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Volver para contarlo, de Andrea Calamari

Volver para contarlo, de Andrea Calamari

Volver para contarlo (Jot Down Books, 2024) es un recorrido fascinante a través de los relatos que han dado forma a nuestra comprensión del mundo y del arte de narrar. Los antiguos mitos de Gilgamesh, los periplos de Moisés y las épicas griegas de Homero se van entrelazando con aventureros modernos y exploradores, con los paseos de Baudelaire por París, las ficciones que ideó Julio Verne, los viajeros espaciales y los turistas contemporáneos. 

Reproducimos un fragmento del libro de Andrea Calamari, un homenaje a la capacidad humana de asombrarse, descubrir y, sobre todo, contar.

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Lo que hay en este libro

La llanura argentina es un lugar liso, sin sorpresas, estéticamente pobre. Un vacío. Acá nací y acá viví siempre. Más allá de unos desplazamientos austeros y puntuales, no me moví de este sitio. Crecí escuchando una afirmación que tenía el carácter de un destino: “Acá donde estamos nosotros, si clavás la punta fija de un compás y hacés una circunferencia a cien kilómetros a la redonda, dentro de ese círculo vas a tener las tierras más fértiles del planeta. Cualquier cosa que vos siembres acá nace. Tirás una semilla y brota”.

¿Por qué dejar semejante prodigio?

Los paisajes ponen a funcionar la imaginación: ¿qué hay del otro lado? No hay turistas acá; la llanura es lugar de paso, un camino recto hasta llegar a alguna ciudad desmesurada. No hay otro lado; lo que ves es lo que es, una nada constante en el horizonte que el ojo autóctono reconoce porque es tan llana como el lugar donde pisa. Me crie acá con la convicción resignada de vivir en un lugar sin paisaje. Para ver paisajes debíamos conducir cinco, seis, siete horas por el terreno perseverante hasta llegar a unas sierras bajas que se alzaban en el horizonte como una promesa.

"En el interior de este lugar que para mí era el mundo, los viajes en busca de algo diferente parecían innecesarios"

Miren el paisaje, decía mi papá mientras manejaba. Era una orden. No podíamos, no debíamos desaprovechar los días de veraneo que nos daban la oportunidad de un entorno con relieves. Entonces pegábamos la nariz a la ventanilla. Mirábamos. Disfrutábamos de la vista. Arriba abajo, arriba abajo; el entorno podía sentirse en la boca del estómago y vivíamos quince días de vértigo visual hasta que las vacaciones terminaban.

Otra vez a la llanura, donde no hay nada para ver. En el interior de este lugar que para mí era el mundo, los viajes en busca de algo diferente parecían innecesarios, como deben haberle parecido a los primeros sapiens que estaban seguros en sus cuevas. Tenían algo de calor, cierto confort, salían a buscar comida y volvían, hasta que un día, además de las cosas ordinarias, alcanzaron a ver las extraordinarias y despertaron con una sensación nueva. Puede haber algo más, tiene que haber algo más.

¿Por qué no?

Entonces salieron a conocer y volvieron para contarlo. Vieron el mundo, intentaron descifrarlo, dibujaron en las piedras, inventaron símbolos y los dejaron para siempre en tablas, arcilla, cueros, pieles, hojas, papel. Habían creado la literatura, que es capaz de arrancarle al mundo no solo el catálogo sustantivo de las cosas —bestias, carros, lunas, estrellas— sino todo lo que hasta entonces parecía inefable —dioses, amores, miedo, misterio—.

Dieron con el lenguaje y notaron para siempre que eran capaces de ir más lejos.

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Desde el momento en que el humano es algo más que músculos, piel, pelos, hambre, sudor, quiere conocer y saber qué hay más allá. Somos la única especie que inventó una maquinaria más compleja que el simple desplazamiento: el viaje involucra el cuerpo y la mente, aviva fantasmas, genera preguntas, produce conocimiento.

"El viaje tiene estructura narrativa: partida, recorrido y regreso son lo mismo que comienzo, nudo y desenlace"

El que salió a buscar comida y seguridad, después un lugar para vivir, más adelante otro y por fin uno donde asentarse. El que no se conformó con lo que tenía cerca y a la mano y quiso novedades. El que exploró para conocer, para nombrar el mundo y clasificarlo. El que buscó lo que no tenía y cambió mercancías con otros. El que se lanzó a conquistar. El que se desafió a sí mismo para llegar más lejos, más alto, más hondo. El que retó a todos para ser el primero. El que huyó. El que fue obligado a irse. El que salió a dar una vuelta. El que,
pretendiendo descifrar el mundo, se encontró a sí mismo.

