Animales, árboles, rocas, pozos, estrellas, sombras, aullidos. Los personajes menos percibidos desde la ciudad merodean en cada rincón de la naturaleza. En esta sección quincenal, Ernesto Pérez Zúñiga los convierte en protagonistas de pequeños relatos y crónicas. Los habitantes que tratan de esconderse, o aquellos que ocultamos, asoman por las madrigueras.
A continuación publicamos la primera entrega de «Habitantes».
Cierro los ojos en el círculo de piedra. Estoy sentado en la roca y los olivos me rodean. Un círculo en torno a otro. Estoy dentro. Oigo los pequeños seres que viajan entre los árboles. Distingo su tamaño solo por el sonido. Puedo ver los saltos, los revoloteos, la caza. A cada movimiento le corresponde un canto: minúsculo, casi desaparecido, arrogante otro. La tarde cae. Un graznido cruza el cielo. Un eco negro. Sé quienes son, adónde van. Qué comen. A quién ahuyentan. Al gigante que planea agudizando la vista hacia abajo, al matorral, donde el brillo se desliza o el pelaje se funde con la tierra. También los oigo: la prudencia, el miedo, la determinación, la barriga aplastada contra la grava. Se desliza el eslizón. El escarabajo hace crujir la hoja seca. Cruje en el pico de la graja, que ha aterrizado harta del águila. Se oye un golpe en el suelo. Un higo ha caído de la higuera. Lo estaba picoteando el mirlo en la hojarasca grande, de palmas olorosas. No he abierto los ojos. Todo lo sé. Lo estoy oyendo. Sé que oscurece. Lo sé por los cantos de los pajarillos invisibles. Avisan de que se van a callar. Avisan de que el chotacabras va a comenzar a volar en círculos por encima de mi cabeza. Avisan de que los grillos van a inundar el océano del aire, que su chirrido será el espejo de las estrellas. Avisan de que hay que esconderse. Porque el búho real ha salido con el último rayo de sol. Se ha dejado tocar un ala dorada y abierto el ojo de la luna. Se ríe el buho: ulula. Más quisiera la luna. Dos lunas llenas con una llama en el centro. Ojos que todo lo ven. No hay escondite. La oscuridad es la realidad más clara. No me he movido del círculo. No he abierto los ojos. Solo sé que los zorros se acercan al pulular de los conejos: un corretear alerta. Una furia. Un husmear. Un llanto. Alaridos rojos encienden la noche. Fantasmas de sangre caliente. No me he movido un milímetro. La noche ríe, mata, celebra. Ahora sí abro los ojos. Venus se ha encendido en el horizonte. Orilla de luz las nubes que la enmarcan. Es un barco que navega alrededor del sol oculto. Lo veo en lontananza. La Tierra bajo mis pies también navega. Somos una escuadra que surca el rizo plateado de la galaxia. Los grillos cantan cortinas que se abren y se cierran en el olivar. Está pasando algo en el tiempo. Se quiebra. Se endereza. Las hojas de los olivos se aprietan y se relajan. Emanan oxígeno. Una garduña muerde la garganta de un ratón. La gineta sube a la rama. Mete la garra en el agujero donde se esconde el pájaro. Un revoloteo de huida. Pero otro ha quedado entre los dientes. El calor en el estómago. La sangre. La luz. Un ruiseñor ha venido a un árbol cercano. Suena como un faro en la noche. Venus parece contestar. Los cantos. Los aullidos.
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