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Estirpe de sangre, de Sandra Aza

Estirpe de sangre, de Sandra Aza

Tras mostrarnos el mundo de la calle y sus miserias en su anterior novela, Libelo de sangre, Sandra Aza retoma ahora a algunos de los personajes para llevarnos al universo de la aristocracia madrileña del siglo XVII.

En Zenda ofrecemos el arranque de Estirpe de sangre (Planeta), de Sandra Aza.

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1

MISIÓN DE VIDA

Villa de Madrid, mayo del año 1621 de Nuestro Señor

Alonso González de Armenteros, otrora Alonso Castro, atravesó la Puerta del Sol y se dirigió a la calle de los Preciados, donde se ubicaba la Inclusa de Madrid.

Aunque acababa de cumplir catorce años, su elevada estatura sugería dieciséis y hasta diecisiete. De ojos verdes, cabello castaño con reflejos dorados, indómitos rizos, nariz griega y una pícara sonrisa que le fabricaba un hoyuelo en la mejilla derecha, destilaba atractivo e hidalguía. Lástima que apenas luciera tan apuestos rasgos embozado como iba siempre en una enorme capa y un sombrero más grande todavía que le conferían un aspecto torvo muy difícil de engarzar en ningún calificativo amable. Pero, dado que no aspiraba a gustar a nadie, sino a sobrevivir, lejos de desagradarle su lóbrega fachada, la bendecía. Gracias a ella, había conseguido salir adelante cuando seis meses antes, en diciembre de 1620, la Inquisición irrumpió en su hogar, arrestó a sus padres, Sebastián Castro y Margarita Carvajal, y él quedó solo, al raso y acarreando a su hermano Diego, un bebé que pronto comenzó a llorar de hambre. Tras semanas de incesantes berrinches reclamando un alimento que no llegaba, el pequeño agotó lágrimas y vigores. Al verlo marchito e inerme, Alonso lo creyó en el umbral de la muerte y, en un desesperado intento de salvarlo, lo introdujo en el torno de la Inclusa.

Solventadas las cuitas de Diego, trató de demostrar la inocencia de sus padres, a quienes la Inquisición acusaba de los polémicos Crímenes del Ritual. Llamó a cuantas puertas pudo, arriesgó vida y libertad, cometió auténticas temeridades, luchó hasta desfallecer, nunca se rindió… Pero todo fue en vano. Después de un tortuoso peregrinaje repleto de peripecias, el 21 de marzo de 1621, una hoguera vil e injusta devoró a los Castro.

Alonso devino huérfano, indigente y prófugo del Santo Oficio. Los dominicos le pensaban un hereje judaizante y llevaban persiguiéndolo desde la Navidad del año anterior, asedio que lo había obligado a cambiar de identidad. A mayor desastre, el abandono de Diego le atormentaba la conciencia de un modo encarnizado y pertinaz. No se perdonaba semejante canallada y a menudo los remordimientos lo empujaban a visitar el hospicio. Siempre acudía resuelto a averiguar si el niño continuaba vivo, pero lo asustaba tanto obtener una respuesta luctuosa que nunca lograba formular la pregunta. Prefería beber en las fuentes de la duda. Esas aguas sabían a esperanza y a ella se aferraba. El problema surgió cuando dejaron de calmar su sed de conocer la verdad. Entonces decidió encararla y en tales andaba aquella mañana de mediados de mayo.

Mientras se arengaba a sí mismo con un «¡Coraje, Alonso!» e imploraba a la Virgen una buena noticia, aldabeó el portalón de la Inclusa. Le abrió sor Casilda, la monja encargada de custodiar el torno en horario nocturno hasta hacía poco y, a la postre, la que recogió a Diego cuando Alonso lo metió en el cilindro maldito. Tras demasiadas vigilias, ahora la habían adscrito al turno de día, lo cual mejoró sus condiciones laborales, pero no un talante rezongón e irascible que, pese a todo, resultaba simpático y la mar de cómico.

—¿Qué se os ofrece? — preguntó recelosa al ver la sordidez del recién llegado.

Aunque esa voz cascada y achacosa era la misma que le habló a través del torno antes de que este girase con Diego en su interior, Alonso no la identificó. A fuego la tenía grabada en la memoria, pero, como una religiosa achaparrada y famélica no encajaba en el gruñido cavernoso que escuchó aquella noche, la palanca del recuerdo no se le activó.

—A la paz de Dios, hermana — saludó a la vez que se descubría la cabeza en el ánimo de suavizar sus foscos mimbres—. Desearía pediros una merced.

