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Siguiendo a Julio César por la Galia

Siguiendo a Julio César por la Galia

Es bien sabido lo corto de elogios que siempre andaba Cicerón, excepto si se los aplicaba a él mismo. Aun así, en su quizá principal tratado de oratoria —De claris oratoribus (Brutus)— los discursos públicos de Julio César le merecían calificativos tan elocuentes como nudi (sobrios), recti (directos) y venusti (seductores). De ellos sólo quedan retales extraídos de fuentes de segunda mano, pero tenemos una manera de comprobar por nosotros mismos que el tribuno no exageraba gracias a una obra extraordinaria donde tales cualidades se despliegan con brillantez: Comentarios a la guerra de las Galias.  

Hay consenso en que César planteó la aventura de conquistar la Galia como medio de lograr fortuna y prestigio militar, ambos imprescindibles en Roma para cimentar el poder político. Lo de narrarlo en un texto —un texto verdaderamente nudus, rectus y venustus— fue un golpe de genio que con seguridad le sirvió como arma propagandística, y quizá también para anticiparse o acallar posibles versiones menos encomiásticas de aquellos sucesos por parte de sus múltiples enemigos. En cualquier caso, un regalo para la posteridad que disfrutamos hoy como pieza literaria y documento histórico.

"César cuenta o deja de contar lo que le da la gana, adorna u obscurece a su criterio; da pistas o despista… pero, ¿no era eso lo esperable?"

Y a partir de aquí, sobre la historicidad y verosimilitud de lo que César nos relata, la polémica. Porque César cuenta o deja de contar lo que le da la gana, adorna u obscurece a su criterio; da pistas o despista… pero, ¿no era eso lo esperable? Desde que Heródoto inventó el género, no se conoce historiador alguno que haya cumplido con la regla que para el muy cínico de Tácito compendiaba su arte: presentar los hechos sine ira et studio. Así que no hagamos aquí nosotros de guardianes de la pureza de Clío.

Después de muchas lecturas y algunas traducciones de los Comentarios, se nos ha dado la oportunidad de visitar los lugares que el libro menciona. Eso sí, no todos: ni hemos cruzado ida y vuelta el Rin, ni desembarcado en Britania; nos concentramos en lo que modernamente se llamaría la zona cero del conflicto: Gergovia, Bibracte y Alesia. Pero antes, una breve mención a los antecedentes, según el guión que el propio autor propone.

GINEBRA

La Guerra de las Galias comienza en lo que hoy es Suiza. Estamos en el año 58 a.C. y los helvecios, huyendo de las tribus germanas que los acosan, solicitan permiso para adentrarse en la región que los romanos controlan. César, gobernante de facto de la provincia —nombramiento que tuvo de muñidor al tribuno de la plebe Publio Vatinus, uno de los primeros en la infinita lista de odiados y odiadores de Cicerón— ve aquí una ocasión que ni pintada para montar su guerra personal. Pero está lejos, en Roma. A base de magnis itineribus llega a Ginebra en ocho días (Napoleón, que hizo anotaciones al margen a los Comentarios, sostiene que él podría haberlo hecho en cuatro). Una vez allí, entretiene a los embajadores helvecios: quiere ganar tiempo para reunir tropas. Finalmente, prescinde de disimulos: demuele el puente sobre el Ródanopontem, qui erat ad Genavam, iubet rescindi— y fortifica los alrededores hasta el Jura. Los helvecios, que no tienen marcha atrás, buscan caminos alternativos y eso provoca escaramuzas con poblaciones galas amigas de Roma. César los persigue, da caza a parte de los huidos y los masacra… Casualmente, o porque así lo quisieron los dioses —sive casu sive consilio deorum immortalium—, se trataba de helvecios tigurinos, tribu que medio siglo antes había aniquilado en la batalla de Burdigala al cónsul Lucio Casio Longino y sus tropas, con la humillación añadida de obligar a pasar a los supervivientes bajo el yugo. De este modo, el libro I, 12 concluye felicitando César (el narrador) a César (el protagonista) por haber lavado el honor de las legiones vencidas. Un hábil recurso sentimental, por si a algún Catón que otro se le ocurriese preguntar en el Senado que qué pintaba Roma entremetiéndose en cuitas de galos, germanos y helvecios.

