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El agujero más oscuro de España, un cuento de Antonio Carralón

El agujero más oscuro de España, un cuento de Antonio Carralón

Imagen de portada: John Keith Vaughan, The Barn, 1935.

Cada vez con más frecuencia me abordan para preguntarme de qué irá el nuevo cuento de la Escuela de Imaginadores en Zenda. Y solo a veces puedo ofrecer una respuesta precisa. Esta es una de esas ocasiones. Hoy tenemos la suerte de contar con un relato que revisita nuestras raíces, profundiza en el retrato de nuestras costumbres y nuestro terruño, pero lo hace desde la mirada del realismo mágico.

El fotógrafo y redactor Antonio Carralón (Madrid, 1976) es autor de la novela ¿Tú saltarías por mí?, así como de un buen número de relatos publicados en diversas antologías. Con «El agujero más oscuro de España», nuestro imaginador consigue dar forma a una historia colorida, vibrante y rica en personajes, que al mismo tiempo esconde una realidad asediada por las sombras.

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El agujero más oscuro de España

Cuando Lázaro, el pequeño de los Cuerda, el menos gamberro de los gamberros de Aldea de la Calva, desapareció, nadie tenía constancia de la existencia del agujero. El muchacho salió de su casa una mañana, y nada se supo de él hasta que, un día y medio después, unas nubes —según el informe de la guardia civil— anunciaron a Justita la hechizada que un agujero en el camino del Pintarrajo se había tragado a un niño. Ramón y Sebastián, dos de los guardias civiles que el cuerpo tenía para Aldea de la Calva, Arroyo del Gorrino y Alcántara de las Flores, fueron los responsables de ir a hablar con ella, y lo hicieron tocados por el agua bendita de don Cosme, el párroco, porque ninguna autoridad civil, militar o religiosa se acercaba a Justita sin pasar antes por el agua bendita de don Cosme. Y es que al establo en el que vivía la muchacha se iba protegido o no se iba; al menos de día, porque las visitas que mozos, mayores y vejarrones le hacían por las noches, estaban protegidas por una bula que tapaba los ojos y los oídos de aldeanos, arroyenses y alcantareños.

Del establo se decía que desde que Justita lo habitaba parecía temblar. También que sus cimientos desnudos flotaban dos o tres centímetros por encima del suelo, y que, en ocasiones, un cono de nubes se formaba sobre él y anunciaba a la niña todo tipo de acontecimientos. Pero nadie podía asegurar nada de esto, porque nadie salvo la señora Urraca —que, sin explicar nunca por qué, le llevaba comida— paraba por allí. Por eso, cuando la visita de la autoridad de turno era inevitable, como en esta ocasión, llegaba, realizaba el trámite, y se marchaba sin fijarse en semejantes detalles.

Era aquel un establo sin dueño, ganado a la nada, que se construyó a sí mismo en la poca tierra de nadie que había entre Aldea y Arroyo. Un día tras otro, en un intervalo de dos semanas, sus muros fueron creciendo con respecto a la jornada anterior, y la construcción dejó de estirarse cuando el techo de fibrocemento le cerró el acceso al cielo. Se dice que un rayo en la madrugada selló sus juntas, y que unos días después apareció Justita en el camino de las orejas, muda y desnuda, señalando con un dedo hacia la construcción. También se dice que no comenzó a hablar hasta que estuvo dentro, y que lo hizo con una voz tan aguda como el trino de un mirlo, y un vocabulario tan amplio y una pronunciación tan correcta, que todo el mundo dio por sentado que se trataba de la hija del marqués de Nara, que se casó con una japonesa y la mató al dar a luz a una niña con rasgos orientales de la que nunca se volvió a saber.

El misterio que rodeaba a Justita, según algunas mujeres, era una patraña. Ella era una niña y nada más, decían. Pero la voz de las mujeres se ahogaba en el lavadero; a las mujeres solo las creían otras mujeres, y lo que algunas de estas, las más valientes y menos escarmentadas, escupían a la cara de sus maridos, también se ahogaba entre los muros de sus propias casas. Estas mujeres, al parecer, querían sacar a la niña del establo, pero no podían porque sus puertas y ventanas estaban condenadas, y eso era suficiente para no intentarlo, según algunos hombres que aseguraban que, en el fondo, lo que tenían era miedo a acercarse y ser absorbidas por el cono de nubes en plena anunciación.

