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Harry Dean Stanton, el eterno llanero solitario

Harry Dean Stanton, el eterno llanero solitario

«Realismo. Sustantivo.
La actitud o práctica de aceptar una situación tal como es
y estar preparado para enfrentarse a ella»
(Harry Dean Stanton en Lucky)

Cualquiera diría que el rostro lánguido de Harry Dean Stanton estaba esculpido, cincelado, a base de tierra árida propia del desierto de Arizona, de Méjico, o incluso con alquitrán de carretera secundaria de California, porque si algo definía al actor nacido en West Irvine (Kentucky), junto al río, son los símbolos que le convirtieron, incluso hoy, cuando el pasado 15 de septiembre se conmemoraron siete años de su fallecimiento, en mito. Y todos sabemos que sólo unos pocos hombres logran hacerse símbolo antes y después de la muerte. Harry Dean es uno de esos afortunados, aunque jamás llegase a reconocerlo en vida. Y era también uno de esos ramblin’ man a quienes les caracteriza el deambular rodeados de carretera y aire polvoriento, similar a veces a la niebla gris, que tal como trae lo desconocido y misterioso, se lo lleva con la intensidad y fuerza con la que sopla el viento, o el asfalto toma un desvío o un atajo. “I’m on my own; I’ve just been a loner all my life”, solía decir. Y nadie le replicaba ni le juzgaba, y mucho menos le pedía explicaciones por ello. Respetaban su espacio, su paso lento, su filosofía y modo de vida; sus pocas palabras. Quizá por eso interpretaba como cantaba Johnny Cash: con verdad, inocencia y cierta vulnerabilidad, revelando más de sí de lo que sus disfraces —personajes— ocultaban, o pretendían ocultar. El preso con dotes de canto que compartía prisión con el indomable Paul Newman en la clásica Hand Cool Luke; o el Repo Man, o recuperador, que afirmaba después de meterse una raya junto al joven Emilio Estévez, “odio a las personas ordinarias. Las personas ordinarias se pasan la vida huyendo de situaciones complicadas. Yo me paso la vida metiéndome en situaciones complicadas”, decía más de Harry Dean Stanton de lo que él, cuando reunía el esfuerzo suficiente, era capaz de pronunciar. Un músico frustrado, un hombre complicado. Sus papeles como actor secundario son apenas pinceladas de un gran lienzo, pequeñas fichas que conforman un puzzle de más de mil piezas llamado historia, llamado biografía. Pues a pesar de sus apariciones estelares en Missouri, Carretera asfaltada en dos direcciones, Adiós, muñeca, Cisco Pike, Alien: el octavo pasajero, Una historia verdadera, Ride in the Whirlwind, Corazón salvaje, Twin Peaks: fuego camina conmigo, por citar unas pocas, pareciera que todas y cada una de ellas estaban destinadas a converger, a su modo, en las dos únicas que le otorgaron un papel protagonista. La primera, que este año celebra su cuarenta aniversario, Paris, Texas, dirigida por Wim Wenders y escrita por Sam Shepard, le dio la oportunidad de mostrarse desnudo ante la cámara y ante el mundo. De contar un episodio de su vida a través de silencios y gestos, pues Harry Dean, al igual que Travis, dejó atrás a una mujer y a un hijo, pero, a diferencia de Travis, Stanton apenas mantuvo una relación lo suficientemente estrecha como para llegar a crear un vínculo que se prolongase a lo largo del tiempo.