Así pues, parece obligado comenzar nuestro viaje en Ginebra. Nos acercamos al desaguadero del lago, donde el Leman se transforma en el Ródano, y cruzamos a la isla que hace de parteaguas. En una de las calles interiores, la Rue de la Tour-de-l’Ile, una placa de mármol certifica que Julio César estuvo allí y que destruyó el puente.

GERGOVIA

Comentarios a la guerra de las Galias consta de ocho libros; o, mejor dicho, de siete más uno, pues el último es un añadido de uno de sus legados. Nos saltaremos ahora nada menos que seis, desde el primero, donde ocurren los sucesos anteriores, hasta el séptimo, el importante. Entre medias, múltiples escaramuzas que no solo involucran a galos; también a belgas, aquitanos, germanos… y algunas gestas: la doble invasión a Britania y el cruce del Rin, con el añadido de construir un puente, menos por necesidad que por ostentación. César tenía continuamente estos detalles para la posteridad.

"Para quien no sea francés quizá resulta difícil entender el papel que Vercingétorix ocupa en el imaginario sentimental de aquel país"

Pero ya conviene ir presentando a Vercingétorix, el líder galo; el que terminó pagando los platos rotos. Con la elegancia del que se sabe muy superior, César le describe de manera extraordinariamente halagadora: es un joven de gran potencialsummae potentiae adulescens— que aúna summae diligentiae summam imperi severitatem, la máxima seriedad con la mejor disposición… No se encontrarían mejores términos para un currículo si se trata de impresionar a un moderno director de Recursos Humanos. Y además, liderazgo: cuando, por su determinación de enfrentarse a los romanos le destierran los principales cabecillas de la tribu arverna —entre los que está su propio tío— recluta por su cuenta a egentes (indigentes) y perditi (desesperados), reuniendo suficientes partidarios como para dar la vuelta a la situación y a quibus paulo ante erat eiectus expellit ex civitate, echar a quienes poco tiempo antes a él habían expulsado.

Para quien no sea francés quizá resulta difícil entender el papel que Vercingétorix ocupa en el imaginario sentimental de aquel país; algo que oscila entre el héroe nacional, inspirador de la Résistence contra los nazis y el personaje del cómic de Astérix y Obélix. Un libro muy recomendable, César contra Vercingétorix, de Laurent Olivier, presenta una visión panorámica completa alrededor de su figura… pero, al menos para quien esto escribe, sin terminar de ofrecer una imagen concluyente. Arriesgando una opinión, uno diría que los franceses, y especialmente las vacas sagradas de su historiografía, parecen claros defensores de la romanización, y ven a las tribus galas con la distante simpatía y escaso apego que se tiene a un pariente pobre algo extravagante, una esquizofrenia inaugurada por el propio Napoleón III, que a la vez de mandar erigir en Alesia un impresionante monumento al caudillo arverno, escribió una biografía de Julio César.

Y con esto ya podemos subir a la planicie de Gergovia. César sitió a esta ciudad, capital de los arvernos, en el 52 a.C. y fue su primera y única derrota reconocida (de aquella manera) en todo el texto.

Los sucesos que se narran en el libro VII, caps. 35 a 53 son, en síntesis, los siguientes: tras cinco días de marcha —quintis castris—, de escaramuza en escaramuza y tras incendiar varias oppida por el camino, César llega persiguiendo a los rebeldes hasta la imponente mole en cuya amplia meseta superior está situado el poblado fortificado, refugio de Vercingétorix. Se dispone el asedio y, entre múltiples refriegas con la caballería enemiga, los romanos van tomando posiciones cada vez más cerca del muro. En un momento dado, y creyéndose cerca del triunfo, los legionarios se adelantan más allá de lo prudente y son rechazados, con fuertes pérdidas, por tropas de refresco que los galos habían sabido mantener ocultas. El sitio se levanta y César se retira tranquilamente, pues Vercingétorix sabe que en campo abierto sus entusiastas pero poco experimentadas huestes no pueden competir con el ejército profesional romano.

