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«¿Cuántas veces te han roto el corazón?»

«¿Cuántas veces te han roto el corazón?»

La pregunta inicial es el comienzo de uno de los 37 cuentos que conforman el debut literario de Virginia Ruiz (Logroño, 1976). Nada menos que una importante cantidad de relatos para explorar, desde diferentes perspectivas, un hecho que se afirma implícitamente en la interrogante: todos hemos sufrido, de un modo u otro, una quiebra íntima y profunda que incluso ha podido dejarnos una huella perenne. El libro lo divide la autora en tres bloques: «La fisura», «La grieta», «Las primeras flores»; la mención a ese quebrantamiento y, solo en algunos momentos, su superación, se introduce en cada relato mostrando la fragilidad que nos constituye. Como una advertencia, leemos en uno de ellos: «Se puede quebrar una pared, un glaciar, la piel, una persona».

Ruiz explora el lugar que ocupamos en la vida familiar para hacernos conscientes de su importancia capital en la construcción de nuestra vida, desestimando cualquier otro tema, laboral, político, cultural, ideológico, etc., que pudieran distraernos. Es el mundo de la infancia al que la autora dedica su mayor atención, quizás porque en él la vulnerabilidad se hace más ostensible. Los hijos se hallan a merced de sus padres, de sus cuidados tanto como de sus errores, prejuicios, manías o sufrimientos, que suelen permanecer ocultos. «La niña que está tumbada en el suelo termina su dibujo y se lo regala a su madre. La madre lo mira un rato y después, con cierto cuidado, dobla la parte en que está dibujado el padre y la corta». «Saco la taza de la leche del microondas, la pongo sobre la mesa y te pido que dejes de llorar y que desayunes. Lloras desconsolado y sé que deseo abrazarte. Pero te obligo a que te tragues las lágrimas y te digo que, si no te callas en lo que tardo en contar tres, dos, uno, voy a tirar el camión [con el que su hijo jugaba] a la basura». Los niños no entienden los códigos de los adultos, simplemente se ven obligados a someterse y acomodarse a ellos lo mejor que puedan. En un relato, de los pocos en que asoma el humor, la autora juega a mostrarnos el otro lado de esa relación paterno-filial: «El hombre no lo ha elegido, ni siquiera le han preguntado si quiere hacer un cursillo de natación todas las tardes de cinco a siete, pero ahí está […] El profesor lo agarra de la cintura y le dice que ahora van a buscar el pato […] el hijo […] se mantiene observando fijamente a su padre y cuando este hace amago de salir o no quiere nadar, dice su nombre, David, de modo inquisitivo». La niña cuya madre tarda en recogerla, simplemente debe conformarse en el microrrelato significativamente titulado Blue («azul» y «triste», en inglés): «Mientras espera, mastica el caramelo y mira el papel azul».

"En otros textos, será la inmovilidad o la igualación a un modelo de uniformidad lo que testimonia esa dominación que quiebra lo genuino de la persona, y frente a la que solo cabe la rebelión que, no obstante, implicará un nuevo dolor"

Siempre hay algo que se rompe en los críos: porque los padres no se entienden entre ellos, por las elecciones forzosas a que son sometidos: «¿A quién quieres más, a mamá o a papá? ¿A tu hermana mayor o al mediano? ¿A los abuelos maternos o a los paternos? […] Se pregunta hasta cuándo es posible fraccionarse y si no podría ser una suma o una multiplicación» o por lo incomprensible de la muerte, como para la niña que se niega a aceptar que su gato ha fallecido y espera que una de sus siete vidas lo saque del hoyo donde lo han puesto: «Esta semana vendré con un cuenco de leche, por si fuera posible despertarlo».

Virginia Ruiz sitúa en esa primera etapa de la vida el peligro de que la persona quede cercenada para siempre en su libertad, su autonomía, su singularidad más genuina. El mundo adulto con su trama de prohibiciones y mandatos puede convertirse en una cárcel en que sean anulados. Las pocas líneas del microrrelato «Nada» lo indican: «Las niñas buenas juegan con otras niñas a las muñecas o saltan a la comba. Las niñas buenas huelen a flores y recogen ramos para sus madres. Las niñas buenas están quietas, se portan bien y no dicen nada. Nada». En otros textos, será la inmovilidad o la igualación a un modelo de uniformidad lo que testimonia esa dominación que quiebra lo genuino de la persona, y frente a la que solo cabe la rebelión que, no obstante, implicará un nuevo dolor: «Dentro de mí algo grita y arde, pero intento contenerlo porque si lo dejo corro el riesgo de partirme […] Hasta que no puedo más y dejo que me ardan las paredes.// Y algo en mí se empieza a agrietar. Comienza en la planta de los pies y sigue por las piernas hasta llegar a los brazos. Y ya no puedo hacer nada por evitar la fractura».