Las palabras de Justita habían sido claras: hay un agujero en el camino del Pintarrajo que se ha tragado a un niño, y cuando Ramón y Sebastián, santigua el uno y farfulla el otro, fueron a comprobarlo, vieron que, en efecto, un agujero de al menos dos metros de diámetro cortaba la vía en dos. Se trataba de un círculo como la rueda de un carro que se hundía en el camino tan profundamente que no se veía el fondo. Era como si un gigante hubiese hundido un vaso desproporcionado en el terreno para luego sacarlo por el otro lado del mundo, y aquello, fuera lo que fuese, no parecía natural. A lo largo de la circunferencia se podía ver cómo la tierra había desaparecido respetando la geometría de la figura. Era un círculo perfecto, y ramas de árboles y piedras desequilibradas, y lombrices y otros animalillos subterráneos, se asomaban al vacío oscuro en el que se perdía la luz y el ruido. Parecía chupar el aire de su alrededor, como un desagüe pero con aire; como un desaire, llegó a decir Lorenzo —el poeta de Aldea— en un momento de inspiración. Sebastián, siempre más valiente y menos devoto que Ramón, se acercó al borde del agujero y dijo que ahí dentro no había nada. ¿Qué nada?, preguntó su compañero. Nada, respondió él, ahí dentro no hay nada. ¿Y el niño está?, replicó Ramón, pero Sebastián ya no contestó a una pregunta de respuesta tan evidente.

El alcalde de Aldea de la Calva no tardó en personarse en el lugar. De los doce mozos que le precedieron, seis montaron un toldo de cinco por tres a un lado del camino, y los otros seis, unas mesas al otro que llenaron de quesos, embutidos, panes y tartas. Don Claro, máxima autoridad municipal desde la fundación de la villa hacía ochenta y cinco años, se sentó a la sombra junto a su equipo de gobierno y comenzó a debatir cómo afrontar la situación. Mientras, sus cuatro mayordomos, sus seis coperos, su repostero, su aposentador y su portero se encargaron de que las viandas que descansaban en las mesas acabaran en las bocas del entregado gabinete de crisis, de tal forma que sus ocupadas manos no dejasen de trazar curvas y líneas imposibles en los mapas, ni de escribir eternas notas y comunicados en los cuadernos.

—Hay que buscarle un nombre —dijo el alcalde, bebiendo un vaso de leche que parecía un jarrón.

—¿Al niño? —preguntó el canciller.

—No, al agujero —replicó don Claro.

—¿Al agujero? —preguntó el notario.

—Pero ¿es que no se me escucha? —voceó el regidor después de que una tapa de sobrasada con cebolla se le metiese en la boca.

—El agujero es un agujero, don Claro —contestó el notario en un hilo de voz—. Ya tiene nombre: agujero.

El alcalde se levantó con violencia y, al ir a gritar de nuevo, se atragantó, y unos chorros de leche anaranjada que le mojaron las piernas salieron de los dos gordos orificios en los que terminaba su nariz aberenjenada.

—¿El agujero de qué? —preguntó en cuanto pudo hablar, rojo como el pimentón—. Porque este no es un agujero cualquiera. ¿El agujero de qué?

El silencio se hizo en la mesa mientras un alguacil limpiaba la leche de los recovecos de la ropa del alcalde.

—Escuchad —continuó en calma, ya recuperado—, todos conocéis mi propósito desde que aparecieron esos malditos de Arroyo y Alcántara, ¿verdad? —Y alejó de su lado al alguacil con el brazo.

Sí, sí, está claro, por supuesto, murmujearon los demás.

—Entonces… —El regidor se giró en la silla y su mirada se metió en el enorme agujero que, al igual que la cumbre de una catarata, parecía absorber el aire, las briznas y los bichos de su alrededor, y con ellos, las miradas de concejales, mayordomos, asnos y mozos que imitaron la fascinación de su ídolo. Entonces, un pequeño cono de polvillo blanco se formó al otro lado de la tienda y comenzó a desplazarse recogiendo en su espiral piedras marrones, hormigas negras y zapateros rojos. Y cuando jaleó la lona pesada y entró en la imprevista sala de reuniones, los concejales tuvieron que sujetar los mapas y las servilletas, y cerrar los ojos para impedir que el polvo se les metiera dentro.