"Recorremos el lindero más cercano a los bordes y, con los Comentarios en la mano, jugamos a localizar las posiciones donde César estableció sus campamentos"

Esta parte de los Comentarios es (entre otras muchas) ideal para ejercitarse en la lectura ente líneas; para entretenerse dilucidando la realidad que hay debajo, o a los lados, de las explicaciones de los hechos que da el autor y protagonista. César reconoce (un poco) la derrota, pero, mediante un hábil recurso narrativo, incluye en el texto como escena final una arenga a sus tropas donde a) se autoexculpa: los legionarios habían decidido por su cuenta —sibi ipsi iudicavissent—  cómo actuar, y neque signo recipiendi dato constitissent , no se habían detenido cuando se dio la orden de retirada; b) educa a sus tropas: a la vez que admira su coraje —animi magnitudinem admiraretur— reconviene la arrogancia de los que creen saber más que su comandante, arrogantiamque reprehendere, quod plus se quam imperatorem de victoria… sentire existimarent.; y, c) finalmente, levanta su moral: no deben desanimarse —ne ob hanc causam animo permoverentur— ni atribuir el revés al valor del enemigo —id virtuti hostium tribuerent—, sino a errores propios que nunca deberían haberse producido. En conclusión, no sabríamos si definir lo de César como historia o propaganda; pero desde luego sí es literatura.

Estos párrafos —quizá nuestra parte favorita de la obra— se paladearán mejor leídos donde fueron pronunciados. Gergovia, a unos veinte kilómetros al sur de Clermont-Ferrand, es a la vez —pero no lo mismo— la meseta donde se encuentra el sitio histórico y el pueblo a sus pies (anteriormente conocido como Merdogne… sin duda, salieron ganando con el cambio de nombre). Subimos por la carretera hasta llegar al último aparcamiento de los varios que hay en el recinto, ya muy sorprendidos por la enorme extensión de la planicie y el panorama circular de la campiña que desde ahí se domina. Adonde primero se nos va la vista es al horrendo monumento conmemorativo, un adefesio impropio del lugar, al que no hay ni que acercarse. Conviene pasar directamente al museo, echar una ojeada rápida y salir, y ya estamos en condiciones de disfrutar de la visita.

Recorremos el lindero más cercano a los bordes y, con los Comentarios en la mano (y alguno de los estupendos planos del asedio que podemos encontrar en Internet), jugamos a localizar las posiciones donde César estableció sus campamentos, donde se produjeron los movimientos de las tropas y las escaramuzas. La vista, desde arriba y despejada de todo obstáculo, permite la identificación, lo que en otros escenarios de batallas no es posible. Aquí se puede leer y a la vez señalar con el dedo el lugar que el texto menciona… y con la misma perspectiva que tenía Vercingétorix.

Seguimos bordeando y llegamos frente al aparcamiento 2, donde encontramos un área con excavaciones activas. Es precisamente en la zona donde se ubicaba la puerta principal de la muralla en la época del asedio: una entrada amplia, adecuada al paso de carruajes y flanqueada por lo que parecen almacenes, o quizá viviendas.

"No podemos dejar la comarca sin acercarnos unos diez kilómetros más al sur, a Corent, que se disputa con Gergovia el ser el lugar de nacimiento de Vercingétorix"

Finalmente, nos detenemos unos instantes ante un pedrusco sucio que alguna vez fue monolito. Es el recordatorio de la visita culposa que Napoleón III hizo al lugar en 1862 y que, tras la caída del emperador, padeció damnatio memoriae (a la francesa) para ser posteriormente recolocado aunque, salta a la vista, sin mucha restauración.

No podemos dejar la comarca sin acercarnos unos diez kilómetros más al sur, a Corent, que se disputa con Gergovia el ser el lugar de nacimiento de Vercingétorix y la capital verdadera de los arvernos (aunque probablemente una sucedió a la otra). Se trata de otra meseta similar, aunque de menor superficie, y también con el pueblo actual del mismo nombre a sus pies, desde donde se sube en vehículo ligero (hay aparcamiento en lo alto) o paseando a través de un bosquecillo encantador. Arriba, la zona delimitada por la intervención arqueológica nos da una completa perspectiva de lo que era una aldea gala; algo que no se tiene en Gergovia. Aquí, en unos pocos centenares de metros cuadrados, se aprecian vestigios de estructuras comunales, viviendas y recintos importantes, entre ellos un pequeño foro y un santuario (originalmente druídico, luego romanizado).