No sé sabe si Harry llegó a verlos reunidos como Travis acaba supuestamente vislumbrando a Jane (Natassja Kinski) y el pequeño Hunter (Hunter Carson), pero lo cierto es que el hombre solitario, errante, en principio sin pasado ni memoria, deja atrás a su familia, vaga por tierras sin dueño ni nombre, despojado de bienes, en busca de un horizonte y, tal vez, también un sentido. Y ese hombre, en ese recorrido, en ese vagar hacia lo desconocido, hacia lo que no ha lugar, es mitad auténtico, real, y mitad ficticio. Como el documental dirigido por Sophie Huber, que giró en torno a la figura de la persona y el actor, y llevaba por título En parte ficción. Así era Harry, cuya biografía se escapaba de las manos hasta para sus más allegados, entre ellos, su gran amigo David Lynch, a quien le admite no haber tenido sueños de pequeño, sólo pesadillas. Pero ni David, ni nadie, era capaz de atraparlo ni de concretar dónde empezaba y dónde acababa. Qué había sido de él, de su pasado, de su infancia, de su familia. Únicamente, pues así lo expresa en el mencionado documental, que había crecido en el seno de una familia desarraigada y desestructurada, donde no había lazos, donde escaseaba la comunicación y el cariño entre unos padres —un barbero él,  y ella una mujer que gustaba canturrear canciones populares irlandesas— que no se amaban. Harry rememora pequeños fragmentos de su vida como si fueran imágenes borrosas en su memoria. No quiere hurgar en ellas ni contemplarlas siquiera con serenidad para hallar una explicación, un motivo, una respuesta. Prefiere callar. No justificar el porqué de su infancia ni el porqué de su mutismo al respecto. Está en su derecho. Nadie, absolutamente nadie, tiene porqué conocer el dolor, el sufrimiento, la angustia, la pena, de nuestros mayores y más oscuros recuerdos y, en ocasiones, también secretos. Y es posible que por eso, cuando le llegó la oportunidad, no sólo de hacer el documental que, al fin y al cabo, era un mero trámite, un breve resumen de las épocas más o menos destacables de su vida, sino de aceptar además la propuesta —ópera prima— de John Carroll Lynch, otro actor secundario, pero convertido en director, para protagonizar —por segunda vez— Lucky, la que sería su  última película, pues Harry fallecería antes del estreno de la misma, no dudó en hacerlo. Y es que Lucky fue otra prolongación de Harry en el declive de su existencia. En esa fase tan crucial y tan severa de la vida que conlleva encarar la vejez. Mas ¿cómo hacerlo? ¿Cómo aceptar que, en lugar de ir hacia delante, lo que parece es que vas en sentido contrario, marcha atrás, y que no hay escapatoria, ni vía de escape, sólo muerte, sólo final? Cuestiones similares se planteaba ese personaje de 90 años que, al igual que Harry, se enfrenta al precipicio, a una mala caída, a un fundido a negro que puede llegar —sin previo aviso— en cualquier momento.

