La periodista Heather Radke se ha lanzado a investigar una de las regiones corporales más contempladas y, sin embargo, menos analizadas culturalmente: el culo. Desde las posaderas de las esculturas clásicas hasta la retaguardia de Jennifer López o Miley Cyrus. Todas vistas, eso sí, con los ojos de la inteligencia.
En Zenda reproducimos el arranque de Culos: Una historia trasera (Almuzara), de Heather Radke.
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INTRODUCCIÓN
El primer culo que recuerdo no es el mío. Es el de mi madre. Cuando tenía siete años, me senté en la mullida tapa del retrete del cuarto de baño de mis padres y la observé mientras se arreglaba, de pie frente al espejo en sujetador y ropa interior, untándose loción en el cuerpo. Se puso unos rulos en su corto pelo castaño: unos cuantos gruesos de color rosa en la parte superior, varios más pequeños de color verde en los lados. Abrió la ventana para dejar salir el vapor que emanaba de la ducha, y la brisa de la mañana de Michigan —fría y cortante— me despertó. «Cierra los ojos», me dijo; y entonces se roció generosamente el pelo con laca. Contuve la respiración para evitar el pegajoso ahogo. Luego, se quitó las gafas, se inclinó frente al espejo para rizarse las pestañas, de forma que su culo asomaba mientras se apoyaba en el lavabo.
La clarividencia de la infancia me permitió ver el culo de mi madre como lo que realmente era: una parte del cuerpo como cualquier otra, algo que amar porque amaba al ser humano del que formaba parte. No era un problema ni una bendición. Solo era un hecho.
Lo que no sabía entonces es que los culos no son tan sencillos. No son, como los codos o las rodillas, partes funcionales del cuerpo que conllevan pocas asociaciones más allá de su función fisiológica. Por el contrario, los culos, por simples que nos suelan parecer, son símbolos tremendamente complejos, cargados de significado y matices, cargados de humor y sexo, vergüenza e historia. Los culos de las mujeres se han utilizado como medio para crear y reforzar jerarquías raciales, como barómetro de las virtudes del trabajo y como medida del deseo y la disponibilidad sexual. A pesar de (o quizás debido a) el hecho de que hay poco que una persona pueda hacer para cambiar drásticamente el aspecto de su culo sin recurrir a la cirugía, la forma y dimensiones del culo de una mujer han sido históricamente indicadores de su propia naturaleza: su moralidad, su feminidad e incluso su humanidad.
Pero los culos pueden ser difíciles de ver con claridad. El hecho de que estén en nuestro trasero hace que nos resulten algo ajenos, aunque sean perfectamente visibles para los demás. Para vernos el culo, necesitamos el juego de espejos de un camerino, la engorrosa triangulación de un espejo de mano en un dormitorio o un smartphone incómodamente sostenido. Y cuando uno se ve el culo —o al menos cuando yo me lo veo— siempre se sorprende un poco: «¿Esto es lo que va detrás de mí?» Este hecho tiene algo de humillante: nunca sabemos realmente qué ve otra persona cuando nos mira el culo, algo que nos hace vulnerables. También se produce una especie de entrega: en cierto modo, el culo pertenece más al observador que al observado. Se puede mirar de reojo, contemplar en privado, escrutar de forma siniestra. Para saber qué tal me sienta un pantalón, debo preguntar a un vendedor cómo luce mi culo al no poder verlo por mí misma. Una mujer se cruza con un hombre por la calle y este gira la cabeza para mirarle el culo. Aunque todos los demás en la calle puedan darse cuenta de la mirada llena de deseo, es posible que la mujer no, y no se dé cuenta de que está siendo evaluada, criticada, objetivada, codiciada.
Incluso las palabras para nuestro culo se resisten a ser claras. Los términos que utilizamos son siempre eufemismos, nunca cosas precisas. Yo crecí refiriéndome a las dos masas de carne pegadas a la parte posterior de mis caderas como culo. Es la palabra que usa un niño, la que te espeta tu odioso hermano: «¡Tonta del culo!», «¡Cara de culo!». Una idea hilarante —tener un culo por cara— pero no es un insulto que tenga demasiado impacto más allá de los diez años. La palabra culo es graciosa, pero el humor es inocente, familiar e inocuo. Un hombre resbala y se cae de culo; se producen risitas. Si la palabra culo fuera un ruido, sería el sonido de la bocina de payaso, o tal vez un pedo.