Druidas: César los presenta desde la curiosidad —antropológica—, y en el libro VI, caps. 13 y 14 expone lo que a la postre es casi lo único que se sabe de primera mano de esos obscuros personajes. Una buena excusa para volver a abrir los Comentarios: en la Galia, nos cuenta, hay dos clases de personas que gozan de numero atque honore, consideración y prestigio: los caballeros (equites) y los druidas. Los druidas, illi rebus divinis intersunt, sacrificia publica ac privata procurant, religiones interpretantur; es decir, se ocupan del culto divino, ofician en los sacrificios públicos y privados e interpretan los misterios de la religión. Los adolescentes acuden a ellos disciplinae causa, para instruirse, y también se ocupan de mediar y juzgar en las disputas, etc, etc… Seguimos leyendo hasta el final, cómodamente apoyados en los restos de las bancadas del antiguo templete, mientras que a no mucha distancia vemos a un equipo trabajando en las excavaciones.

—Mira allí —me dicen mis amigos arqueólogos, señalándolos—, ese que dirige es Matthieu Poux.

—¿?

—Es una autoridad en el mundo galo y, más concretamente, en Corent; ha publicado todo lo importante sobre este lugar.

Intento animarlos a que, cortesía entre colegas, vayan a presentarle sus respetos, pero les da apuro, se resisten… y finalmente no lo hacen. Mis amigos deben de ser los únicos arqueólogos tímidos de los que se tiene noticia.

BIBRACTE 

Bibracte, capital de los eduos —tribu aliada de primera hora de Roma que terminó uniéndose a las huestes de Vercingétorix— ocupaba la parte superior del monte Beuvray, una impresionante altura dominadora de buena parte de la campiña borgoñona. Llegamos allí desde la cercana Autun, la antigua Augustodunum, hasta un aparcamiento donde acaba la carretera. Conviene no tener prisa, aunque la belleza de la montaña y su carga de historia nos llama, y entrar en el museo, dedicado al mundo celta. De los varios que hemos visitado en este periplo, todos excelentes, quizá sea el más completo, el que más hemos disfrutado… porque, frente lo que estamos hartos de ver, aquí la didáctica y la museización no son infantiloides y la tecnología no parece un derroche, sino que está al servicio de lo expuesto. Y si, como es el caso, el edificio es magnífico, integrado en el paisaje, pues qué más pedir.

"En Bibracte se sigue oyendo el eco de las dos grandes personalidades de este relato"

El acceso al monte lo proveen unos minibuses que hacen rutas periódicas. Subimos hasta la parada más alta y, una vez más, abruma el panorama que se nos ofrece, la hermosa campiña abierta al infinito. Al parecer, a Mitterrand, a la sazón presidente de Francia, le ocurrió igual, y determinó allí mismo, sobre la marcha y abrazado a un roble, que era el lugar donde quería ser enterrado. Falleció y no le hicieron ni caso, como suele sucederle a los difuntos, y eso que nos ahorramos: no parece un sitio donde una tumba encaje bien, como tampoco encaja el feo monumento conmemorativo que la Societé Eduenne erigió para homenajearse a sí misma. Igualmente mal ubicada, una capilla en honor de San Martín no consigue evocar el supuesto templo galo-romano al que pretendidamente ha sustituido. Lo único propio, los verdaderos monumentos del lugar, son los majestuosos robles, hayas, arces… Pocas veces, si alguna, hemos visto un bosque más hermoso, unos árboles tan intensamente expresivos en sus formas modeladas por un tiempo largo y poderoso. Solo faltaba la bruma y la lluvia: para nuestra desgracia, el día salió soleado.

