Tuvo el ABC en Roma una genealogía de corresponsales con una misión más literaria que periodística. A Rafael Sánchez Mazas y a Eugenio Montes les sucedió César González-Ruano, que paseaba su pretendido marquesado por los salones donde Alfonso XIII vivía su exilio mientras España se desangraba.
Balbo era “fuerte, casi cuadrado, con cara que afinaba su famosa barba en punta”. Ojos vivos, boca sensual, con una simpatía arrolladora y una “seguridad humana absoluta en toda su persona”. Tenía la misión de reverdecer el Imperio Romano sacándolo de las profundidades del desierto líbico: llegaron de Italia miles de colonos y construyó una gran carretera que iba de la nada a la nada y a la que llamaron la Vía Balbia.
César visitó tres veces Libia invitado por el líder fascista, narrando en sus artículos sus excursiones por unas ruinas romanas que se iban rescatando de ese manto de arena que “es como un ejército blanco y tenaz dirigido por el viento”.
De aquel viaje le quedó más la impresionante figura de Balbo, anunciado por D’Annunzio, ante los celos del Duce, como el futuro del fascismo, que aquel intento de país en el que, a los pocos días, la arena “se siente en la boca y en los ojos como una verdadera obsesión”.
La popularidad de Balbo era enorme. Mariscal del aire, había cruzado dos veces el Atlántico al mando de sus hidroaviones y hasta había sido recibido por Roosevelt cuando ser fascista era simplemente una ocurrencia italiana que caía simpática en los Estados Unidos. En América le pusieron una calle en Chicago, que por lo visto todavía existe, y otra en Nueva York, donde desfiló como un héroe.
En 1940, tras oponerse a la guerra y a las políticas raciales antisemitas, un cañón antiaéreo italiano lo derribó en Tobruk cuando volvía de un vuelo de reconocimiento con su Savoia-Marchetti. Fuego amigo, dijeron. González-Ruano lo sintió desde su nueva corresponsalía alemana y escribió, con su habitual dote para los muertos, que Balbo “tenía mucho de César en mármol, con temperatura humana”:
«Ha muerto como si hubiera querido aprovechar un poquito de guerra y la ocasión para una muerte bella, que toda una vida honra. Se ha despedido de la vida ardiendo dentro de su avión. Yo no sabía que los mármoles cesáreos podían arder, pero debí haberme imaginado, que un mármol así, cuando llega a tener temperatura de fiebre, arde».
La muerte bella de Petrarca, y sus críticas anteriores a la alianza con los nazis salvó para la posteridad su particular recorrido vital. En Saló, en los últimos tiempos de Mussolini, el dictador lo recordaría de la siguiente manera: “Un buen alpino, un gran aviador, un auténtico revolucionario. El único que habría sido capaz de asesinarme.”
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Memorias: Mi medio siglo se confiesa a medias, César González-Ruano. Renacimiento, 2017.
Carta al gobernador de Libia, de Franco Battiato (1989)
El león del desierto (Moustapha Akkad, 1981). Con Anthony Quinn e Irene Papas, entre otros, narra la lucha de los rebeldes libios contra las fuerzas coloniales italianas en un momento anterior a la llegada de Balbo.
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