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Éxtasis en una noche de verano, de Rocío Collins

Éxtasis en una noche de verano, de Rocío Collins

La actriz y performer Rocío Collins salta al ruedo narrativo con una ópera prima tan espídica como descacharrante: dos veinteañeras de lo más petardas acuden a un festival con todas las etiquetas políticamente correctas del siglo XXI (inclusivo, vegano, queer, eco-friendly…), pero con un espíritu realmente transgresor en su esencia.

En Zenda reproducimos una parte del Acto I de Éxtasis en una noche de verano (H&O), de Rocío Collins.

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ACTO I 

Escena I. Ava-Bijou se admira en el espejo del tocador

A Phoebe Waller-Bridge le preocupaba pensar que, de haber tenido las tetas más grandes, habría sido menos feminista. Si yo tuviese las tetas más grandes mi feminismo seguiría intacto, aunque no me entraría el crop-top de la última colección de Versace. Si tuviese las tetas más grandes, me esforzaría más por ser la Anna Wintour de las CEO de las biocorporativas internacionales, el azote de los incels científicos y la pesadilla de los investigadores nucleocelulares cuarentones. Parece que tener tetas grandes sigue siendo un equivalente a menor masa cerebral según una ley biológica establecida por algún señoro de barba salivada del siglo XIV —lamecojones de Einstein aún—. Quizás, en favor de los feminismos contemporáneos, debería ponerme un implante de trescientos gramos en cada teta.

Viva Pamela.

Un soberano guantazo en los bigotillos de los mariosabiondos que reparten teorías no aptas para copas C. Cuando recoja el Nobel, me enfundaré en un corsé de Jean Paul Gaultier bien puntiagudo, y el premio lo encajaré en el canalillo para bajar las escaleras, lista para disparar confeti desde cada uno de los conos.

Viva Madonna, su rebeldía tectónica y los pendientes kilométricos que me voy a hacer con el premio después de fundirlo.

Anyway, lo que sea.

En realidad, my dear Phoebe, me suda todo el ovario izquierdo el tamaño de mis pechitos. Soy feliz con mis tetas; de hecho, soy feliz con mis tetas, con mi cara y con mi físico entero. Puedo palpar mi belleza cada mañana. Con el primer reflejo del día, mis rasgos esculpidos me dan los buenos días. ¿Alguna vez os habéis preguntado que sentiríais si tuvierais la certeza de ser criaturas indiscutiblemente bellas? Yo lo sé.

Agnes se ríe porque dice que soy como la Venus nacida en la concha de plástico del Treasure Island de Las Vegas. Tiene toda la jodida razón. Concha de plástico, neón y glitter que abarca mi cuerpo desnudo. Mi cuerpo desnudo cubierto en highlighter y aceite dorado. Yas, Afrodita de oro con un pirsin en el ombligo y cristales en el coño. Lo más.

C’est moi.

Me observo en el espejo, el rostro refulgente en la mañana. Los labios, carnosos; los ojos, negros, pura raza latina, chorrean brillo a raudales; cintura encorsetada y culo medido con la sucesión de Fibonacci. Mi nacimiento surgió del cruce perfecto entre un empresario irlandés y una belleza puertorriqueña, que, a su vez, fue un cocktail entre Nefertiti y un enano de circo. Chequead el sueño femenino en miniatura y cómo Helena de Troya se quedó corta.

No, mis tetas no me preocupan.

Me preocupa más pensar que, si Dios me hubiese hecho más alta —si no midiera 155 centímetros—, probablemente mi mala hostia no estaría tan concentrada. Dios me hizo pequeña para arrejuntar mis talentos. Y, por ello, soy jodidamente brillante. También so fucking irritante. I know. Nadie agradece contemplar la perfección. Pensáis que soy una puta narcisista: no-lo-niego. La que puede puede, y la que no… cri-ti-ca.