En Bibracte se sigue oyendo el eco de las dos grandes personalidades de este relato. De Vercingétorix, ya que aquí se celebró la gran asamblea gala donde ad unum omnes, por unanimidad, probant imperatorem, fue proclamado líder de la insurrección (VII, 63,6). Y de César, ipse Bibracte hiemare constituit, que decidió pasar aquí el invierno tras la toma de Alesia (VII, 90,7). Nos acercamos a la llamada piedra de la Wivre, una roca que sobresale en un calvero algo apartado, señalada por la tradición como la tribuna que utilizó Vercingétorix para dar su discurso de aceptación. Y luego descendemos hasta la zona donde actualmente se está excavando. Por lo arriscado del terreno, no es fácil imaginar la importante plaza fortificada que Bibracte llegó a ser, con sólidas murallas —de murus gallicus, claro— y amplias zonas residenciales donde, al parecer, abundaban los artesanos del metal. En todo caso, fue elegido por César como refugio y descanso tras su gran victoria, y por eso se cree que, muy probablemente, comenzó a redactar allí mismo los Comentarios. Intentamos imaginárnoslo in situ, dictando —o tomando él mismo la pluma—, eligiendo y descartando los sucesos a contar, equilibrando con cínica modestia su natural sentido de la ostentación. Y hasta leímos —en latín, claro está— algunos párrafos invocando su presencia…

ALESIA

En la viñeta más famosa de El escudo arverno, uno de los tebeos de la serie de Astérix, Vercingétorix arroja con estrépito sus armas a los pies de César que, golpeado, aúlla de dolor. Vercingetorix deditur, arma proiciuntur. Es la versión cómica de una iconografía muchas veces repetida por distintos artistas en cuadros y grabados; una imagen potente de vencido —en actitud serena a la par que digna— y vencedor, sentado, con gesto adusto, vengativo, representado de manera no tan clemente con el derrotado como Velázquez pintó a Spínola en Breda.

Todo eso sucedió a los pies de Alesia, tras la batalla definitiva de esta contienda que César narra en los últimos veinte capítulos del libro VII. La fortaleza estaba en una colina ut nisi obsidione expugnari non posse videretur, la cual parecía imposible de conquistar como no fuera mediante asedio. Y César monta el cerco —que ha pasado a la historia militar— construyendo un doble muro circular; el interno para controlar a los sitiados, el externo para defenderse de posibles ataques de los galos que pululaban por los alrededores. Tras varios intentos de romper el bloqueo, Vercingétorix se da cuenta de que no hay opción de victoria y convoca una asamblea. Había emprendido esa guerra, dice a sus hombres, non suarum necessitatium, no por su necesidad personal, sino communis libertatis causa, por la libertad de todos. Et quoniam sit fortunae cedendum, ya que hay que resignarse a la fortuna, se pone en sus manos para que le den muerte o le entreguen vivo a César. Esto último es lo que finalmente se decide, para desgracia del galo: es llevado a Roma y encerrado en la cárcel Mamertina hasta que, algunos años después, sea paseado como un trofeo en el triunfo de César y posteriormente estrangulado.

"Es el mejor momento, aquí en Alesia, para cerrar el ejemplar de los Comentarios a la guerra de las Galias, que no hemos dejado de la mano desde Ginebra"

Al contrario de lo que ocurría con Gergovia, Alesia requiere mucho trabajo de la imaginación para relacionar los Comentarios con lo que vemos sobre el terreno. Atravesamos el pueblo, Alise-Sainte-Reigne, buscando la cima —el monte Auxois—, donde se está excavando la ciudad galo-romana que sustituyó al oppidum. Unos carteles al borde del barranco, en el único lugar en que parece abrirse la vista panorámica, nos permiten especular con la situación de alguno de los campamentos legionarios. Lo mejor, a quinientos metros, en un lugar no especialmente cuidado, la celebérrima estatua de Vercingétorix, que no defrauda: con porte sosegado y más resignado que alerta, nos parece en verdad un héroe.

Bajamos a la planicie y nos dirigimos al museo, extraordinario, que merece una visita sin prisas. Y tras el edificio, una recreación del doble vallum, con los fosos, torres y empalizadas a tamaño natural. Ahí situados, mirando al monte Auxois, tenemos, nada menos, idéntica perspectiva que la que tuvo César.

Es el mejor momento, aquí en Alesia, para cerrar el ejemplar de los Comentarios a la guerra de las Galias, que no hemos dejado de la mano desde Ginebra. Dentro habíamos metido una pequeña nota copiada de Quevedo, Vida de Marco Bruto. Sirva de epílogo:

«Julio César peleaba y escribía: esto es hacer y decir. En igual precio tuvo su estudio y su vida. Nadando con un brazo, sacó sus Comentarios en el otro. No los juzgó por menos vida que su vida».

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