El entonces director de La Vanguardia relata en esta crónica, con todo detalle, las diez horas que duró la rebelión del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, contra el Gobierno de Madrid y su proclamación del Estado Catalán. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
JUEVES, día 4.- A las seis y cuarto o seis y media de la tarde, estando yo en mi despacho, me entran la lista del nuevo gobierno de Lerroux, que acaban de transmitir los teletipos de la delegación de La Vanguardia en Madrid. Enseguida me digo: esto va a ser el botafuego. A los elementos exaltados de la Generalidad ese gobierno que nada tiene de temible, les va a hacer el mismo efecto que le hace a un toro un trapo rojo.
VIERNES, 5.- Paro general, dispuesto por elementos al servicio del Gobierno de Cataluña. Cosa nunca vista, un paro de esta clase, organizado por el poder público.
En fin: desde mi casa de Sarriá hay que bajar a Barcelona. No circulan trenes ni tranvías. Apenas algún taxi. Bajo en un auto de alquiler, que casualmente lleva patente particular y parece un coche propio. A pesar de ello, en la calle de Balmes, ante la Confederación de la Industria Taxista, nos detienen en forma destemplada. Aducimos algunas razones y, mientras vacilan, continuamos. Llego al periódico. Recibo informes toda la mañana. Las cosas parecen agravarse. En la Generalidad hay un optimismo. Una actividad, una fiebre realmente extraordinarios.
A la hora convenida para volver a casa no encuentro en la calle mi auto de alquiler. ¿No habrá podido venir? ¿Le habrá ocurrido algo? Apenas circula algún vehículo. Las calles rebosan de gente que salen de los despachos medio cerrados o viene de «ver qué pasa», y se dirige a comer. Yo no puedo ir a Sarriá, para volver por la tarde y regresar por la noche, siempre andando. Comeré en el restorán.
Imposible, todo está cerrado. Llamo en algunos establecimientos. No me contestan. Incluso en varios hoteles veo las sillas del comedor encima de las mesas. Un detalle admirable: sólo están abiertos los estancos. Solución: comeré algo en el periódico mismo. Sé una taberna vecina, que está en la calle Tallers. Y, en efecto, de allí me traen un par de platos populares. Pero lo extraordinario son los postres.
Está terminando de comer cuando se me presentan, como llovidos del cielo, cinco hombres con otras tantas pistolas. Uno lleva pantalón corto y polainas; otro viste de mecánico, y los demás, como obreros cualquiera. ¿Por dónde han venido? No sé. ¿Quiénes son? Tampoco. Pero lo que quieren es indudable: apuntándonos unas armas magníficas, unas estupendas pistolas de repetición, nos echan materialmente a la calle, a todos cuantos nos hallamos en el periódico, con gestos harto expresivos y frases poco corteses. Y nada más. ¡Pues, Señor, sí que se están poniendo bien las cosas!
Damos una vuelta hasta la plaza Universidad y volvemos al periódico. No habrá manera de sacarlo mañana. Los obreros han recibido orden de paro. Se hacen difíciles las comunicaciones. Digo a todo el personal que se retire, y a las siete de la tarde me voy también a mi casa, hasta Sarriá, andando. La calle de Muntaner y el paseo de la Bonanova, casi desiertas. El alumbrado brilla en la noche serena, demasiado bochornosa, casi de verano todavía. El aire sólo sopla a intervalos. De los jovencitos que rodean las «torres» vienen ráfagas perfumadas de jazmín invisible.
Después de cenar escuchamos lo que dice la radio. La emisora de Radio Barcelona, informada por la Generalidad, esparce noticias graves de Eibar, Mieres, Medina de Rioseco, El Ferrol, Cartagena, etcétera. En Madrid la situación no está muy clara. ¿Qué habrá de todo eso…?
SÁBADO, 6.- A primera hora la radio sigue dando noticias parecidas a las de la noche. Bajo el centro de Barcelona, hasta La Vanguardia, a pie. Las cosas van empeorando durante la mañana. En las calles circula mucha menos gente que ayer. El paro prosigue y se intensifica, por orden gubernativa.