Viajeros todos.

No alcanza con andar, el viaje es una experiencia diferente porque es además un hecho narrativo: ir a ver cómo está hecho el mundo y volver para contarlo. Dice César Aira:

El problema para el narrador primitivo, cuando quiso contar algo más que una anécdota o una biografía, debe haber sido la falta de términos discretos en la experiencia. En efecto, el continuo de la vida que vivimos no tiene divisiones (o las tiene en exceso). El narrador tuvo que inventar principios y fines que no tenían un correlato firme en la realidad, y eso lo llevó a fantasías o convencionalismos, algunos tan imperdonables como terminar las historias de amor con una boda. Pero ahí estaban los viajes, que eran un relato antes de que hubiera relato: ellos sí tenían principio y fin, por definición: no hay viaje sin una partida y un regreso. La estructura misma del viaje ya es narrativa. Y como salir de la realidad cotidiana ya tiene algo de ficción, no había que inventar nada, lo que permitía inventarlo todo.

Entonces el relato de viaje no es uno más, es una narración que surge —naturalmente— del movimiento porque hay una adecuación entre el objeto y sus mecanismos de representación, entre las cosas y el modo de organizar las palabras. El viaje tiene estructura narrativa: partida, recorrido y regreso son lo mismo que comienzo, nudo y desenlace. Cualquier viaje está organizado como un relato, por eso nadie se resiste a la tentación de contarlo.

"De todas las estructuras narrativas que los desplazamientos ofrecen, este libro toma la forma del paseo"

Desde que atravesamos el primer umbral, no dejamos de andar y contar. Hay relatos que se perdieron en los pliegues del tiempo y otros que llegaron hasta hoy, historias más o menos reales, más o menos inventadas por aquellos que no pudieron quedarse quietos.

Aira insiste. La realidad de los viajes es la ficción que los cuenta.

De todas las estructuras narrativas que los desplazamientos ofrecen, este libro toma la forma del paseo; un recorrido leve, maleable, arbitrario y fragmentado que propone un punto de partida: la casa propia como principio ineludible —fatal— desde el que vemos el mundo.

Hay un espacio pequeño y familiar que conocemos y nos pone a salvo, un mundo que habla en nuestra lengua y nos muestra un rostro reconfortante. También hay otro del que sabemos nada e imaginamos todo. Viajar con los libros es una metáfora tan gastada que ya no puede usarse; eso no la vuelve menos real. De todas maneras, eso no viene de los libros, es algo más antiguo y más profundo, una capacidad de nuestra especie de salirse de sí.

*

Clarice Lispector está yendo en un taxi hacia el hospital donde pronto va a morir. Desde el asiento trasero, y sin advertir que lo hace en voz alta, planea un viaje a París, hasta que la voz del taxista la saca del ensueño.

—¿Puedo ir yo también?

—Por supuesto, y también puede venir su novia.

A diferencia de Lispector y el taxista, no soy capaz de viajar por mí misma con la imaginación, no tengo herramientas propias y necesito de lo que otros han pensado y creado. No lo sabía cuando empecé a leer, lo supe más adelante: la literatura no me lleva a ningún lugar más que a ella misma. Después supe algo sobre la lectura: hay quienes ven escenarios cuando leen, que les ponen caras y voces a los personajes, que se transportan a cada universo narrativo y se sienten ahí. Traté de descubrir, por contraste, qué clase de lectora soy; no puedo dejar de ver letras negras sobre el papel blanco, una detrás de la otra formando líneas, una debajo de la otra, y aun así siento que eso es un mundo.

