Juan Domingo Perón, el gobernante guadiánico que lideró tres veces Argentina, primero como Ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación y dos veces como presidente, concitaba fervor incondicional u odio feroz. Nada de medias tintas. También su vida fue extremada y algo rocambolesca. Más que real parece inventada. Raro es que no se haya plasmado en uno de esos biopics tan en boga. Su accidentada carrera política y la fuerte personalidad de sus dos esposas, Eva Duarte y María Elena Martínez, Isabelita de nombre artístico, una bailarina que conoció en Panamá, refuerzan esa impresión de vaga irrealidad. En 1945 accedió por primera vez a la presidencia, gracias a contar con el apoyo de las masas. Los obreros y las clases humildes lo adoraban por las medidas sociales que implantó: se edificaron más de doscientas mil casas para los desfavorecidos, cuatro mil trescientos centros de salud y se pusieron en funcionamiento planes quinquenales, nacionalizaciones, vacaciones pagadas… Pero no todos eran peronistas en la Argentina de Perón: los empresarios y la Iglesia arremetieron contra su gobierno, y en septiembre de 1955 fue derrocado y emprendió un exilio nómada por varios países de Centroamérica, hasta que en 1960 se instaló en España con su segunda esposa, en la Quinta 17 de Octubre, fecha conmemorativa de uno de sus momentos de gloria. En 1973 obtuvo de nuevo la presidencia, con Isabelita como vicepresidenta, aunque esa segunda oportunidad resultó frustrada por su muerte un año más tarde, y supuso un baño de sangre inducido por el comando parapolicial la Triple A, que perseguía con saña a los militantes considerados de izquierda.
Ese fúnebre latrocinio es el punto de partida de El anillo del general (Alfaguara, 2024), el último libro de Benjamín Prado y séptimo caso de su personaje protagonista, el profesor-detective Juan Urbano. Por sus páginas desfila la siniestra muchachada, una recua de sicarios de la ultraderecha más o menos sádicos, psicópatas y matarifes que en el declive del franquismo y del peronismo crearon una especie de puente aéreo del horror entre Madrid y Buenos Aires. Al final de la Segunda Guerra Mundial fue también «ruta de ratas», vía de fuga de los dirigentes nazis cargados con la pasta robada a los judíos, aunque muchos de ellos se quedaron a invernar de por vida en la península.
En plena mudanza, y en víspera de su boda con Isabel Escandón, Urbano recibe un encargo del comisario Sansegundo. Se trata de localizar al policía español Pascual Muñecas Quintana, también conocido como El Electricista, por su habilidad con la picana, un látigo eléctrico para controlar a las reses, al que los torturadores daban un uso temible. Además de sospechoso de participar en el asalto del cementerio, este escurridizo individuo extorsionaba a sus víctimas, y sus archivos son esenciales para poner en acción la nueva Ley de Memoria Democrática con la que el Gobierno pretende desagraviarlas, no sólo de forma simbólica, sino también práctica, recuperando sus propiedades vilmente sustraídas bajo coacción.
Para guiarlo en su misión Sansegundo ilustra a Urbano sobre los integrantes de la siniestra muchachada, españoles unos y otros argentinos. Rodolfo Eduardo Almirón, años después detenido en Torrente (Valencia), el célebre Juan Antonio González Pacheco Billy el Niño, Roberto Conesa y otros elementos implicados en la Alianza Anticomunista Argentina, laTriple A, creada para luchar contra la izquierda, que tuvo aquí una hermana melliza: la Alianza Apostólica Anticomunista. La mayoría, meros peones en un tablero controlado por personajes de mayor rango, como el jefe de la logia masónica italiana Propaganda Due (P2), Licio Gelli, el «hombre de las mil caras», implicado en el escándalo del Banco Ambrosiano, o José López Rega, El Brujo uno de los asiduos a la Quinta 17 de Octubre, que acabó siendo consejero áulico de la pareja y tras la muerte de Perón controlaba a Isabelita mediante la afición por el esoterismo que ambos compartían.
Pese a sus planes nupciales, Urbano acepta el desafío. La historia de la desaparición de las manos del general le seduce como tema para una de sus novelas, y se pone manos a la obra, valga la redundancia. Entrevista a Lucía Murgades, hermana de Ignasi, una de las víctimas de Muñecas Quintana, a la viuda de López Rega, que defiende a machamartillo el honor de su marido fallecido en prisión, al que define como «chivo expiatorio», y se desplaza a Ginebra tras el rastro del dinero, que tiene un papel esencial en esta historia. En Torremolinos sus pesquisas comienzan a dar frutos. Muñecas Quintana es propietario de El Imperial, grandilocuente nombre de una sala de fiestas venida a menos regentada por un expolicía argentino, Salvador Córdoba Montenegro, el eslabón débil de la cadena.
Prado ha hecho los deberes. A la nutrida bibliografía que cita se suma lo que ya ha estudiado anteriormente para otros de sus libros, pero el abrumador caudal de información se hace en ocasiones algo farragoso y frena el ritmo del relato. Su brillante prosa, sin embargo, desatasca la lectura con momentos muy logrados, especialmente las descripciones de los personajes. «En la distancia corta, su carisma resultaba manifiesto y su poder de seducción era ostensible, casi abusivo», reflexiona el profesor-detective sobre la impresión que le causa un importante político. «Sin embargo, sus formas tenían al mismo tiempo algo impostado, una manera de hablar e incluso de moverse que parecía ensayada y que, en consecuencia, te hacía atribuirle la falta de legitimidad de las cosas artificiales, por lo que despertaba en ti admiración y suspicacias al cincuenta por ciento».
Uno de los momentos cumbres de la novela es la reunión de viejas glorias del fascismo internacional que tiene lugar en la mansión de Muñecas Quintana, Villa Guapa. Preside la mesa, adornada con velas de cera negra y flores azules de maíz, enseña secreta de los primeros nazis, todavía ilegales, el exteniente coronel Tejero. Conocedores del encuentro de carcamales, Isabel Escudero se infiltra en el acto como camarera para espiar la conspiración, y su intrepidez le hará pasar un mal rato. Pero bien está lo que bien acaba y los flamantes novios pueden proclamar «misión cumplida». Gracias a su intervención las víctimas serán resarcidas del daño sufrido. Pero la realidad es tacaña en desenlaces felices y, en un sorprendente giro final, veremos que, por desgracia, la vileza y la corrupción no son exclusivas de la derecha salvaje.
«¿Se puede sentir piedad por quien ha sido un monstruo?», se pregunta el autor. A lo que yo añadiría respecto a Perón: ¿en qué momento el mandatario solidario y benefactor se convirtió en una especie de sátrapa, en una caricatura de sí mismo. Si el poder corrompe: ¿cuanto llega a corromper si se ostenta tres veces? ¿Por partida triple?
Entre la realidad y la ficción, la narrativa y el ensayo, Benjamín Prado compone un relato algo arduo que complacerá a quienes no se conforman con la epidermis de la historia y gustan explorar sus resquicios y grietas interesados por los ángulos muertos, zonas grises manchadas de sangre que revelan el lado más sombrío del poder. Que los crímenes de Estado suelen ser los peores, y además quedan impunes. La portada, en la que un par de guripas con distintos uniformes arrastran a un chico hacia la inconfundible fachada de la antigua Dirección General de Seguridad en la madrileña Puerta del Sol, tal vez resulta demasiado explícita, pero resume el contenido del libro. El suplicio de los que sufrieron en manos de esa siniestra muchachada que no ha pagado por sus crímenes.
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Autor: Benjamín Prado. Título: El anillo del general. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.
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