En mi mitología personal encuentro ciertas concomitancias entre Franz Kafka y Richard Matheson. Ciertamente, al checo suele adscribírsele al existencialismo, el modernismo y otras grandezas —a cuál más elevada—, entre las que no falta esa suerte de cajón de sastre que empieza a ser el realismo mágico. Ahora bien, si damos por sentado que la ciencia ficción es ese género narrativo que atiende a escenarios imaginarios y especulativos, no necesariamente al socaire de los avances científicos y tecnológicos —las distopías, desde que los comunistas pusieron en marcha su dictadura del proletariado, versan sobre lo brutales que pueden llegar a ser los estados—, sí que se localizan analogías entre el Kafka de La metamorfosis (1915) o El proceso (1914-1915) y el Matheson de El increíble hombre menguante (1956). Uno y otro llegan a su infausta suerte por distintos motivos. Pero el último destino de Gregorio Samsa —acabar despreciado por todos tras haberse convertido en un insecto— me resulta sumamente parecido al del Scott Carey de Matheson: la disminución inexorable del tamaño hasta quedar reducido a una partícula subatómica. Sí señor, en mi mitología personal, el checo y el estadounidense especulan con angustias eventuales, a cuál más alucinada e inquietante.
Acabado aquel efímero optimismo que inspiró entonces al género, el joven Matheson publicó la desoladora El increíble hombre menguante. Distinguida con el prestigioso premio Hugo, en sus capítulos, a través de una lógica aplastante, daba cuenta de la irreversible reducción de Scott Carey, quien tras verse sometido a cierta radiación, comienza a decrecer hasta que su mundo cotidiano cobra unas dimensiones gigantescas: su propio gato se convierte en una amenaza constante. Una merma irremisible que acababa enfrentándole a dimensiones microscópicas.
Nacido en Allendale (Nueva Jersey, EEUU), el 20 de febrero de 1926, Matheson fue un lector ávido y convulso de literatura fantástica desde niño. Diplomado en la Universidad de Missouri, en 1951 se trasladó a California y se empleó como periodista. Un año antes se había dado a conocer entre los amantes de la fantaciencia publicando su más famoso relato, Nacido de hombre y mujer. Lo hizo además en la mítica The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Desde entonces, nadie osó negar a Matheson un lugar en la plana mayor del género. Por eso, cuando, indignado con las primeras versiones cinematográficas de sus obras, exigió ser el guionista de la adaptación de El increíble hombre menguante, que el gran Jack Arnold llevó a la pantalla en el 57, la Universal aceptó.
A partir de entonces, Richard Matheson se convirtió en uno de los guionistas más frecuentes de las dos pantallas, un stajanovista del apocalipsis y la fatalidad con 94 guiones en su haber. Especialmente afecto a la Serie B, a colaborar con todos esos cineastas que la prestigiaron cuando se pasaron a la realización televisiva, en aquel tiempo el guionista ya había escrito los libretos de varios clásicos del cine barato. Su filmografía televisiva es igualmente dilatada y considerable. Suyo fue el guión de El diablo sobre ruedas (1971), el celebrado telefilme de Steven Spielberg que es tenido por su primer largometraje.
Volviendo al rodaje de El increíble hombre menguante, pese a que las previsibles discrepancias con Arnold se produjeron —el escritor se negaba a ese atisbo de esperanza del final que muestra el filme—, Matheson siguió colaborando con las dos pantallas. Para la grande escribió los guiones de la mayoría de las legendarias adaptaciones de Poe llevadas a cabo por Roger Corman: La caída de la casa Usher (1960), El péndulo de la muerte (1961), Historias de terror (1962), El cuervo (1963). También para la American Internacional Pictures concibió el guión de El amo del mundo (William Witney, 1961), esa maravilla basada en Robur, el conquistador, de Julio Verne.