"Borges trama una historia. Comienza con el hallazgo de un manuscrito y después todo se confunde: los hechos, los nombres, los tiempos"

Cuando dejé el primer refugio, un pueblo como tantos del sur de Santa Fe, me desplacé varios kilómetros por un entorno que seguía siendo tan chato como antes y me instalé en Rosario, contra el Paraná, el camino más directo para salir al mar. Quise saberlo todo. Me inscribí en dos carreras; una la terminé y se convirtió en eje de mi trabajo como docente, y la otra, como una puerta a la literatura. En Letras debía cursar ocho materias en horarios imposibles de combinar con otras actividades, por lo que muy pronto el proyecto se redujo a una sola: Literatura Antigua, la única que no pude soltar. Ahí conocí a Homero. Primero supe que entre la Ilíada y la Odisea pasaron por lo menos cien años, que a las historias las dictaban las musas y que Homero no era solo un nombre, era también un personaje. En el mismo momento en que me acerqué al primer autor clásico de la literatura, descubrí que era un personaje ficticio. Entonces dejé la carrera para seguir leyendo.

Lo que encerraban esos dos libros lo aprendí después.

Cuando la humanidad se puso a escribir, lo hizo en distintos lugares más o menos al mismo tiempo. Las historias con dioses, diluvios y serpientes se repetían entre los asirios, los egipcios, los hebreos; los griegos hicieron otra cosa: inventaron a Homero, y la literatura se convirtió en lo que es.

Estudié, trabajé, di clases, seguí los pasos de una carrera académica sin dejar de sentir que había algo fuera de lugar, una incomodidad. Llevé las investigaciones una y otra vez hacia lo que hay en los libros, escribí textos preconcebidos por las formas regladas de la universidad, me aburrí de leerme y me di cuenta de que siempre me las arreglaba para volver, arbitraria y anacrónicamente, sobre ese poeta ciego e inmortal que me llevaba a todos los otros. Parte del recorrido ya estaba hecho. Faltaba escribirlo.

*

Borges trama una historia. Comienza con el hallazgo de un manuscrito y después todo se confunde: los hechos, los nombres, los tiempos. Hay jinetes, soldados, desertores, trogloditas, un río secreto y una ciudad de inmortales; hay mesetas y cavernas, pero sigue siendo un universo de libros. Hay un volumen de la Ilíada y también una certeza: la originalidad no existe.

Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.

Cualquier persona, en algún momento, puede escribir la Odisea. Lo raro sería no hacerlo.

"Los viajes son uno solo, una única historia que se fue armando con el tiempo."

Al final de “El inmortal”, que es un cuento y un viaje por el tiempo, lo único que quedan son palabras: palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros. Mientras espero esa ocasión incierta en la que, indefectiblemente, escribiré la Odisea, sigo buscando toda clase de objetos literarios que encierran las huellas de historias posibles. Hay algo anacrónico en los viajes y en sus relatos. Fuera del tiempo, también fuera de los géneros; la pregunta por la verdad y la mentira se vuelve vana. Son literatura: un solo argumento con todas las permutaciones imaginables, con un solo autor, que es intemporal y es anónimo.

Los viajes son uno solo, una única historia que se fue armando con el tiempo. Los nombres que aparecen en cada una de las variantes de ese argumento original —salir, andar, volver— no son seres individuales sino personajes de una trama común. Hay viajes distintos, con y sin regreso, pero no hay viajes que no provoquen relatos: apuntes, notas, crónicas, diarios, cartas, mapas, bitácoras, memorias, catálogos, retratos, estampas, fotos, poemas, novelas, dibujos, semblanzas, comentarios, cuadros, paisajes. Quien viaja deja constancia.

*

Este libro es una lista.

Gueorgui Gospodínov dice que las listas esconden mucho más de lo que aparentan en su estructura sencilla, son una especie de narración de forma ansiosa. Cuando es tanto lo que te rodea, cuando la cantidad inconmensurable corre el riesgo de quedar sumergida en el olvido, el que hace listas rescata, con gesto urgente, algunas cosas. Las imprescindibles. Es una especie de arca de Noé crear una lista. Frente al tiempo, que es implacable, está la literatura, arca y diluvio a la vez. Todo lo contado y escrito está ahí esperando a ser rescatado del olvido.

Hacemos listas porque no queremos morir. A Umberto Eco también le gusta el vértigo de esa narración aparentemente apresurada por la que se hace comprensible el infinito en el mismo acto de establecer un orden. Las listas en la literatura también comenzaron con Homero. Ahí están los dos grandes modelos, las dos poéticas que rigen a la confección de un listado: una poética del “todo está aquí”, el modelo cerrado, y una poética del “etcétera”, el modelo abierto.