A las doce y cuarto, estando en mi despacho solo, en la casi completa soledad de los talleres y oficinas del periódico, oigo inesperadamente, por el aparato de radio, que el consejero de Gobernación, señor Dencàs, anuncia la salida a la calle de los somatenes adictos a la Esquerra, para que garanticen, dice, el orden público contra la FAI. ¿Contra la FAI? Me quedo pensando qué habrá en el fondo de esa extraña orden. Eso se pone feo. A las dos menos cuarto me voy a comer a casa de mis amigos S., que viven en el Ensanche, para no tener que ir yo a Sarriá.
Subiendo por el paso de Gracia me encuentro, en el cruce con Gran Vía, frente a la Horchatería Valenciana, a un grupo de somatenistas recién salidos a la calle. Van sin orden alguno y llevan las armas como mejor les parece. Un pasante dice con admiración: «Todas son Winchester».
Un poco más arriba, exactamente ante el edificio de la Lliga Catalana, veo bajar por el paseo central un automóvil descubierto a gran velocidad. Lleva dos hombres delante y dos detrás. La carrocería es de color oscuro, con un ribete rojo y tiene plegada la capota gris. El hombre que va en el asiento de atrás, a la derecha, es Badía, el famoso exjefe de los servicios de policía de la Generalidad. Con la cabeza descubierta y los cabellos negros, echados al viento, su cara enjuta y morena, tiene una expresión satisfecha, casi risueña, de mando resuelto y de seguridad en sí mismo… Un poco más arriba del paseo, ante el Círculo Ecuestre, hay un numeroso grupo de socios a la puerta, mirando todavía, como embobados, hacía el auto que desapareció a lo lejos.
Llego con retraso a casa de mis amigos S., que me esperan para comer. Y apenas entro, mis informadores me llaman al teléfono. Las noticias son francamente malas. Dencàs —me aseguran— ha desbordado a Companys (que, según dice, no se enteró de la salida a la calle del somatén armado, hasta que ya estaba hecha); pero Badía está desbordando a Dencàs y es el verdadero dueño del momento. Los elementos de la Alianza Obrera, por su parte, han entrado en gran actividad, requisando todos los autos particulares que encuentran e instalándose en algunos edificios ajenos, como el antiguo local de Fomento.
A los pocos minutos, otra llamada. Mi informador me asegura, esta vez que «los de la Generalidad van a jugar fuerte». Entre cuatro y cinco de la tarde se espera una declaración sensacional. Yo me resisto a la noticia: todavía creo en el seny catalán… Y después de comer, unos amigos me llevan en auto a mi casa.
Tarde interminable. No puedo hacer nada, ni leer, ni distraerme. Un desasosiego interior me atormenta con insidiosos, con indefinibles pensamientos. Me siento junto al luminoso ventanal abierto. Desde las alturas de mi casa diviso a Barcelona extendida a los pies de Montjuich, con una franja ancha de mar a ambos lados de la montaña y el cielo inmenso abierto encima. No sé por qué me quedo varias veces absorto, contemplando ese panorama familiar, archisabido, que veo todos los días, pero que hoy parece tener un significado misterioso, profundo, distinto del ordinario.
A cada momento me levanto. Se me ha estropeado el teléfono. Estoy, pues, incomunicado. Entonces me refugio en la radio, al acecho de la declaración anunciada, que se va retrasando de hora en hora. Por fin, al atardecer, nos dicen que el Presidente de Cataluña hablará al pueblo a las ocho desde el balcón de la Generalidad. Salgo a dar un paseo, para distraer la impaciencia y, a las ocho en punto, estoy de vuelta y ante el aparato.
No se hacen esperar mucho. Conectan con el propio balcón de la Generalidad. La silenciosa estancia donde yo escucho se inunda de un bronco rumor, como de hervidero humano. Es el gentío apiñado en la plaza de la República. Miro al paisaje, aguardando. La masa de la ciudad lejana parece inmóvil, serena, bajo la noche en calma. Parece mentira que de aquel fondo plácido pueda brotar ese rumor de marejada ardiente. Se oyen pasos. Alguien se acerca al balcón. Es él: el Presidente. Es Companys. Una estrepitosa ovación saluda su presencia ante el pueblo. Alguien le habla al lado, en voz baja, en tono vivo, como si le azuzara. Y la voz característica del Presidente, con su acento leridano, se alza en medio de un silencio imponente: «Catalans!…». Habla fuerte, habla tan claro, tan firme, que seguramente está leyendo lo que dice. Y sus palabras suenan como otros tantos relámpagos. Proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, ofrece asilo al Gobierno Provisional que se forme y, finalmente, rompe las relaciones con el Gobierno de Madrid.