Tanto el realismo como el existencialismo suelen convertirse en temas recurrentes para quienes no niegan la vejez, ni apartan la mirada ante el desprendimiento de la carne porque no hay más remedio; porque, como han vivido lo suficiente y el día del juicio se les resiste, todavía les da para preguntarse qué sentido tiene seguir aquí y así. El decaimiento del espíritu, del no poder, del peso del cuerpo que parece responder, con más ahínco que la mente, a la fuerza de la gravedad y hace lo imposible por mimetizarse con el suelo o con la tierra sobre la que descasarán los restos, es inevitable, y el hecho de retrasar dicha mímesis no hace sino reafirmar que aún se está vivo. Que se sigue respirando. Que todavía puede uno acicalarse o lavarse con cierta independencia, sin necesitar a nadie; que puede servirse un desayuno a base de leche, de café o cigarrillos. Que puede hacer ejercicios de yoga —21 repeticiones para ser más concretos, como Lucky—; ponerse los vaqueros, la camisa a cuadros, calzarse las botas y, cómo no, el mítico sombrero de paja. Pero, de nuevo, la maldita pregunta… ¿con qué fin? ¿Para qué? ¿Para quién? Una de las conclusiones a las que llega Lucky es que el realismo existe, que es una cosa. Que requiere la actitud, la postura específica, de aceptar la situación y enfrentarse a ella. Y la conclusión a la que llega en su breve viaje es tan reveladora como mística. Es una confirmación, una ratificación ante la evidencia de que, en verdad, por mucho que nos esforcemos, no somos nada, pues también nosotros pasaremos. ¿De qué sirven, por tanto, tantas normas, tanta administración, tanto papeleo y burocracia? Porque… que hasta la muerte, el hecho de morir, lleve intrínseca su burocracia, tiene su gracia. De modo que, tantas trabas mientras vivimos, ¿para qué? Cuando la deducción a la que se llega con más o menos edad, estando en la flor de la vida o a punto de desfallecer, es siempre la misma, y es que todo acabará. ¡Todos somos ungatz! O sea sé, nada, como dicen en el filme. Nada ni nadie quedará. Y el ser humano tiene la mala costumbre de preocuparse en vida de aquello que en la muerte no tendrá repercusión, y mucho menos importancia. «Lo que sirve para mí, lo que yo veo, no es lo mismo para ti. Ni tiene el mismo significado; la propiedad es una falacia; la autoridad es arbitraria y subjetiva; se trata de lo que yo sé que pasó y de lo que tú crees que pasó; la verdad existe. Es la verdad de quienes somos y de lo que hacemos. Y hay que afrontarlo y aceptarlo. Porque la verdad del universo está ahí. La verdad de lo que es para todos nosotros…es que todo va a desaparecer. Tú, tú, tú, tú y yo, este cigarrillo. Todo. En la oscuridad, en el vacío. Y no hay nadie al mando. Y lo único que te queda…es ungatz. Nada. Nada. Eso es todo lo que hay», son algunas de las frases que se dejan escuchar a lo largo de la hora y media que dura la cinta. Y todas son meras encarnaciones de la verdad, de la evidencia. Lo que no admite discusión ni contrariedad. Lo que fue, es y será destino irrevocable del hombre.

Es curioso que los dos papeles protagonistas que le ofrecieron a Dean Stanton a lo largo de su trayectoria profesional resulten tan parejos, pues de haberle seguido la pista a Travis en el punto de partida en que termina Paris, Texas, es posible que hubiese acabado como Lucky. Y, contemplando los ademanes de Lucky, no es descabellado vislumbrar la versión marchitada y magullada de un Travis envejecido. Mas de la suma de ambos se manifiesta en todo su esplendor, una vez más, la figura y persona de Harry, el hombre de espíritu forajido y libre que, siendo adolescente, se alistó en la marina y participó en la batalla de Okinawa desde uno de los buques de desembarco de tanques. Que nunca se casó aunque dudara en hacerlo porque pensaba que era lo que debía hacer, no lo que honestamente quería, y además es que tampoco se sintió «preparado ni dispuesto psicológicamente para formar parte de una institución de ningún tipo», como afirma en el documental. Aunque parezca un tópico, una reflexión manida, muy poca gente entiende lo que es la solitud, que no la soledad, pues demanda, en cierta medida, un coraje y un valor que no se celebra. Que poco se tiene en cuenta, pues no se trata de vivir aislado del mundo sino de encontrar el propio camino y, para hacerlo, de sobra es sabido, se precisa aislamiento y poseer un carácter errabundo. Como también silencio sin olvidar el tiempo. Palabras que cada día que pasa pierden más sentido para quienes malgastan sus minutos sumidos en la hiperconectividad, interactuando en un mundo virtual completamente alejado, inventado, manipulado, del real. Los hay, en su contra, que necesitan el desapego con lo conocido, con el mundo que les rodea porque, de otra forma, no son capaces de encontrar el hueco y, mucho menos, el sitio que deben ocupar. Pocos, muy pocos, gozan de la ineludible temeridad que invita a vagar por esa carretera secundaria, o a adentrarse en el corazón del desierto durante la noche más cerrada, cuando sólo hay madrugada y no se espera más presencia ni sombra que la propia. Y la única camaradería —hermandad natural— que se percibe son unas luces tintineantes; suspiros que derivan de una melodía armónica compuesta por el ladrido de unos perros sin amo que merodean por tierras parias, el canto de unos grillos desamparados o el aullido de un lobo huraño, esquivo y ermitaño, que observa desde la distancia sabedor de que eres como él, un excluido, un marginado, y por eso no te ataca.