Salvo excepciones, todas las adaptaciones del francés habidas entre 20.000 leguas de viaje submarino (Richard Fleischer, 1954) y Cinco semanas en globo (Irwin Allen, 1962) son merecedoras del mejor de los recuerdos. Pero el Robur que nos describe Matheson —ese Nemo de los cielos, a bordo del Albatros, su extraordinario dirigible— se antoja una suerte de comunión con el propio Verne —junto con H. G. Wells el padre de la ciencia ficción posterior, y no digamos del steampunk— de uno de los más destacados cultivadores del género en la segunda mitad del pasado siglo. Escritor de fantasías en una instancia superior, donde se antoja aún más difusa la línea que separa el terror de la ciencia ficción, aquella adaptación de Robur devino en un tributo semejante al rendido a Edgar Allan —“deidad y referencia de toda ficción diabólica” (Lovecraft)— en los libretos del ciclo Corman-Poe-Price. No hablamos —entiéndase— de nuevas visiones de los personajes. Todo lo contrario, el Roderick Usher descrito por Matheson es el más fiel al original de cuantos en la pantalla lo han sido y, sin embargo, también es el más cinematográfico.
Sade (1969) fue un acercamiento al divino marqués debido al gran Cy Endfield. También contó con un libreto de Richard Matheson, siempre más cerca de la marginalidad, de los proscritos y los alucinados, que de los repartos de estatuillas en Hollywood. Endfield, aunque estadounidense de nacimiento, fue uno de esos perseguidos por la inquisición mccarthista que nunca regresaron a Estados Unidos. En cuanto a nuestro guionista, Endfield sólo fue uno de los realizadores del otro lado del Atlántico, con los que colaboró en algunas de las cintas más destacadas de ese esplendor que, en la estela del éxito de películas de la Hammer, vivía en aquellos días el cine de terror inglés: Arde bruja, arde (Sidney Hayers, 1962) fue uno de los filmes más destacados de entonces: Matheson lo escribió.
No hay que olvidar que la primera adaptación de Soy leyenda, la historia del único superviviente a un virus que convierte a la gente en vampiros, es italiana. El último hombre sobre la tierra (1964) es su título y Ubaldo Ragona su realizador. La segunda, curiosamente, fue un mediometraje español, debido a un prometedor alumno de la Escuela Oficial de Cine de la madrileña Dehesa de la Villa —Mario Gómez Martin—, del que nunca volvimos a saber. La misantropía implícita en su asunto —el último superviviente de la especie, los otros son vampiros, se yergue contra sus semejantes— no ha impedido que las versiones se sigan sucediendo. Recuérdese tan solo El último hombre vivo (Boris Sagal, 1971) y Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007).
La comercialidad de esta última adaptación no ha de hacer olvidar trabajos anteriores de nuestro guionista. Suya fue la historia de una rareza —otra más— sobre los jóvenes beatniks titulada The Beat Generation, que fuera dirigida por Charles F. Haas en 1959. También fueron de Matheson los libretos de La comedia de los horrores (Jacques Tourneur, 1964), de la que fue coproductor, y La novia del diablo (Terence Fisher, 1968), la pequeña aportación del escritor a la bienamada Hammer Films.
En épocas más recientes, escribió los guiones de los fragmentos de Joe Dante, Steven Spielberg y George Miller de En los límites de la realidad (1983). En lo que a la pequeña pantalla se refiere, para la que trabajó con regularidad hasta 1996, hay que destacar sus episodios para la serie La hora de Alfred Hitchcock de 1962.
Unos años antes, en 1953, Richard Matheson había publicado dos novelas de enjundia: Fury on Sunday y Someone is bleeding. Pero la primera llamada a convertirse en un clásico fue Soy leyenda, llegada a las librerías en 1954. Ya digo aquella noticia de la desoladora experiencia del último superviviente, en una Los Ángeles postapocalíptica donde una guerra bacteriológica ha convertido a todos los humanos en vampiros, sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para el cine.
De todos los grandes de la ciencia ficción que frecuentaron la pantalla en el pasado siglo, Matheson fue el más guionista. Los otros sin que, por supuesto esto sea menoscabo alguno, fueron como estrellas invitadas de la producción. Adaptador y adaptado, argumentista original, también habrá que recordar, por su exaltado romanticismo, En algún lugar del tiempo, sobre un dramaturgo que viaja al pasado para conocer a una mujer que vive en lo pretérito.
Lo más granado de su actividad televisiva fueron los libretos escritos para la mítica serie The Twilight Zone —Los límites de la realidad en España—, que en 2001 reunió en otro de sus libros más celebrados. Por todo ello, mereció los más prestigiosos premios del género: el Edgar Allan Poe, el Stoker y el British Fantasy Award. Stephen King ha reconocido su influencia. La historia de la literatura, los que hablan del existencialismo y el modernismo, le olvidan. Y yo tengo al gran Richard Matheson en el Olimpo de mi mitología personal.
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