—Denegada — le cortó sor Casilda, que, no bien reparó en su juventud, le apeó el tratamiento—. Ve a San Felipe. Los frailes reparten la sopa boba a las once. Nosotras apenas podemos alimentar a los de dentro, ¡como para sacar la olla fuera!

—No se trata de eso. Necesito información sobre el ingreso de un…

—Denegado también — volvió a interrumpirle la mujer con el cuello arqueado hacia arriba, pues ni siquiera le alcanzaba el pecho—. La Inclusa solo admite infantes y, aunque sin ese chapeo descomunal, te intuyo escasas primaveras, tú ya estás crecidito. ¡Mucho, además! ¡Qué estatura, pardiez! ¡Si pareces un escolta del Altísimo! Y nunca mejor dicho. — Riendo su propio chascarrillo, se dispuso a darle con la puerta en las narices—. ¡Ea! Mueve el talón, que aquí no se te ha perdido nada.

—Se me ha perdido un bebé — aclaró Alonso al tiempo que metía la bota en el quicio para impedir la abrupta despedida—. Se llama Diego e ingresó en febrero con nueve meses. Llevaba una mantilla roja y un rosario que tenía su nombre tallado en la cruz. Os lo suplico. Reportadme sobre él.

Sor Casilda, que ni de lejos recordaba aquella funesta madrugada, pues en tierra de torno todas eran igual de horribles, lo miró desconcertada. A lo largo del montón de lustros que ya acumulaba en la Inclusa, nadie había mostrado interés por ningún expósito ni, mucho menos, el desasosiego que aquel mozo evidenciaba. La sorpresa, quizá el sentirse a salvo, porque, sin el sombrero, Alonso se le antojó más desangelado que endemoniado, o tal vez la suma de ambas cosas la ablandaron.

—¿Cómo se apellida el interfecto? — inquirió después de lanzar un suspiro resignado.

—No trajo apellido. Solo se llama Diego.

—¡Estupendo! Hemos de encontrar a un interno que entró hace tres meses y que «solo se llama Diego». ¿Piensas que recibimos un pituso cada muerte de obispo? Nos llegan riadas de ellos a diario, de modo que o ahondas en detalles o no podré complacerte.

—¿Qué más detalles precisáis? Se llama Diego, tenía nueve meses en febrero, una mantilla roja y un rosario con su nombre grabado en la cruz. ¿Os parecen sucintas referencias? De seguro exceden las de la mayoría. ¿Tan difícil os resulta rastrear a alguien de esas características entre las «riadas» de chiquillos abandonados en febrero?

—Pues, si lo demandas con esos humos, ciertamente, lo cual pone punto final a esta conversación — sentenció sor Casilda, airada—. Márchate o avisaré a los alguaciles. Tu aspecto de malandrín me indica que los prefieres lejos, así que ¡cuidadito!

Decidido a no desistir hasta saber de Diego, Alonso extrajo un puñado de monedas de una faltriquera, lo depositó en la esquelética mano de la mujer y habló en tono sumiso.

—Gasto angustia, hermana, no humos. Ayudadme y os entregaré el resto de la talega.

Los cuartos surtieron un efecto fulminante. Sor Casilda se los guardó en el bolsillo del hábito y adoptó un gesto de circunspecta condescendencia.

—Comprendo que la congoja envilece la cortesía, pero merezco un respeto. Otra impertinencia y te echo a la calle. Pasa, anda. Revisaremos los registros.

Cuando Alonso accedió a la sala del torno y experimentó la amargura que emanaban aquellas decrépitas paredes, la culpa de haber dejado allí a Diego le golpeó con tal fiereza que se tambaleó. Ajena a su desazón, sor Casilda se instaló frente a un escritorio y empezó a hojear un grueso libro.

—Febrero — leyó, alejando el rostro del papel, pues la vista le fallaba en las distancias cortas—. José de la Virgen, Gabriel González, Diego de la Mantilla, Raúl de la Luna…

—¿Diego de la Mantilla? ¡Mirad! «Folio 1255. Impedimenta: rosario».

—Permíteme un instante. Estos añejos ojos apenas me funcionan ya.

—¿Qué sucede? — preguntó Alonso cuando la monja chasqueó la lengua.

—Fíjate en el final del epígrafe. Dice que falleció el 6 de febrero.

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Autora: Sandra Aza. TítuloEstirpe de sangreEditorial: Planeta. Venta: Todos tus libros.

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