—Vosotros no lo entendéis —continuó el alcalde con su pelo largo blanco al viento—, pero esto es lo que estábamos esperando.

El cono con sus bichos y sus mapas salió de la tienda y voló sobre el camino del Pintarrajo.

—Mirad —replicó don Claro. El cónclave gubernativo abrió los ojos casi a la vez, y vio cómo el remolino se lanzaba al agujero y desaparecía—. Mirad cómo traga.

Diez segundos después de un nuevo silencio, el alcalde se levantó y salió al sol seguido por dos de sus seis alguaciles y tres de sus cuatro mayordomos. Al llegar al borde del agujero se asomó con cuidado y dijo:

—Que venga todo el mundo. —El equipo de gobierno se acercó—. De los pueblos y provincias de alrededor, de todos los rincones. Y que vengan los periódicos. ¿Qué día es hoy?

—19 de abril —respondió alguien.

—Que hoy no falte nadie. —Y levantó la cabeza y comenzó a mover los brazos como si fuera un molino.

—Allí habrá una posada y allí una cafetería. No, un restaurante. —Y volvió al primer lugar que había señalado—. Y allí un hotel, ¡qué posada ni posada!

Sus ojos recorrían cada metro del lugar y de su pequeña boca, colmada de dientes afilados, no paraban de salir palabras llenas de grasa.

—Asfaltaremos el camino, y cobraremos entrada. Haremos una inauguración. —Y detrás de él los lápices garabateaban en los cuadernos haciendo fis fis fis.

Entonces se detuvo y se calló, y su séquito, amontonado a su espalda, levantó la cabeza, siempre en concordancia, siempre como si fueran una única persona. Él inspiró con fuerza y su pecho se hinchó.

—Desde hoy —dijo con solemnidad—, seremos el pueblo con el agujero más oscuro de España.

 

Cuando Pepita se enteró de que su Lázaro había caído en el agujero, supo que nunca volvería a verlo. Está escrito, le dijo a su hermana de camino, agarrada a su brazo, el paso acompasado y tan cabizbajas que, de lejos, parecía que tuvieran la cara llena de pelo. Siempre he sabido que un día dejaría de verlo, y negaba con la cabeza. ¡Anda ya!, le negaba su hermana a ella. Ese niño no tiene una idea buena, continuaba, y la hermana se callaba porque no le faltaba la razón. Entre su casa y el establo había los mismos pasos que entre el establo y el agujero —el más oscuro, ya, de España—, y cuando las hermanas remontaron la pendiente desde la que se podía distinguir la construcción, vieron que una nube, como un tornado pero muy pequeño, subía encima de su techo de fibrocemento y se deshacía en el cielo.

Mira, la nube, dijo Pepita, y su hermana cerró los ojos y se santiguó.

Pero siguieron caminando, porque para llegar al agujero sin meterse en los campos tenían que pasar por delante del establo. Aceleraron el paso y tiraron la una de la otra para que si al cono de nubes le daba por anunciar, no les pillara cerca. Cuando llegaron a la puerta, vieron a Justita sentada en una silla con un cerdo muy pequeño y muy bonito en el regazo. El animal miró fijamente a Pepita, y la mujer vio algo en sus ojos que le despertó el mayor de los amores.

—Hola —les dijo, y Pepita la miró.

—Venga —murmuró la hermana acelerando el paso.

—¿Has visto qué cerdo más bonito? —preguntó la niña, y Pepita se detuvo.

—Venga —repitió la hermana tirándole del brazo. Pero Pepita se soltó y se acercó.

—Es muy bonito —dijo con miedo—. ¿Cómo se llama?

—No lo sé.

—¿Es tuyo?

La niña se encogió de hombros.

—Me gusta mucho.

—Claro que te gusta mucho.

La mujer volvió al brazo de su hermana, y esta tiró con fuerza de ella y le preguntó que si estaba tonta. Continuaron su cadencioso camino, y subieron otra pendiente, Pepita girando la cabeza hacia atrás de vez en cuando y la hermana tirándole siempre del brazo. La niña y el cerdo las miraban sonrientes desde el establo, y Pepita, con la tripa cosquilleándole, les devolvía la sonrisa.

