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La llamada de… Tomás González

La llamada de… Tomás González

Foto de portada: Camilo Rozo

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo todavía más complejo: la literatura.

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Tomás González se hizo escritor durante las sobremesas de su infancia, cuando los diez miembros de su familia, padres incluidos, pasaban las tardes conversando sobre política, fútbol y cotilleos del barrio, sobre perros, gatos y hasta de alguna vaca, sobre universidades, exámenes y planes de estudio, sobre películas, exposiciones y, cómo no, buenos libros. En aquella casa todos tenían una biblioteca personal, por escuálida que ésta fuera; en la del pequeño Tomás destacaban los títulos de Julio Verne y Daniel Defoe. En las conversaciones familiares, pues, se hablaba de literatura con la misma naturalidad que del resto de asuntos. En una ocasión, por ejemplo, diseccionaron durante horas la personalidad del muy sufrido Raskolnikov, hasta que en cierto momento, cuando todos habían dicho la suya respecto al protagonista de Crimen y castigo, alguien comentó que Genoveva, la gata gris que vivía en el vecindario, había tenido nueve gatitos, todos de idéntico color. Los dos temas, el dostoievskiano y el reproductivo, fueron celebrados con la misma pasión; la literatura y la vida, en aquella casa, comprendidas como  unidad.

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De las comidas familiares han salido muchos escritores y algún que otro filósofo. Søren Kierkegaard descubrió que el hombre es un «ser en guerra» precisamente durante las cenas en casa, cuando su padre ponía la olla en la mesa y los siete hijos se abalanzaban sobre las albóndigas pretendiendo pescar alguna más de las que realmente les correspondían. Søren era de los pequeños y, claro, siempre salía perdiendo. Una de sus hermanas le preguntó en cierta ocasión qué quería ser de mayor y el futuro filósofo respondió que un tenedor… para así pinchar todo lo que hubiera en la mesa. «Y, ¿qué pasaría si te lo impidiéramos?», quiso saber la hermana. Entonces el niño la miró fijamente y replicó: «Que os pincharía a todos». Los libros de Søren Kierkegaard emanan sufrimiento, tristeza y soledad; los de Tomás González, esperanza, belleza y comunidad.

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Ismail Kadaré también se hizo escritor durante las sobremesas de su niñez. A su casa de Gjiroskatra acudía los domingos un grupo de ancianas enlutadas que se sentaban formando un corro alrededor de su abuela y que, mientras tomaban té turco y galletas albanesas, contaban historias de un pasado tan remoto que ni siquiera parecía real. Kadaré escuchaba a las viejas en silencio, en una esquina del salón, sentado en una silla de mimbre, del mismo modo que un siglo antes lo había hecho Oscar Wilde durante las visitas de los amigos de mamá. Al parecer, aquella poeta de cierto renombre, Jane Wilde, organizaba tertulias en su domicilio y permitía que su hijo estuviera presente con una única condición: que no abriera la boca bajo ninguna circunstancia. Y así fue como aquel niño, sentado en un rincón del comedor y rodeado de artistas con aliento a alcohol, se convirtió en el maestro de lo frívolo, mientras que su colega Kadaré habría de transformarse tiempo después en el escritor que modernizó el concepto de coro griego.

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Ahora bien, el reverso de la formación de Tomás González sin duda lo representa la de David Foster Wallace, cuyas sobremesas le llevaron a la excelencia en la literatura, pero desde la perspectiva de la culpa y el castigo. Al parecer, cuando en las comidas familiares alguien soltaba una frase mal construida, la madre se tapaba la boca y tosía tantas veces como fueran necesarias para que el malhablado se diera por aludido, pidiera perdón y reestructurara la oración para pronunciarla como es debido. Sobra describir, obviamente, el resto del ambiente en aquel hogar. Hoy Tomás González vive en una cabaña junto al embalse de Guatapé (Antioquía), mientras que Foster Wallace se ha convertido en un mito suicida.

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La editorial Sexto Piso acaba de rescatar Primero estaba el mar, de Tomás González.

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