a pasear por Londres con Tu rostro mañana, con Javier Marías, y no me ha dolido acordarme de algunas cosas y no de otras, o de unas personas y no de otras, porque no estaba allí para reconstruir nada y por tanto nada me hacía falta. Me perdí por el centro de Londres como Marías hace que me pierda entre largas frases y párrafos y páginas, sin rumbo ni destino aparente, descubriendo calles y rincones nuevos, muchos destartalados y con un hedor insoportable y otros bellos, coloridos y acogedores. Ambos enriquecían mi imagen de la ciudad igual que las palabras de Javier Marías trastocan mi percepción de casi todo, o más bien la ensanchan, la profundizan y la estiran hasta casi romperla. Es curioso cómo al leerle percibo, de forma casi física, la peste de la podredumbre moral que emanan sus personajes más indeseables, y también la inteligencia o amabilidad o carisma de los más rectos y nobles; así como los momentos de bondad de los primeros y la oscuridad de los segundos, pues todos albergan sus opuestos; y veo a través de Marías y de las almas que habitan sus novelas lo que nunca sería capaz de ver por mí mismo, me parece imposible llegar tan lejos, no entiendo cómo podía vislumbrar tanto, cómo ahondaba en aspectos invisibles a mis ojos hasta descubrirme una dimensión nueva de alguno de ellos, mala o buena, tanto da, a través de un comportamiento, una mirada o un gesto aparentemente vano, insustancial; vacío para la mayoría de nosotros, pero no para él.
Volviendo al refrán (o a la canción de Sabina), es cierto que no conviene retornar a un sitio para comparar o hacer lo mismo que se hacía entonces, sea en un viaje corto o a través de una segunda y larga estancia, ya que ahí está el error: nada vuelve a ser como la primera vez y esforzarse en replicar esos buenos momentos igual a como ocurrieron, que suele ser yendo a los mismos sitios, pubs, restaurantes y parques y buscando en ellos un tiempo, una gente y, aunque suene místico, un aura, que son imposibles de recomponer, es una triste y ridícula pérdida de tiempo que nos llena de impotencia hasta machacarnos el ánimo. Y aun así lo hacemos, volvemos con quienes pasamos meses o años allí, en tal o cual país o ciudad, a torturarnos conjuntamente, pero también alternamos esos momentos con nuevas aventuras, equilibrando las cosas y haciendo que esos viajes merezcan la pena. En cuanto a volver al lugar en el que lo pasamos mal, yo prefiero hacerlo a solas, a ajustar algunas cuentas, como he hecho esta vez. Y me ha servido.
Así que ese primer día de viaje, tras asistir a la charla del grupito del pub, me levanté del banco con nostalgia, lancé una última mirada al porche de la casa (allí donde, poco antes de que me echara de casa —no sirvió de nada que llamase a la policía, e incluso acabó robándome la fianza— un camello se plantó una noche, pasadas las doce, para exigir a mi casera que le pagase la marihuana, y ella salió a ahuyentarlo con la escopeta en una mano y el táser en la otra, mientras los nueve perros de raza Pomerania que criaba insalubremente en la cocina para luego venderlos, custodiados en jaulas una encima de otra, ladraban descontrolados) y me alejé sintiendo que la tétrica neblina que me invadía al rememorar aquel lugar se había disipado un poco, aunque posiblemente vuelva pronto, pues los recuerdos primigenios de ese lugar seguirán siendo más fuertes que los que acababa de crear; pero algo los suavizarán, o eso espero. Cogí el metro y leí Tu rostro mañana hasta bajarme en Covent Garden, y me dirigí al jardín de la iglesia que hay allí, algo escondida, a seguir leyendo sentado en el mismo banco en el que terminé Corazón tan blanco diez años atrás, cuando ya había salido de aquel infierno; banco que, curiosamente, permanecía libre para mí cuando todos los demás estaban llenos de turistas que descansaban de sus largas caminatas por la ciudad.
El título es engañoso: mucho Joaquín Sabina, mucho vuelo a Londres, mucho pub, mucho patear las calles del centro, mucho sufrimiento y muchas vivencias maravillosas (es decir, lo de siempre), y muy poco Javier Marías.
Me lo anoto como punto de mejora. Gracias, Raoul.
Leyendo este artículo me ha parecido a veces estar leyendo al mismo Javier Marías. Me ha encantado y emocionado.Me he leído las dos últimas novelas publicadas y nombradas :»Berta Isla» y» Tomás Nevinson» y no sabía que el personaje Bertram aparecía en las escritas anteriormente y nombradas por el articulista , gracias por las recomendaciones, las tengo , las leeré. Hubo una época en que compraba todos los libros de Javier María, desde » corazón tan blanco «y los apartaba para saborearlos más tarde como si estuviese creando una bodega de gran reservas , siempre habría algo que seguiría publicando y yo comprando.
Yo también he vivido años en el extranjero y es verdad que los primeros meses son realmente muy duros pero después uno se acostumbra, lo conoces , lo disfrutas y lo echas de menos .
Por ambas cosas me ha gustado mucho el artículo. Gracias.
Me alegro mucho, B. Gracias por tus palabras. Yo tampoco sabía que Tupra había salido en novelas anteriores. Me gustó mucho encontrármelo en Tu rostro mañana. Un saludo.
Adrián, me ha gustado mucho tu artículo, quizá porque soy un fiel seguidor de Javier Marías, desde que empezó a escribir ( está claro que ya tengo una edad). Tengo y he leído todos sus libros.
Coincido contigo plenamente en que sumergirte en la obra de Marías te abre a horizontes más amplios, más profundos, a replantearte tus propias ideas, tu visión de las cosas y de lo que te rodea, tu alma.
En su obra están «todas las almas», como rezaba una de sus primeras novelas.
Un saludo.
Hola, Juan Carlos. Gracias por tu comentario. Todavía tengo algunos sin leer (y los estoy racionando lo máximo que puedo). Uno de ellos es «Todas las almas», precisamente. Me imagino un pelín lo que ha supuesto tener la obra de Marías a tu lado durante tanto tiempo… Espero seguir experimentándolo. Y me alegro de que el artículo te haya hecho evocar esos momentos. Un abrazo.