Sin que sea preciso apelar al tópico —que ni siquiera se cumple en el caso del Quijote— de que segundas partes nunca fueron buenas, lo cierto es que esta segunda entrega sobre las pesquisas de un monje medieval que responde al nombre del Gonzalo de Berceo, autor de Los milagros de Nuestra Señora, no supera a la anterior, y bien que duele decirlo. El hilo argumental es mucho más frágil, los personajes peor perfilados y la historia que se pretende contar queda entre las brumas, sin un propósito claro, sin una dirección correcta aunque, por el contexto y las muchas —excesivas— aclaraciones, el lector pueda adivinar las intenciones del novelista.
No queda bien justificado el título de la obra, que me parece espléndido como señuelo comercial. Porque un par de escenas, que no tienen gran trascendencia, y una breve explicación sobre la Santa Compaña no son suficientes argumentos para aprovecharse de la situación.
Sin embargo, el primer capítulo vale por casi el resto de la novela. Esa llegada de Gonzalo a Compostela y ese inevitable encuentro con lo que debió de ser una auténtica Corte de los Milagros de aquel tiempo: vendedores que pregonan sus mercancías con reliquias de mártir, huesos de santo, redomas de agua milagrosa, higas para el mal de ojo, remedios contra la peste y pedazos de la santa cruz: ¿Cuántas cruces santas se podrían componer si se reunieran todos los trozos existentes a lo largo de los siglos? Y Acebedo, antes de seguir adelante, con no poca pericia, nos gasta la primera broma, ya en la segunda página, cuando su ufano protagonista, perplejo ante lo que ven sus ojos, pone su pie “en un formidable cagajón de perro reciente y mantecoso”: ¿Pero ¿quién es el “reciente y mantecoso”, el cagajón o el perro?
Un primer capítulo introductorio en donde se juega con el siempre socorrido artificio de lo sobrenatural y alucinatorio, que, dada la época, podría pasar por un nuevo milagro, uno más de los muchos que atesoran las obras de nuestro monje detective que se mete en todos los charcos y que sale airosamente de ellos. Berceo trata de averiguar un desaguisado, y, mientras tanto, otro personaje, llamado Alonso o Alfonso, que toma cuerpo sin llegar a manifestarse del todo su presencia, como una especie de fantasma que se puede ver, pero no palpar, hace la guerra por su cuenta mientras busca a una criada que le recitaba versos cuando solo era un bebé.
Ante la falta de tensión que se percibe —conviene recordar que se trata, se mire como se mire, de una novela policiaca— a lo largo de estas páginas, Acebedo opta por buscar soluciones urgentes que puedan vigorizar su relato: al margen de poner mucho interés en la ambientación, aportando excelentes datos y casos prácticos que aclaran la idiosincrasia de la época, también recurre a la gastronomía de aquel tiempo, a la lucha de unos “emprendedores” por colocar la uva Mencía y sustituir, por fin, los caldos de alta graduación, duros y ásperos como una piedra, que abrasaban la garganta por entonces. Y recurre, asimismo, a esas tradiciones que le sirve en bandeja una región como Galicia en donde las meigas campan a sus anchas y las leyendas de hombres lobo están al orden del día.
Hay, además, reflexiones que le proporcionan cierto vigor al libro y lo hacen más digerible. Como cuando se habla, aunque muy de pasada, de las bibliotecas que se alojan en los monasterios o en los palacios; hasta el punto de llegar a decir que siempre es posible juzgar a sus moradores por los libros que poseen. Un “letraherido” como Gonzalo de Berceo no puede evitar, de ningún modo, acercarse a las repletas estanterías y observar detenidamente su contenido: obras, para su sorpresa, infrecuentes, que deberían estar, en un monasterio común, bajo llave; libros poco beatos que incitan al pecado.
Y tampoco es despreciable el que el autor de la obra haya creído oportuno incluir entre sus páginas textos literarios, como “In taberna”, recitado o cantado por los goliardos y recogido posteriormente en el Carmina Burana, así como valiosas reflexiones sobre la poesía: los versos, asegura Berceo, no se pueden buscar, “porque si los buscas, te esquivan”. Pero, añade a continuación, es mucho peor olvidarte de ellos: “Hay que dejar que vengan cuando ellos quieren, con la puerta abierta para que pasen”.
El ambiente, insisto, es lo mejor de toda la novela, pero difumina a los personajes, termina por engullirlos, incluido al propio Gonzalo de Berceo, que no brilla tanto. Es cierto que ya teníamos suficientes referencias de los personajes en la entrega anterior, La taberna de Silos pero, aun así, les falta una mano de pintura, un repaso a la chapa, el haberse entretenido un poco más con ellos. Tampoco funciona, ni se justifica de modo alguno, la lengua empleada de uno de estos personajes que tiene la costumbre de hablar al revés, lo que resulta más que un elemento lúdico y divertido, un verdadero engorro.
Por lo demás, la Iglesia de entonces —que es, en el fondo, la Iglesia de toda la vida— no sale demasiado bien parada, con todos sus tejemanejes, con sus engaños y con el material humano tan poco escrupuloso que aloja entre sus muros. Y se deja meridianamente claro que, pese a que se pretenda separar a las monjas de clausura de su confesor, “el confesionario favorece todo lo que pretende evitar”.
Un dato final, con el que se pone a prueba la atención que haya podido prestar el lector de esta nueva aventura, nos aclara la época y justo el año, 1250, en el que transcurre la acción, con un Berceo que frisa el medio siglo de vida, y un rey, apodado el Sabio, que comenzaría a mandar dos años después.
Lorenzo G. Acebedo, al menos en esta ocasión, que había suscitado tanta expectativa entre sus ya muchos lectores, no termina de ver cuajada su novela, quizá por no cumplir uno de los preceptos que emanan de la filosofía del propio Gonzalo de Berceo y que Acebedo reproduce en estas páginas: “Quitemos la corteza, al meollo entremos”. Esa era la cuestión.
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Autor: Lorenzo G. Acebedo. Título: La Santa Compaña. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.
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