"El escudo de Aquiles tenía la función de proteger al más grande de los mortales y por eso es una lista acabada en la que no queda nada por agregar"

El escudo de Aquiles es un todo cerrado. En el canto XVIII de la Ilíada la diosa Tetis encarga a Hefesto la construcción de un escudo para su hijo. La historia sucede en un mundo de dioses así que no debería asombrar la exageración del trabajo: Hefesto acumula en su obra hechos de la historia, hombres, deidades, relatos y personajes. Todo entra en ese escudo; son muchas cosas, incontables tal vez, pero no son infinitas. Es una enumeración exhaustiva, una acumulación desmedida pero también orgánica; hay zonas delimitadas, orden, estructura, niveles, narrativa. Nada escapa por fuera de los límites de esa forma circular. El escudo de Aquiles tenía la función de proteger al más grande de los mortales y por eso es una lista acabada en la que no queda nada por agregar.

El catálogo de las naves, en cambio, es una lista que podría continuar porque responde a la poética del etcétera. En el canto II de la Ilíada Homero quiere mostrar al ejército griego que se acerca a Troya con todo su poderío y, como son tantos los hombres, se ve obligado a abreviar: solo enumera las naves y sus capitanes. El resumen le lleva trescientos cincuenta versos. Han quedado fuera del repaso cada uno de los cientos de miles de guerreros que acompañan a cada líder y por eso el catálogo de las naves es una lista abierta, como todas aquellas que no terminan sino que se suspenden por falta de espacio o de tiempo. Ponemos un etcétera, visible o no, al final del compendio cuando se vuelve imposible seguir contando.

"La forma de este libro es el etcétera. Hay repasos por libros enteros, alusiones veladas, citas exactas y parafraseos"

Desde entonces la literatura se ha valido del arte de listar. James Joyce enumeró cada uno de los objetos que Leopold Bloom tenía en un cajón de su cocina; David Markson sumó datos sobre la vida y la muerte de escritores, pintores y científicos; Georges Perec registró todo lo que vio pasar delante de sí sentado en una plaza, enumeró los recuerdos de su infancia, los alimentos líquidos y sólidos que tragó durante un año; Sei Shōnagon acumuló cascadas, amores, escenas de lluvia, aversiones y escenas de primavera. Bibliotecas, atlas, mapas y enciclopedias también ordenan el mundo, listándolo.

Además de las formas abiertas y cerradas, Eco dice que hay listas prácticas y listas poéticas. Sabemos por qué hacemos las prácticas: para planear la semana, para armar el equipaje, para hacer cuentas, para ordenar las compras, para no olvidar obligaciones. Las poéticas no tienen razones ni utilidad. Son literatura y nos dejamos llevar por el ritmo de la enumeración, la redundancia, la acumulación, la combinación de palabras.

La forma de este libro es el etcétera. Hay repasos por libros enteros, alusiones veladas, citas exactas y parafraseos; están también las novedades que arroja la web, ofertas turísticas que recogen lo que se ha visto y oído para devolverlo como itinerario. Una acumulación abierta —caprichosa— de viajes y sus relatos. Si tuviera que listar los motivos que llevaron a la incorporación de algunos y no de otros, lo haría de este modo:

Los que me conmueven
Los legendarios
Los cercanos
Los que me buscaron
Los que se impusieron
Los presumiblemente primeros
Los que muestran un personaje ineludible
Los que abrieron mundos
Los que cambiaron todo
Los que tengo en mi biblioteca
Los que encontré en una mesa de saldos
Los que estallan en imágenes
Los que descubrí en la escritura
Los que me recomendaron
Los insignificantes
Los que aparecieron en los pies de página
Los precursores de un género
Los que permiten hablar de otra cosa
Los que están cargados de detalles
Los luminosos
Los que exceden a su tiempo
Los que dejaron entrever una historia menor
Los que devinieron experiencia turística
Etcétera

Así pasa con el repaso de las cosas del mundo. Amenazados por el infinito, nos quedan dos opciones: redundar en los etcéteras o diseñar una forma.

Todas las listas del etcétera, aunque no lo sepan, aspiran a la forma cerrada. Por eso esta suma de relatos de viajes aspira al libro, un escudo de Aquiles hecho de relatos ajenos.

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Autor: Andrea Calamari. Título: Volver para contarlo. Editorial: Jot Down Books. Venta: Web de la editorial  

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