Barcelona, 1923: una niña desaparece en un cine abarrotado. La víctima es la hija de un importante empresario textil. El inspector Basilio Bosc se encarga de la investigación; pedirá ayuda a un amigo de la infancia: Gabacho, un ladrón del Distrito V.
En este making of, Pere Cervantes cuenta el origen de su nuevo thriller: Me olvidé del cielo (Destino).
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Hace ya más de dos décadas, una frase de Gabriel García Márquez provocó un golpe de timón en el rumbo de mi vida. En una de sus entrevistas el premio Nobel afirmaba que el escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar. Para aquel entonces, año 2001, un servidor acababa de regresar de Kosovo. Dos años en tierra hostil, ejerciendo como observador de paz de la ONU. A mi vuelta, a pesar de tener la mochila de las vivencias más llena, seguía siendo un investigador de la policía cuyo despacho, mugriento y oscuro, ocupaba la planta baja de la conocida Jefatura, en el número 49 de la Vía Laietana. A pesar de que siempre me había considerado un lector prematuro, hasta ese momento jamás había pensado con ser escritor. De hecho, debo confesar que ese término, el de escritor, despertaba (y lo sigue haciendo) en mí tanto respeto, que ni siquiera pasaba por mi cabeza la idea de convertirme en uno de ellos. Sin embargo, aquellos días la frase del célebre escritor colombiano resonaba en mi cabeza una y otra vez. Mi dedicación policial me exigía jornadas de más de doce horas, por lo que no fueron pocos los días que me quedaba a comer alrededor de Jefatura. A diferencia de mis compañeros, en esa hora escasa, necesitaba de soledad y alejarme así del ruido habitual que resultaba ser escuchar a otros policías hablar exclusivamente de asuntos policiales. Así que en una de esas ocasiones, alegando que había quedado con una amiga de la universidad, encontré mi refugio particular a escasos trescientos metros: Els quatre gats (un establecimiento inaugurado en 1897 en el corazón de la vieja Barcelona, que tiene su importancia en la novela Me olvidé del cielo). Conocía algo de su historia, lo mucho que ese local frecuentó Picasso, la comentada visita de Ruben Darío, o las tertulias en las que habían participado Joan Maragall, Eugeni D’Ors o el propio Santiago Rusiñol. El negocio desprendía una atmósfera mágica, como si se hubiera teletransportado de París o de la Praga más enigmática. La propia ubicación, la angosta calle Montsió, te invitaba a sentir que estabas a punto de atravesar otra dimensión. Que algo bueno iba a ocurrir. Tomé por costumbre comer en una mesa de la segunda planta, aquella más próxima a la pared y desde la que veía todo el local (manías de policía, pero en ese caso se debía más a mi avidez por observar el trajín del establecimiento). Pedía el menú diario y comía rápido. De esa manera solía contar con algo más de media hora para escribir en un pequeño bloc de notas. Apuraba el café escribiendo descripciones precisas de personajes que no iban a ningún lugar, tramas que nacían con ilusión pero terminaban agonizando en la orilla de los miedos creativos. Al igual que el inspector Basilio Bosc, personaje principal de Me olvidé del cielo, también yo visité Els quatre gats para “forcejear con las palabras”, o “sentir el lento goteo del reloj de arena que toda alma alberga cuando conecta con su pasión”. Todavía era demasiado joven para interpretar que durante esas escapadas a mi guarida secreta, la alegría era la emoción que me invadía. Ahora si sé que solo nos alegra el corazón aquellos quehaceres que nos conectan con nuestra verdadera esencia. En Els quatre gats se forjó mi sueño de ser escritor. Sucedió con la naturalidad con la que respiro, sin darme cuenta. Y de la misma manera surgió la idea matriz que me llevó a escribir Me olvidé del cielo. Si en El chico de las bobinas (¿qué nombre debería recibir el fenómeno por el cual algunas de nuestras novelas establecen sinopsis literarias sin nuestro permiso?), el motor de la historia era el amor de una madre, en Me olvidé del cielo lo iba a ser el miedo. Ese término que en alemán se escribe “angt”. Que al igual que en latín tiene su origen en la palabra angostura. Es decir, cuanto mayor es nuestro temor, más estrecha de miras será nuestra área de acción. Por eso quien se angustia se siente, de un modo u otro, acorralado. Y de esto trata Me olvidé del cielo, de personajes acorralados por sus miedos, de querer retratar la verdadera maldad sin edulcorantes, de recordar que el ser humano es el animal más peligroso de este planeta, de que hay barrios feroces (como lo era el Distrito V de Barcelona en 1923) donde a pesar de regirse por leyes no escritas, también se forjan lealtades de por vida. Durante el proceso de escritura de Me olvidé del cielo, atraído por la riqueza de matices de ese Distrito V (a partir de 1923 conocido como Barrio Chino) sentí la necesidad de construir pasillos que conectaran esta novela con El chico de las bobinas. Como si de algún modo sus personajes precisaran de una salida a esa esperanza que no logran alcanzar. Como decía el filósofo Søren Kierkegaard, esa “pasión por lo posible”. Suelo decir que cuando escribo una novela tengo dos objetivos primordiales: entretener y emocionar. En Me olvidé del cielo (será que con los años uno se vuelve más atrevido), también he pretendido plasmar un muestrario del alma: miedos, traiciones, rencor, la falta de afecto, pasiones mojadas con el olvido, infancias interrumpidas y las pequeñas crueldades del día a día. Todo ello encapsulado en una novela cosida con telares de distintos géneros: el negro, el histórico y el policiaco. Llevo en mi gen creativo la mezcla de géneros. ¿Acaso no es así la realidad? Les invito a que viajen cien años atrás. Pasen y déjense seducir por el Distrito V en todo su esplendor. Recorran esta novela de personajes sin perder detalle y entonces, solo entonces, verán como todo corazón, esconde una culpa.
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Autor: Pere Cervantes. Título: Me olvidé del cielo. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros.
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