A medida que fui creciendo experimenté con otras palabras. Culazo me parecía un poco más adulta, un poco más obscena, una palabra de la categoría que podríamos llamar «palabrotas». Pero es una palabrota suave, la menos ofensiva. Se puede decir «culazo» en televisión, pero no «a tomar por culo». Hay muchos otros términos para referirse a la parte del cuerpo en cuestión: En el Reino Unido lo llaman bum; en yiddish, tuchus. A veces la gente se pasa de intelectual y se pone un poco francesa, y lo llama derrière. Hoy en día, los tabloides de los kioscos y los programas de entrevistas de televisión suelen llamarlo cachas o pandero, palabras tomadas de las canciones de hip-hop y de la música country, utilizadas para connotar sensualidad, estulticia y raza. También hay toda una categoría de palabras que se refieren a la posición física de la parte en el cuerpo: detrás, trasero, parte de atrás, cola…
Pero, ¿cuál es la palabra adecuada, la palabra referencia? ¿Cuál es el término neutro que significa «la parte carnosa y grasa de su cuerpo sobre la que uno se sienta»? Aunque hay tetas, delantera y melones, en última instancia sabemos que la palabra correcta, «oficial», es pechos. Podemos llamar polla o rabo al órgano sexual de un hombre, pero sabemos que existe una palabra «correcta», y esa palabra es pene. Nalgas parece ser la opción obvia, pero es una palabra que rara vez se utiliza en la vida real. Usted no diría «me duelen las nalgas» después de un duro entrenamiento, tampoco «estos pantalones no me hacen buenas nalgas». Una vez pregunté a un amigo cirujano cómo se referían a ello sus colegas médicos, pensando que podría encontrar una palabra más práctica en el vocabulario médico. Me dijo que los cirujanos colorrectales —los que probablemente pasan más tiempo hablando de ello— utilizan palabras como trasero. Un cirujano al que conoce emplea la muy científica hendidura inter glútea cuando quiere decir raja del culo; otro suele llamar pandero a la parte del cuerpo en cuestión. Incluso en la consulta del médico hay capas de eufemismo. El músculo en sí tiene su nombre científico —glúteo mayor o máximo— pero ese término solo se refiere al nervudo haz de fibras que se extiende desde el hueso pélvico hasta el muslo. La capa grasa de la parte superior se denomina masa grasa gluteofemoral. Nadie lo llama así. Debido a esta relación triangular y eufemística que mantenemos con nuestros culos (palabra que he elegido por ser la más directa), nuestra concepción de ellos a menudo nos dice más del espectador que de lo observado, el significado determinado por quién mira, cuándo y por qué. Como dice el historiador Sander Gilman: «Las nalgas tienen un valor simbólico siempre cambiante. Se asocian con los órganos de la reproducción, la abertura de la excreción, así como con el mecanismo de la locomoción en el debate acerca de la marcha. Nunca se representan a sí mismas».
Esta idea —que el culo nunca se representa a sí mismo— lo convierte en un objeto de estudio peculiar y peculiarmente convincente. Dado que el culo es caprichoso en lo 14 que simboliza, escudriñar e investigar la profusión de significados y significantes puede decirnos muchísimo sobre muchas otras cosas: lo que la gente percibe como normal, lo que percibe como deseable, lo que percibe como repulsivo y lo que percibe como transgresor. Los culos son un indicador. Los sentimientos que tenemos sobre los culos son casi siempre indicativos de otros sentimientos: sentimientos acerca de la raza, el género y el sexo, sentimientos que difieren profundamente de una persona a otra.
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Autora: Heather Radke. Título: Culos: Una historia trasera. Editorial: Almuzara. Venta: Todostuslibros.
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