Así llegaron a lo alto de la subida, desde donde ya se veía el camino del Pintarrajo y, al coronarla, se detuvieron. Una muchedumbre levantaba una polvareda amarilla que lo apelmazaba todo en torno al agujero. Había carros y toldos, parrillas y puestos de fruta, y gente, mucha gente. En el centro de todo el alboroto estaba el agujero, engullendo el polvo de alrededor con perseverancia, despacio —o eso le pareció a Pepita—, tranquilo, pero sin dejar de tragar, como el humo de un guisote cuando se aleja de la olla al toparse con una corriente.

—¿Es allí donde se ha caído mi Lázaro? —preguntó la mujer, y volvió a mirar al cerdito que le sonreía desde el establo.

—Ay, Pepita, vamos —dijo su hermana, y comenzaron a bajar.

Cuando llegaron al camino, el gentío parecía guardar cierto orden bajo el control de la pequeña hueste de guardias civiles. A fin de cuentas, los aldeanos eran un pueblo muy bien organizado, el más organizado de España, decía siempre el alcalde en bandos y festejos. Entre los dos mercadillos que flanqueaban la algarabía y el agujero no parecía caber nada ni nadie, pero aquello era una ilusión óptica que, a medida que una se acercaba, mutaba, y es que la polvareda que se desplazaba con serenidad hasta el hueco sordo y negro del agujero, perturbaba lo que se veía y se dejaba de ver. Cuando Pepita y su hermana se adentraron en la nube, tan solo tuvieron que esquivar a dos vendedores, tres perros y una parvada de pollos antes de acercarse a una fila de forzudos que protegía la borrosa paz del agujero; seis había, con las piernas del tamaño de los cuerpos de las mujeres, los brazos llenos de venas, y unas túnicas beige que les daban un aire de habitantes de la Grecia clásica.

—Soy la madre del muchacho que se ha caído —dijo Pepita, valiente, aterrada, mirando a uno de ellos desde abajo—. Y esta es mi hermana.

El forzudo, como tocado por un resorte, se movió y las dejó entrar sin decir nada, y cuando las dos jóvenes pasaron junto a él, Pepita le miró con asombro y se dijo qué cosas muy bajito a sí misma.

Con la vista fija en el pozo, a unos diez metros ya de ellas, las mujeres caminaron despacio. Un mantel y sus seis servilletas les corretearon entre las piernas y acabaron —despacio, también— dentro del agujero. Pepita musitó Jesús, María y José antes de toparse con don Claro, que salió de la oscuridad del toldo con la barba llena de leche y sobrasada.

—Amén —dijo el alcalde, y las mujeres se detuvieron—. Venid, venid; acercaos. —Y se limpió la boca con la manga—. Una de vosotras es la madre del muchacho, ¿verdad?

—Yo, señor —respondió Pepita.

—Adelante, adelante —insistió el hombre moviendo una mano hacia ellas y la otra hacia su séquito que ya juntaba unas sillas.

Al sentarse, don Claro estiró el cuello y mostró los dientes afilados en una mueca que Pepita no supo interpretar. Un escalofrío pareció recorrer el cuerpo del hombre antes de decir:

—Lo que ha ocurrido aquí —y volvió a mostrar los dientes y arrugar la nariz— es extraordinario.

Pepita miró cómo su hermana observaba desconcertada, y preguntó:

—¿Se sabe algo de mi chico?

El alcalde negó con la cabeza y cerró los ojos con fuerza.

—No —respondió—, pero pronto lo voy a traer.

—Entonces, ¿sabe usted dónde está?

—¡Por supuesto! —gritó el alcalde, y miró hacia el agujero donde varios hombres preparaban una tarima. Pepita miró también y no entendió nada.

—Yo lo voy a traer, tú estate tranquila —continuó antes de echarse en la boca una tromba de leche que se le desbordó por el bigote y la barba.

El inusual trío permaneció en silencio unos segundos mientras el murmullo de la corriente que moría en el agujero, y de la gente en los mercadillos, culebreaba en torno a ellos. Los ojos de las hermanas iban de la tarima al alcalde y del alcalde a la tarima, y los de él, amarillos como el polvo, vivían en su cráneo sin estar.