Alabo mi belleza en mi propia confianza y beneficio, como quien admira su primera rinoplastia hecha por Miguel Ángel. No elegí nacer así, en el sorteo de Dios tuve la suerte de un leprechaun con un trébol en el ojete. Soy lista, bella y tan rica como para sonarme los mocos en billetes de doscientos. Si fuese alérgica al polvo ambiental y mi nariz expulsase mucosa 24/7, echad cuentas de cuántos miles de euros estarían cubiertos con mis mocos… ¿Ponéis una cifra? Yep. Papá anda forrado.

Ahora bien, también soy una hortera de la hostia. El plumón no lo lleva cualquiera, ni las bragas de terciopelo ni las hombreras de látex. Dios no reparte el buen gusto a manos agradecidas ni a deditos con manicuras de más de mil monedas. Algo me debía fallar, que queréis que os diga.

Oye, entiendo que no os fieis de mis palabras. ¿Cómo de fiable es la palabra de una protagonista hacia su propia persona? ¿Quién es esta puta narcisista que os trata de tongar?

Bonjour, Ava-Bijou.

Me lanzo un beso a mi propia imagen en el espejo. Luego, la visión del skinhead dormitando desnudo en la cama redonda me hace arrugar la nariz. La mañana se enturbia con el extranjero no requerido, y recuerdo lo que pasó la noche anterior: Agnes y yo debatimos sobre el valor generacional de Clueless hasta que ella decidió poner rumbo a su palacete decadentista.

Inciso: Agnes es mi hermana, mi vecina y mi guía moral. Doy gracias a Jesucristo por haber acabado en este cerro a escasos kilómetros de ella, puesto que la providencia me regaló una hermana de espíritu y el único amor —aparte del parental— que me preocupa mantener.

Retomo: anoche, un viernes chill de temperatura agradable y grillos furiosos.

Tras la marcha de mi regordetis, me puse con mis obligaciones juveniles: ver reposiciones de Mujeres desesperadas hasta quedarme frita. Entonces, Demetrio llamó, un taxi lo dejó clueco como un ruso en mi verja y me quedé sin saber si Bree Van de Kamp aceptaba la ayuda de su vecina Lynette para salir del alcoholismo.

Ay, Demetrio. Tipo duro, incauto. Cómo me jodiste la noche de ayer, examante desechado.

Flashback: nos conocimos en una galería de arte. Yo colgaba desnuda con unas cuerdas de bondage que me apretaban el cuerpo. Participaba en la performance de un artista del SoHo que vacilaba de moderno mientras trataba de representar cuerpos eróticos fuera de un ambiente de modelos profesionales, basándose en la lógica de retirar la cosificación erótica del cuerpo de la mujer. Bondage? Seriously? Cinco años en Bellas Artes y becario con la Abramović, menudo inútil. Anyway. Demetrio. Se dejó caer con sus colegas para catar visualmente cuerpos desnudos, o algo así. Putos pajeros. El caso es que sus amigotes no contuvieron las risas y él ostentó el premio al menos becerro. Observaba la anatomía con respeto y timidez. Noté que me humedecía cuando fijó sus ojos en mí, un semental enfundado en una bomber esmeralda, con perforaciones en las orejas y una grulla recién tatuada en el antebrazo. Genética mixta, como servidora. Sus rasgos caucásicos y latinos me llamaron la atención por empatía. Le dije que me esperase al cierre. Esa misma noche follamos en el callejón: me alzó, me rompió las bragas e hizo que me corriera cuatro veces en media hora. Me desguacé las manos de acariciarle el cráneo rapado. ¿Quién soy yo para luchar contra el deseo y los banquetes de hambre canina? Él era un descarriado que sudaba testosterona y yo quería frotarme contra él. Repetimos durante dos meses, hasta que me harté. Las cositas guardan una fecha de caducidad limitada y los amantes siguen ese proceso de expiración.

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Autora: Rocío Collins. Título: Éxtasis en una noche de verano. Editorial: H&O. Venta: Todostuslibros.

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