Es algo formidable. Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra, que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente, en el preciso instante en el que Cataluña, tras largos siglos de sumisión, había logrado, sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacer lo mismo con ella .Y eso, ¿por qué? Por una República Federal España que nadie pide en España, cuando menos ahora, y por una Estado Catalán que, dada ya la existencia de la Generalidad, no se necesita para nada… Estoy bañada en sudor, realmente aterrado. Y luego me doy cuenta, porque ya no escucho, de que han quitado la comunicación con el palacio presidencial.
Me levanto casi tambaleando, como el hombre a quien acaban de dar varios mazazos en la frente. ¿Era, pues, verdad? Esto ya no tiene remedio. Y como creo conocer un poco a Companys, y no le tengo por loco, ni menos por imbécil, me digo que cuando él ha hablado así, de tan espantosa manera, con sus razones contará y con sus medios a mano, seguros, infalibles. Y entonces me asustó más todavía, porque me digo que sin duda nos aguardan terribles acontecimientos, una verdadera guerra civil, feroz e incalculable…
Después de hacer como que cenamos, vuelvo a escuchar la radio. No dice nada interesante. ¡Y algo debe ocurrir, sin embargo, por esos mundos de Dios! Pero he aquí que, a las diez y media, bruscamente, nos anuncian que las tropas del Gobierno de Madrid han intentado asaltar la Consejería de Gobernación pero han sido rechazadas. ¡Ah, Dios mío! ¡Ya se armó la casa!
Entonces comienza la noche terrible, la trágica noche que los catalanes no podremos olvidar jamás. Lo dio sin exagerar lo más mínimo, la peor noche de mi vida. Una vela espantosa, hasta rendirme, hasta extenuarme, ante ese aparato infernal, pendiente de las cosas fantásticas, monstruosas, enloquecedoras, que de él van brotando. Nunca sentí con tanta fuerza, ni con tal impotencia de mi parte, la pesadumbre abrumadora de un destino adverso.
Poco después del primer ataque, anuncian otro al Palacio de la Generalidad. Esta vez, a través del micrófono, mezcladas con las palabras, oímos claramente el crepitar de las descargas. Mientras escucho el combate invisible, por el amplio ventanal de mi estancia, abierto a la frescura de la noche oigo las mismas detonaciones, pero en otro plano y tono distinto, resonando a lo lejos, en el seno de la oscura masa urbana sumida en la sombra y salpicada de puntos de luz. Viene del fondo un rumor retumbante. Y, en seguida, la radio anuncia que la artillería está bombardeando el Centre de Dependents, en la Rambla de Santa Mónica. Pero nos dicen que también los artilleros han sido puestos a raya y que las fuerzas de la Generalidad triunfan en todas partes. No lo entiendo bien, ni puedo figurármelo, pero sigo escuchando con el alma pendiente de un hilo.
Empiezan las horas de la locura. Cada cinco o diez minutos, en un tono exaltado y nervioso, en sensible crescendo, nos van dando las noticias. La Generalidad sigue dominando y triunfando, pero no calla ni un segundo. ¿Cómo es posible combatir, o dirigir el combate, y al mismo tiempo charlar de ese modo casi delirante? No nos dejan ni reflexionar. Cuando no hablan, tocan discos de gramófono.
Hay una contradicción angustiosa ante el escándalo que levanta la radio y esa serenidad profunda de la noche sobre la ciudad. Diríase que Barcelona, vista de lejos, está en calma, y que la fiebre que sentimos se debe tan sólo a esa caja demente que nos lanza discursos inflamados, sardanas, rumor de descargas y boletines de victoria. La Santa Espina, Els Segadors, La Marsallesa, El Virolai, El Cant de la Senyera, con sus voces vibrantes o melancólicas, de hombres, mujeres y niños —esas voces armadas del Orfeó Català—, procuran entusiasmo o distraernos, pero en realidad sólo consiguen aturdirnos espantosamente.
