Hay una prueba irrefutable para decidir si un libro que analiza la música del siglo XX de cualquier género merece nuestra atención, y es que en el índice onomástico aparezca en la letra E consignado el apellido Ellington. De no ser así, habría que descartar su lectura por poco ambiciosa y falsaria, cuando menos. Tal es la potencia con que la figura de Edward Kennedy “Duke” Ellington (1899-1974) irradia en el panorama musical del último siglo.
El polígrafo, músico y crítico Boris Vian afinó su parecer sobre los logros de Ellington en el mundo de la Música Americana: “Existe tanta diferencia entre Duke Ellington y todos los otros músicos de jazz, sin excepción, que me pregunto, ¿por qué se habla de los otros?”. Tal vez por sentir la especificidad de lo que ofrecía al mundo, Ellington perdió las reticencias a dejar por escrito su vida, en 1972 entregó un volumen misceláneo de vivencias en las que cabe toda su vida desde la primera composición “Soda Fountain Rag” (1914) a los umbrales de “Amour, amour” (1973), su última pieza. Según el crítico y biógrafo James Lincoln Collier (Duke Ellington, 1987), fue Stanley Dance —autor de El mundo de Duke Ellington y El Mundo del Swing entre otros— quien dio forma en la sombra a la larga serie de entrevistas con el hombre-orquesta que acabarían dando lugar a La música es mi amante. El volumen fue montado a partir de las anécdotas, los viajes, las personalidades, músicos y amigos, el catálogo de composiciones, poemas, y los recuerdos desde que el pequeño Edward viniera al mundo con casi cuatro kilos de peso y un ansia irrefrenable de cambiar el ritmo del siglo que le tocó en suerte. Se trata de una reedición del libro que Global Rhythm publicó en 2009 y, lastimosamente, contiene fugaces pero persistentes erratas que no han sido corregidas en esta elegante reedición. Males menores para un libro inmenso.
La lectura deja perlas de peso, además de mostrar que el músico no sólo estaba dotado para el arte compositivo. Sabemos por ella que Duke trabajaba 52 semanas al año, que no tuvo vacaciones desde que en los años 20 empezara a frecuentar y dejarse caer por guateques, ferias de caballos, bailes de granero, hasta su residencia en el Cotton Club, sus celebradas actuaciones en el Carnegie Hall o en la Casa Blanca y en los más importantes festivales de jazz del mundo, incluidas algunas apariciones estelares como la de la antigua basílica de Santa María del Mar en Barcelona, donde se escuchó su composición “Freedom”, a sabiendas de que en plena dictadura franquista no era posible escribir la palabra libertad en las paredes de las calles de la ciudad Condal.
En 1973, año de publicación de las memorias, a Duke le quedaba algo más de un año para ingresar en el panteón de los escogidos, aquellos sin los cuáles no se entiende el alcance de la evolución espiritual del ser humano. Él, tan creyente, hizo de la música su amante y cada una de sus composiciones suena como un cócktail que mezclase ron añejo con relámpagos, una música que por suerte no es como los árboles, que esconden el esplendor de sus raíces, sino que se hace universal, cosmopolita, orgullosa de su estirpe y de ser portadora del latido primigenio del todo. Él, el aristócrata que se proclamaba campeón absoluto de ingesta alcohólica hasta que dijo basta, tras los años de la Ley Seca, el mismo para quien sólo existían dos tipos de música, la buena y la mala. Ese músico, decimos, fue un jefe autoritario y digno para los suyos, padre peculiar (que se lo pregunten a su hijo Mercer Ellington, quien llevó trenzas por decisión inapelable de su progenitor, que anhelaba una niña entre sus vástagos) y el mejor propagador y publicista de un término que él dejaría de utilizar en 1943: el Jazz.
Aquel muchacho formado en las salas de billar de Frank Holiday cambió la pasión por el béisbol por otra pasión que hizo cambiar el curso de la historia. La culpa fue de pianistas como Doc Perry, Lester Dishman, Louis Brown, Turner Layton, Gertie Wells, Clarence Bowser, Sticky Mack, Blind Johnny, Cliff Jackson, Claude Hopkins, Phil Wurd, Caroline Thornton, Luckey Roberts, Eubie Blake, Joe Rochester o Harvey Brooks, sus maestros. Ahí están las fuentes del hombre sobre el que Miles Davis dijo que “al menos un día al año, todos los músicos deberían dejar sus instrumentos y dar las gracias a Duke Ellington.” Y es que todo importa un bledo si no tiene swing. El secreto es simple: chasquear los dedos no sobre el beat, puesto que eso “suena agresivo. Los verdaderos caballeros chasquean los dedos en los tiempos débiles.” Palabra de Duke.
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Autor: Duke Ellington. Título: La música es mi amante. Memorias. Traducción: Antonio Padilla. Editorial: Libros del Kultrum. Venta: Todos tus libros.
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