El hombre, que nace solo y muere solo, anhela libertad y aspira, en vida, a alcanzar la liberación de aquello que le oprime, cuando no le esclaviza. «Creo que es lo que todo el mundo quiere. Liberarse del miedo a la muerte, de enfrentarse al vacío sin tener miedo. Creo que todo el mundo tiene miedo. O la mayoría. El miedo a perder es el apego. Todo el mundo tiene apego (…) Cuando no estás apegado es amor. Eso es amor de verdad». Y Harry, a pesar del desapego que sentía dentro, resultó ser un mujeriego. Amó desde las entrañas, aun cuando el mal que hacía le provocaba asco, lágrimas, rechazo. Más borracheras y mujeres. Consecuencias de no entregarse a fondo. Como le pasó con Rebecca de Mornay, a quien dejó plantada, llorando bajo la lluvia y cuya canción favorita era la profética Blue eyes crying in the rain de Willie Nelson. A Harry le gustaba cantársela y a ella escucharla en boca de él, con ese peculiar timbre y vibrato, pues parecía que con su interpretación, llena de fragilidad y verdad, se abría la posibilidad de ir un paso por delante del destino y evitar que dicho relato sucediera, que se hiciera realidad. Su padre solía decirle «sigue adelante hasta que te choques con algo» y el actor no sólo se chocó con Rebecca, uno de los impactos que más conmoción le ocasionó ya que, 30 años después, las secuelas seguían teniendo su eco, sino también con personajes de la talla de Jack Nicholson (con quien vivió una temporada en Laurel Canyon), Marlon Brando (gran amigo y confidente en los últimos años de vida de Brando), el ya citado David Lynch, Bob Dylan o Kris Kristofferson, amigo y compañero musical con quien hizo alguna que otra gira y subsanó la decisión que tomó en sus primeros años, cuando se decantó por el cine y no la música. «Amo la música, y me frustra no haber tomado ese camino nunca. He evitado el éxito con mucha astucia. Y es… bueno, a veces eso me ha dado problemas, pero es lo que hay». Unas declaraciones que encierran la resignación de alguien que, si bien no ha hecho lo correcto, al menos ha intentado ser consecuente con el error y el camino equivocado. Que acepta las desgracias como le vienen y lo hace con una sonrisa. Evita darle espacio al arrepentimiento porque el ayer es sólo un recuerdo y mayor es el esfuerzo de sobrevivir al presente. Aguanta un poco más e intenta cambiar sin importar que el cambio sea para mejorar o empeorar. Harry, independientemente del resultado, no se cansó de buscar ni de caminar. De dar largos paseos y tomar varias direcciones a lo largo del trayecto, desviándose, manchándose las botas y el sombrero; ensuciándose la cara, las manos y, en definitiva, el alma. No le interesaba brillar en la oscuridad, pues en ella encontraba su estado natural. Era la viva imagen del The Pilgrim, Chapter 33 que compuso Kristofferson inspirándose en Denis Hooper y en él: un poeta, un recolector; un profeta, un traficante; un peregrino y un predicador, y un problema cuando estaba drogado. Era una contradicción andante, en parte verdad y en parte ficción, que tomaba todas las direcciones equivocadas en su solitario camino de vuelta a casa.

Una casa que no era tal, sino una senda en medio del desierto y una carretera secundaria. Ese fue el destino, el horizonte que siempre persiguió y al que siempre se dirigió en silencio, como de costumbre, cuando no cantaba su versión de When I get my rewards ni hacía uso de la armónica que acabó convirtiéndose en una prolongación de su voz. Así era Harry Dean Stanton, el outsider, el eterno llanero solitario, el hombre cuya naturaleza estaba hecha a la medida del extrarradio y sólo a ella le fue fiel. Como debe ser.

 

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