Eso es, en efecto, algo que no debe haber ocurrido nunca en el mundo, ni en Sudamérica, ni en los Balcanes, ni en China; un combate decisivo, a sangre y fuego, en el que se juega el presente de todo un país y que se va dando por la radio, entre alocuciones frenéticas y discos de gramófono. Si yo no hubiese vivido, no lo creería; pero las cosas ocurrían, por ejemplo, así: «Catalans! —decía de pronto el speaker— Catalans! catalans…! Atenció! Atenció…! Us va a parlar el conseller de Governació de la Generalitat de Catalunya!». Y, en efecto, el general en jefe de las tropas catalanas se ponía al micrófono, dos, cinco, diez veces, y decía como éstas: «Catalans! Les tropes del Govern monarquizant i feixista han provat d’assaltar la Cancillería de Governació i la Generalitat, pèro ha estat «retxassades» [sic] victoriosament. Visca Catalunya!». Pero más tarde, a medida que avanzaba la noche y crecía la angustia de los radioescuchas, el Consejero comenzó a gritar por la radio: «Catalan! Dempeus! Catalans! Alceu-vos en armes». Pero ¿para qué? ¿No estaban ya alzados a aquellas horas, cuantos debían alzarse? Probablemente no, porque el extraño general que peroraba más que combatía continuaba llamando con la mayor urgencia a los socialistas, a los «rabassaires», a todo el que quisiera darse por aludido, hasta a los comunistas.
¿Un hombre de gobierno pidiendo auxilio a los comunistas…? Poco después, con voz ya extenuada, se dirigían verdaderos y claros llamamientos a los pueblos cercanos a Barcelona, para que mandasen a toda prisa refuerzos. ¿Refuerzos a los vencedores? ¿Y cómo podían venir a altas horas de la noche, sin saber qué hacer, y dónde ni a quién dirigirse…? Y así estábamos, millares de catalanes, desconcertados y embrutecidos, oyendo cosas descomunales y sin poder hacer nada. Y lo más terrible es que, después de las noticias o las alocuciones tremendas, el speaker decía con una naturalidad espeluznante: «Vamos a continuar con Les Flors de Maig, de Clavé». Y, en efecto: de aquel abismo sonoro, al que estábamos asomados con el alma entera, desde hacía diez horas, mirando qué se decía en su fondo vertiginoso, si la ruina o la salvación de la patria, surgían, insoportables, horribles, como mofas o blasfemias, unas voces cantando: «Sota d’un sàlzer / sentada una nina…». Yo creo que nunca más podré escuchar, sin un estremecimiento de horror instintivo, esas abominables melodías.
Llegó un momento, ya a altas horas de la noche, en que el consejero parecía poseído materialmente de una suerte de delirium tremens revolucionario. Llamaba a los catalanes, llamaba a los demás españoles, llamaba a las sombras de la noche, y las llamaba en castellano, con voces embarulladas y febriles. Una vez, acabó dando un gran «Viva España», y en torno a ese grito resonaron nervisosos aplausos. ¿De quiénes…? Yo no podía más.
A las tres y media oí vagamente que todos los concejales estaban reunidos en el Ayuntamiento para tomar acuerdos. También dijeron —y esto ya lo recuerdo como en el final de una pesadilla espantosa— que los «nuestros» habían tenido sólo nueve bajas y «el enemigo» muchísimas más; y, finalmente, que las fuerzas de la Generalidad habían copado un pelotón de soldados, haciendo treinta prisioneros, «que habían sido desarmados tratados como prisioneros de guerra».
Seguían los discos, y yo, rendido de cansancio —desde las cuatro de la tarde de ayer, hacía doce horas, estaba escuchando la radio—, corté la comunicación y me quedé dormido en mi asiento.
DOMINGO, 7.- ¿Dormido? No sé. Pero una hora después, a eso de las cinco y cuarto, la primera luz del alba, entrando por el ventanal abierto —que dejé oscuro y ahora veo lleno de pálida luz—, me despierta con sobresalto. Un silencio asombroso. Me levanto. me asomo a la barandilla. Miro hacia Barcelona. Una franja de cielo rojizo detrás de Montjuich. Una concha de vaho y de niebla caliginosa, sobre la ciudad extendida. Ya sólo brillan tres o cuatro luces sobre el caserío. Las fachadas lejanas tienen la palidez mate del amanecer. Escucho atentamente: ni el más leve ruido. Todo está callado, todo está desierto. Dos pájaros vuelan sin remover el aire, por el paseo de la Bonanova, de árbol en árbol. Miro al aparato de radio, a la caja infernal. ¿Qué pasará? ¿Qué habrá ocurrido en esa hora escasa que he dormido?