"El libro de Virginia Ruiz muestra que la vulnerabilidad nos concierne a todos, no existe una edad libre de ella y se acrecienta al acumularse los años y hacerse presente la debilidad final"

La otra cara, la de los adultos, merece de forma especial la mirada limpia y sin prejuicios de la autora. La maternidad es materia de muchos de sus relatos, donde asistimos a la obsesión por el cuidado del hijo, el temor a perderlo, el miedo a la separación, la ausencia de los varones en ese tiempo de máxima atención o el temido momento en que la hija no buscará su intimidad en su madre sino en una amiga, como se nos dice en un relato excelente: «Si la primera fractura entre una madre y su hija se produce en ese instante, ¿en cuál de ellos? ¿En el que la hija le cuenta un secreto a su amiga y le pide: no se lo digas a mi madre? ¿O cuando la madre lo escucha? ».

Otros cuentos nos llevan a considerar el tiempo en que serán los hijos los que se ocupen de los padres. Se nos narra, por ejemplo, el reencuentro de una hija con el hombre que la abandonó repetidas veces y ahora regresa al hogar con la piel tan ajada como la de la maleta que porta. El libro de Virginia Ruiz muestra que la vulnerabilidad nos concierne a todos, no existe una edad libre de ella y se acrecienta al acumularse los años y hacerse presente la debilidad final. Un magistral relato expresa esa decadencia: a una abuela se le cae el primer plato de la vajilla, antecedente de la muerte que le sobrevendrá poco después; otro tanto le ocurrirá a la madre: «De aquel primer plato que se le rompió a mi madre, lo que más recuerdo fue el silencio tan hondo que vino tras el estallido. […] Y mi madre ahí, de pie, paralizada». Las dos hermanas, ya sin ella, se preguntan cuál de las dos heredará la vajilla cuando la otra falte. Entonces toman una decisión: «Hasta que se nos ha ocurrido forzar el accidente y deshacernos de la vajilla a rayas. Tirar el primer plato es el que más cuesta. Su fractura duele. Pero poco a poco el dolor se va convirtiendo en ligereza y cada vez los platos se fracturan con más rapidez».

"El final, sin embargo, no es solo la constatación de la inevitabilidad de sufrir por la acción o inacción de quienes nos aman o dicen hacerlo, sino la posibilidad de que ese dolor no nos destruya"

Una terrible imagen encontramos en otro espléndido relato: «Alejandra dice que todos estamos rotos. Todos. Todas. Rotos. Rotas. Como platos que se caen al suelo. Como vasos. Una vajilla entera esparcida por el suelo, cientos, miles, millones de vajillas desperdigadas por el suelo del mundo, del globo terráqueo». Nos sacude la visión de un dolor universal, donde en lugar de personas, solo constatamos añicos. El libro de Virginia Ruiz no nos deja indiferentes, obliga a mirar, sin excusas, el dolor que nos causamos unos a otros en el ámbito más próximo. Casi como una inquietante llamada de atención. Y, sin embargo, no encontraremos en estas páginas excesos emocionales, sino una contenida forma, directa, muy sencilla, a veces decepcionada, sobre la verdad de muchas relaciones que nos constituyen. El final, sin embargo, no es solo la constatación de la inevitabilidad de sufrir por la acción o inacción de quienes nos aman o dicen hacerlo, sino la posibilidad de que ese dolor no nos destruya. Un fragmento de la contracubierta puede cerrar este artículo en que deseo animar a la lectura de un hermoso ramillete de cuentos: «Escribí este libro de relatos porque quería que la literatura me ayudase a entender, a descubrir las fisuras, a conocer las fracturas y a reconocer que en esas grietas es capaz de florecer la vida».

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Autora: Virginia Ruiz. Título: Lo que crece en las grietas. Editorial: Los aciertos y Pepitas. Venta: Todos tus libros.

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