—Seguidme —dijo de repente, y se levantó. Se dirigió al agujero con su séquito y las mujeres detrás. Apartó un sándwich que le ofrecía su aposentador, y se subió a la tarima. Todos guardaron silencio. Entonces se giró hacia Pepita, sonrió, le atravesó con unos ojos que parecían no estar allí, y dijo:

—Voy a por él. —Y se lanzó al vacío.

 

De vuelta a casa, ya oscureciendo, las hermanas caminaban bien cogidas del brazo, con el paso inquieto y las cabezas altas, mirando a un cielo vacío de nubes, que del azul celeste de la corona de la bóveda pasaba al naranja blanquecino del escondite del Sol. Subieron y bajaron las pendientes pensando en lo que acababa de ocurrir, y al llegar al establo vieron a Justita lavando al cerdito en un cubo. Junto a ella había ahora un asno blanquecino comiendo de un fardo de paja.

—Hola —les dijo, y Pepita la miró.

—No —murmuró la hermana acelerando el paso.

—¿Has visto qué asno más bonito? —preguntó la niña mirando al rucio, y Pepita se detuvo.

—Que no —repitió la hermana tirándole del brazo.

Pero Pepita se soltó y se acercó.

—¿Es tuyo? —dijo con miedo mirándolo a él y al cerdito.

—No —respondió la niña, y se encogió de hombros.

—No sé si me gusta.

—Claro —asintió la niña—, es que es un poco raro. Tiene como aires de grandeza, y los dientes afilados. —Y Pepita volvió al brazo de su hermana, y esta tiró con fuerza de ella y le preguntó, otra vez, que si estaba tonta.

 

Ya de noche, ya en la cama, Pepita, a quien solo le quedaban en la vida su hermana y su chico, no conseguía dormir. Pensaba en Lázaro y en el cerdito, y en el alcalde y en el asno. Y algo en su estómago le hizo incorporarse de golpe. La lejana campana de Aldea dio las dos, y se levantó. Llenó la caja del dinero con los pocos abalorios que tenía repartidos por la casa, la dejó junto a su llave en la cocina, y salió. La Luna iluminaba el campo lo suficiente como para adivinar los caminos, y la joven remontó la cuesta y vio el pequeño cono de nubes deshaciéndose sobre el establo. Se acercó, pero todo estaba en silencio. Se acercó más a la construcción, que parecía flotar sobre sus cimientos, pero no se pudo asomar a ninguna de sus puertas y ventanas condenadas. Llamó a la puerta y le dio la impresión de que allí no había nadie. Entonces miró en dirección al agujero y salió corriendo. Al llegar al final de la segunda pendiente vio el camino del Pintarrajo con los restos del festival que se había celebrado durante el día; y el agujero, negro, tranquilo, tragando la brumilla que se seguía formando en torno a él. Bajó al camino y lo comenzó a andar. Al fondo, invisibles hasta ese momento, aparecieron los forzudos. Les dijo:

—Soy la madre del muchacho que se ha caído. —Y uno, a su derecha, se movió y la dejó entrar. Caminó hasta el agujero, desprovisto ya de cualquier evidencia municipal, se asomó a su vacío y dijo en bajito: ¿Lázaro?, pero nadie le contestó. Entonces cerró los ojos, dejó que la corriente tirase un poco de ella, y saltó.

 

A la mañana siguiente, Ramón y Sebastián, quedaron, como siempre, en la puerta del primero. De camino al agujero pasaron por la casa de Pepita, y vieron a la hermana entrando en su jardín con una cesta llena de huevos. Saludaron con cortesía y continuaron. Subieron la pendiente y vieron el establo. ¿Lo rodeamos?, dijo Ramón, y Sebastián, siempre menos cobarde y beato que su compañero, no respondió porque no pensaba hacerlo.

—Hola —les dijo Justita con el cerdito en el antebrazo, cuando se acercaron, y los guardias respondieron con el saludo militar y un buenos días.

—¿Habéis visto qué animales más bonitos? —preguntó la niña, pero Ramón y Sebastián habían acelerado el paso y ya le daban la espalda.

Los dos jóvenes continuaron su camino acompasado y subieron otro repecho y, antes de llegar arriba, Ramón, creyente de todo tipo de leyendas y con la tripa llena de cosquillas, giró la cabeza hacia atrás. La niña, sentada con el cerdito en el regazo, un asno a su derecha y una cerda joven a su izquierda, lo miraba y lo sonreía.

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