Temo saberlo. Pero el silencio es también otro tormento. Me acerco al conmutador. Le doy vuelta. Se enciende la lamparilla mágica. El corazón me tiembla, como el pulso. Un leve chasquido y ¡aquí está la misteriosa onda sonora! ¿Qué dice? Está mal regulada: no entiendo. Manejo las claves y… ¡santo Dios! ¡¡¡Todavía están cantando!!! Es inexplicable. Oigo Els Pescadors, de Clavé; las Fulles Seques de Morera; el himno de Euskadi, una alborada gallega. Estoy espiando lo que dirá el speaker después de cada pieza. Pero el speaker —con voz enronquecida y aliento exhausto—, es el mismo de antes, está ahí, como yo, desde ayer —al terminar un disco se limita a declamar, cruelmente: «Acabem d’oir Els Segadors. Ara oirem La Santa Espina». Y repite lo mismo en castellano. ¡Nada más!
La musiquilla me destroza el alma. Pero ¿cómo suprimirla? Si la quito, me expongo a perder la palabra reveladora, la noticia anhelada. Soy como un miserable condenado a atravesar con pies descalzos un banco de ostras perleras que le hieren y desgarran las plantas con sus constantes aristas, y con todo, no sabe, no puede dejar de ir pisándolas y abriéndolas de una en una, temeroso de que, si desprecia una sola, será la salvadora; la que contiene el codiciado tesoro.
Siento frío. Me pongo a pasear por la habitación. La luz va creciendo en silencio. La franja roja ha desteñido por todo el cielo, ahora de color de rosa. ¡Qué amanecer sereno! Están haciendo los días más espléndidos, más insolentemente bellos de otoño. El cielo y el aire en su infinita indiferencia, tienen una serenidad aplastante.
Del mar lejano brota un rayo de sol que viene a pintar de luz la jaula de un balcón vecino. El ave prisionera se desvela y lanza un trino purísimo de agradecimiento. Pasa otro rato de silencio. Dan las seis en la torre parroquial de Sarrià: suenan claras, lentas, casi luminosas, en el aire mañanero. No puedo más: la luz me ciega. Voy a irme a la cama. Y, de pronto, una voz nueva, grave, dice textualmente: «Atenció! Atenció! Atenció…! Catalans! Catalans! Catalans…! Se us parla desde el Palacio presidencial de Catalunya… Atenció! Atenció! Atenció…! El President de la Generalitat, considerant esgotada tota resistència i a fi d’evitar sacrificis inútils, capitula. I així acaba de comunicar-ho al comandat de la quarta divisió senyor Batet».
¡Cómo! ¿Qué…? Lo repiten una y otra vez, hasta cuatro o cinco en catalán y lo declaran también en castellano. Yo me de dejo caer sobre un taburete, con la sangre helada en las venas, estupefacto, estúpido mirando delante de mí. Debo de tener la expresión del hombre que se ciega instantáneamente. ¡Y para eso se declaró ayer la guerra, a las ocho de la noche! ¿Para perderlo todo diez horas después? ¿Para que la Generalidad, tras de haber tenido todo el tiempo deseable, toda la libertad de movimientos apetecible, para preparar esta aventura, y después de no haber sido compelida ni obligada a emprenderla, sino de haber tomado ella misma la iniciativa, y escogido la coyuntura, la hora precisa, que más le convenían, haya acabado dando a los enemigos de Cataluña el enorme gustazo de verla descartada, reducida a la impotencia, anonadada, en un abrir y cerrar de ojos, y a sus amigos el dolor de tener que abandonarla como se abandona a un demente…?
A la segunda vez de oír la capitulación tremenda, como si cerebro fuera de cera blanda, me sé ya de memoria todas las palabras. Mientras el speaker las va repitiendo, yo las dicto un instante antes como un apuntador sonámbulo. La palabra CAPITULA la veo tan inmensa, que me tapa por completo toda la luz del día. Y un largo rato, a solas, de mis ojos que ya no ven nada, y de mi corazón, que ya no puede sentir más, me saltan en silencio, involuntariamente, inútilmente, las lágrimas…
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Artículo publicado en La Vanguardia el 11 de octubre de 1934. © Herederos de Agustí Calvet
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